Espai de Dissidència

La Bitàcola de Xavier Diez

16 de gener de 2024
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En memòria de Miquel Izard

Avui he conegut la trista notícia de la desaparició del meu estimadíssim col·lega Miquel Izard, amb qui vam coincidir fa prop de vint anys, i a partir de contactes patagònics havíem mantingut relacions amb el món argentí, i amb qui vam treballar en algun projecte plegats. Concretament parlo d’un cicle de conferències sobre l’estiu revolucionari de 1936 i que després va acabar en format de llibre. De resultes de les nostres converses, debats i amistats comunes, també van resultar reflexions interessants.

Deixeble de Vicens Vives i Jordi Nadal, va ser un dels historiadors més nòmades. Opositor a la dictadura, va ser expulsat de la universitat, i això el va empènyer a un exili on va exercir com a professor universitari a Veneçuela, convertint-lo en un dels principals especialistes en història d’Amèrica, juntament amb la història del moviment obrer. També va fer classes a l’Uruguai, als Estats Units, i finalment, de retorn a Barcelona.

Vaig tenir l’honor de prologar un dels seus darrers llibres sobre la Revolució del 36, Que no lo sepan ellos y no lo olvidemos nosotros: el inverosímil verano del 36 en Cataluña, Virus, 2012, amb qui vaig compartir editor, Patric de San Pedro.

En homenatge seu, publico el pròleg que li vaig dedicar. El trobaré molt a faltar…

 

LA REVOLUCIÓN O EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Por Xavier Diez

Resulta paradójico que los grandes historiadores catalanes suelan hallarse en la periferia académica. Pierre Vilar, a pesar de influir poderosamente en generaciones de investigadores, venía de fuera, y era considerado extraño en su propio país. Ferran Soldevila pasó más tiempo en el exilio foráneo e interior que en la universidad. Vicens Vives no era propiamente un historiador, sino un intelectual que utilizaba la historia para sus proyectos políticos. Josep Termes nunca fue muy apreciado por el establishment académico. Muchos otros grandes historiadores, muy especialmente los libertarios, ni siquiera pasaron por la universidad ni como alumnos, ni mucho menos como docentes, a pesar de publicar infinidad de títulos de referencia. En la actualidad, la generación más brillante de investigadores de nuestro país, mucho más y mejor formada que la de sus profesores, se arrastra de facultad en facultad encadenando (o no) contratos precarios con retribuciones y condiciones similares a las brindadas en los establecimientos de comida rápida. De hecho, tanto la universidad franquista como la de la Transición han representado más un obstáculo que un vehículo para el debate, la investigación y el análisis sobre el pasado, que es tanto como decir el presente. Demasiada endogamia, sectarismo y ansias de control ideológico, vicios heredados de un imperio hispánico en descomposición desde hace cuatro siglos y de una Cataluña de baja autoestima que todavía no se ha planteado que quiere ser cuando sea mayor. 

En estas circunstancias, un personaje como Miquel Izard nos recuerda irremediablemente a un Georges Brassens con una «Mauvaise réputation». Como sucedía con el cantautor de Sète, les braves gens n’aiment pas que /l’on suive une autre route qu’eux. Y desde sus inicios, con su inoportunidad de nacer en octubre de 1934, de vivir la revolución y la guerra, de provenir de una clase social destinada a estar en la base de la pirámide social, de participar en serio en la oposición al franquismo, de tener que exiliarse en Venezuela en los años sesenta tras un premio especial de doctorado,  de creerse los objetivos de la Assemblea de Catalunya, de ir por libre y pensar por cuenta propia, lo han mantenido en la periferia de un sistema que, por mucho que se haya vestido de progresismo sigue reverenciando a la teoría y práctica de la Historia Oficial.

Cuando me refería al concepto periferia, deseaba utilizar esta expresión con un sentido metafórico. Pero resulta que también resulta geográfico. Mi primer contacto con Miquel Izard fue el mismo de muchos compañeros de generación. A través de sus libros. Uno de los buenos consejos recibidos en la Universitat Autònoma de Barcelona, donde a pesar de las merecidas críticas expuestas, conseguía dotarnos de una sólida base formativa, era que nos hiciéramos una buena biblioteca. Así, fui acompañándome de varios volúmenes de Izard. Sobre historia de las clases populares en Cataluña. Pero también sobre grupos disidentes y periféricos en la historia de América. ¿Qué tienen en común anarquistas ibéricos e indios cimarrones americanos? Probablemente mucho. Su deseo de vivir su propia vida al margen y en contra de un capitalismo colonizador. Colonizador hacia a fuera, pero también hacia dentro. Explotando las tierras y a los nativos del nuevo continente, pero también los cuerpos y las almas de los habitantes de las metrópolis. Ante esta «historia universal de la infamia», que señalaría Borges, Miquel Izard levanta su voz disidente. La de un profesor universitario, escritor, ensayista, agitador, pero sobre todo historiador que proviene de una periferia social, desde una identidad de periferias nacionales, con el ojo puesto en la periferia económica, política y geográfica, pero con la clara voluntad de influir en un mundo donde las pirámides deben ser derribadas. Quizá para hacer que las piedras sirvan para algo más útil que homenajear faraones o exaltar la grandeza de los mandarines, como por ejemplo, construir una ciudad más confortable e igualitaria.

Por supuesto, cuando hablamos de periferias, también me refería a la dimensión geográfica. Más allá de mi excelente relación con Miquel como lector, la relación personal, de fascinación mutua, empezó a unos doce mil quilómetros de aquí, cuando unas amigas comunes de la Universidad Nacional de la Patagonia, donde ambos recalamos hace algunos años, nos pusieron en contacto. No está mal, para conocer a alguien con quien compartimos periferias y ciudad natal. Pero si bien Susana M. López y Mónica Gatica consiguieron contactarnos por correo y teléfono, fue él quien propuso un encuentro y una colaboración en nuestra ciudad común, cap i casal del anarquismo histórico, y en el contexto más deseable y desconcertante posible. En el otoño de 2008, Izard organizó un curso en el Museu d’Història de la Ciutat con el original, y sin embargo clarividente título L’inversemblant estiu de 1936, la increíble historia de la revolución que iluminó a medio mundo y atemorizó al otro medio. 

El adjetivo “inversemblant”, que en una mala traducción podríamos considerar como “sorprendente”, “insólito” o “increíble”, ofrece muchas pistas sobre la extraña relación que tenemos con nuestro pasado. Quienes nos hemos dedicado a la historia del anarquismo o de las clases populares hemos topado a menudo con dos fenómenos, ambos experimentados por quien suscribe este prólogo. El primero consiste en licenciarse en historia contemporánea y realizar cursos de doctorado (en mi caso a mediados y finales de la década de los noventa) sin apenas haber escuchado más allá de dos o tres vagas referencias sobre la revolución del 19 de julio, las colectivizaciones, o incluso el anarquismo. El segundo, descubrir como estudiantes y estudiosos extranjeros de historia, italianos, norteamericanos, británicos, franceses, que demuestran un amplio conocimiento sobre lo que pasó en nuestro país en aquello que Hans Magnus Enszenberger calificó, con excelente criterio, de Corto verano de la Anarquía, comparte su desazón al constatar que apenas ningún catalán o español conoce lo sucedido. Como si alguien hubiera borrado el recuerdo con lejía.

Cuando uno es un estudiante aplicado, lo normal es confiar en los profesores, los libros y los programas de las facultades. Y por tanto, lo normal es que fácilmente podría creer que lo que sucedió en 1936 fue el inicio de una guerra con unos cuantos andrajosos que se dedicaron a asesinar religiosos y a participar en una especie de orgía festiva, hasta que por fin partidos serios como el comunista pusieron orden. Y que la guerra civil fue una historia de franquistas contra antifranquistas. Entonces… ¿dónde cabían las historias familiares que me narraban hechos extraordinarios acaecidos en aquellos días? ¿Sería verdad que los trabajadores tomaron el control de las fábricas y talleres, que se bajaron los alquileres a la mitad, que se igualaron los sueldos y se quemaba el dinero? ¿Serían mis antepasados cenetistas (como la mayoría de los antepasados del barrio) unos andrajosos que se dedicaron a asesinar religiosos y causar desorden? Cuando dos versiones contradictorias se confrontan, y ambas parecen avaladas por gente muy seria, no hay otro remedio que seguir la máxima de Georges Brassens, pero también de Miquel Izard, y seguir el propio camino, que significa investigarlo por cuenta propia y analizar en base a datos concretos y un mínimo criterio de sentido común. Aunque ello nos reporte una Mauvaise réputation. 

Esto es lo que hicimos en el memorable curso L’inversemblant estiu de 1936, en el cual Izard reunió a los historiadores sobre anarquismo que más han destacado en la última década (y que por tanto, compartimos también una cierta áurea de periféricos) y que tuvo una siguiente versión, en julio de 2009, como curso de verano de la Universitat de Barcelona.  Nos dedicamos a repasar sin reparos todo lo que se sabía, a raíz de recientes investigaciones, sobre la revolución. Los antecedentes, los hechos, las colectivizaciones, la violencia, los logros, los fracasos, las consecuencias. Todo, todo, todo, sin obviar las luces y sombras que ofrece todo hecho transcendente.

Y todo lo que se sabe es mucho, pero lo que la mayoría conoce es prácticamente cero. Las grandes instituciones que velan por el pasado siguen estableciendo una Historia Oficial limitada, alienante y excluyente. Sigue transmitiéndose la misma idea, elaborada por los historiadores franquistas, de la «guerra entre hermanos», o que los enfrentamientos fueron de carácter político. O, que Cataluña era un oasis de paz y prosperidad. O que los andrajosos eran todos murcianos. Evidentemente esta Historia Oficial ha seguido obviando, a pesar de los pesares, que se trataba fundamentalmente, con sus matices y contradicciones, de una guerra de clases. Que la violencia estaba motivada por hechos objetivos, agravios personales y colectivos, a partir del deseo de revancha ante las humillaciones cotidianas cometidas por muchos poderosos insensibles, por la actitud de aquellos quienes no podían entender otra relación con la gente común que la subyugación de los más débiles. Que la revolución no sabía de lenguas ni apellidos. Y,  contrariamente a quienes cantan a la idealizada patria estilo Aribau, que Cataluña no fue víctima paciente de una guerra externa, sino protagonista de una guerra civil entre catalanes. Una guerra sucia y dura, violenta y nada heroica. Pero nunca podremos avanzar como país si desconocemos nuestra historia y nos negamos a asumir el pasado común, por incómodo  y brutal que éste sea.

Izard prefiere otro adjetivo para denominar esta tergiversación de la historia que impide conocernos tal como somos. Frente a la Historia Oficial, Miquel sostiene que se trata de una Historia Sagrada. No tengo más remedio que descubrirme, ya que esta propuesta concuerda más con el sentido religioso de mito fundacional que resume el conjunto de creencias formuladas por parte de nuestra intelectualidad. Toda narración, más o menos bíblica sobre el pasado tiene la voluntad de justificar un determinado orden presente. Así como la religión católica, con un patriarca a su cabeza y un cielo altamente jerarquizado y con derecho de admisión sirve para simbolizar una sociedad desigual, la Historia Sagrada catalana trata de explicar que nunca hubo nadie dispuesto a materializar una sociedad sin jefes, ni patronos, ni beneficios, ni desigualdades, ni burócratas, ni oficiales, ni ejército, ni estado.

¿Cómo se forja esta historia sagrada? Probablemente Izard lo conoce con más detalle, puesto que se ha paseado por bastantes campus, y en su fructífera trayectoria ha visto, escuchado y padecido a muchos de los que decretaban una memoria oficial. Aquí y en Iberoamérica. Los historiadores, como una gran porción de la intelectualidad de nuestro país, proyectan en su obra muchos de los prejuicios de clase heredados. Al fin y al cabo, en una Cataluña donde las relaciones y los apellidos suelen cotizar más alto que los doctorados, la cultura y el pensamiento demasiado a menudo acaban siendo un casi monopolio de unas mismas clases horrorizadas al constatar que los vendedores ambulantes de la prensa, que los limpiabotas, que las mujeres de las fábricas hicieran una revolución para transformar radicalmente las rígidas estructuras de poder. Que, de un día para otro, quienes siempre callaban, hablaran. Que, parafraseando a García Oliver, «los que no teníamos nombre, hemos derrotado al fascismo en Barcelona», que ya no se distinguía entre señor y trabajador, que se suprimían las clases segregadoras en los teatros y  ferrocarriles, que un viejo mundo de rigideces y desigualdades se disolvía ante la fuerza de una revolución que lo fue en todos los sentidos. En los más espectaculares, pero también en los más íntimos. Que, al fin y al cabo, quienes formaban parte de las élites, eran prescindibles. El hecho de que una fracción importante de las clases medias y medias altas ingresaran en masa en formaciones políticas y sindicales de orientación comunista ponía en evidencia un hecho. Que quienes eran beneficiarios de una estructura social desigual, quienes se creían superiores por posición, fortuna o talento, estaban dispuestos a defender un proyecto político autoritario y desigualitario. Un proyecto donde quedara claro que aún existían clases, aunque fuera un estado comunista, republicano o liberal. Aunque se disfrazara de izquierdas. Este hecho es el que explica, en cierta manera, que buena parte de la historiografía de los sesenta, setenta y ochenta, la generación de nuestros profesores, adoptaran un relato muy similar al de los franquistas. La revolución fue antinatural, desorden, protagonizada por el lumpen. No existió… Faltaba que nos dijeran que una sociedad sin jerarquías era inconcebible.

No hace mucho tuve el honor de participar en las comparecencias parlamentarias para lo que devendría la Llei del Memorial Democràtic. El proyecto, protagonizado por las izquierdas oficiales, constituyó una buena muestra de lo que acabamos de afirmar. Más allá de las buenas intenciones de reparar los actos de represión contra centenares de miles de ciudadanos, los herederos del PSUC pretendían reescribir una historia en la cual parecía que entre 1936 hasta 1977 se enfrentaban demócratas contra antifranquistas. Buenos y malos. Bien, esto es la mejor manera de no entender nada y negar un pasado, poco amable, quizá, pero que es preciso dar a conocer a todo el mundo en su dimensión global. Entre las víctimas del franquismo se hallaron principalmente aquellos que no perseguían una democracia liberal, fundamentada en la dictadura de los partidos políticos como sucede en la actualidad, sino una sociedad sin clases, una erradicación del capitalismo como modo de explotación, una sociedad libre, sin otros límites que el perjuicio a los demás. Una sociedad sin elecciones, porque las elecciones y decisiones corresponden a cada individuo.

Contrariamente a lo que explican la mayoría de historiadores que se definen de derechas o izquierdas, hubo una revolución. Una revolución que como ya hemos señalado, deslumbró a medio mundo y atemorizó al otro medio. Surgió el germen abortado de una nueva sociedad, construida bajo parámetros absolutamente diferentes a lo conocido. Y este es un orgullo nacional escatimado a la Cataluña actual, con mayor reconocimiento fuera de nuestras fronteras que en una sociedad cuyo sistema político vigente perpetúa las injusticias pasadas. Donde fluye un mito de Barcelona, la Rosa de Foc, capital de la utopía, pesadilla de los organizadores de eventos internacionales, puesto que las clases dominantes actuales sí tienen memoria y temen a los fantasmas del 36 (En cierta manera justificado teniendo en cuenta la pasión libertaria por el espiritismo). Pero, claro está. Contrariamente a las tentaciones en las cuales incurren a menudo los historiadores, esta revolución excesiva, está repleta de claroscuros. Grandezas y miserias, logros y fracasos, héroes y villanos. 

Miquel Izard, quizá un enfant terrible dispuesto a amargar la fiesta a quienes desean poner tierra al asunto, actúa con una honestidad intelectual fuera de serie. Expone todas las contradicciones de los hechos y protagonistas. Unos protagonistas, por cierto, anónimos, pero que documenta con una exhaustividad a menudo apabullante. Utiliza a fondo fuentes plurales, que contrasta y contextualiza. Ha quemado todas sus pestañas en el extraordinario archivo del Pavelló de la República, una extensión de su despacho, según las archiveras, donde en el pasado junio recibió un homenaje por parte del Boletín Americanista. Con todos estos datos, que son capaces de marear al editor más bregado, acaba de construir un complejo retablo sobre la Revolución catalana de 1936. El inversemblant verano que lo cambió todo, para transformarlo todo, desautorizando al príncipe Salina y Tomaso di Lampedusa.

Si pudiéramos utilizar una comparación con el libro al que van a enfrentarse los lectores, la pintura gótico-renacentista sería una buena solución. El exhaustivo trabajo de Izard bien podría leerse como el retablo de El Bosco El jardín de las delicias. Para los poco aficionados al arte, el pintor neerlandés Hieronymus Bosch (1450-1516) realizó un retablo en forma de tríptico. Según los expertos, esta enigmática obra hace referencia a la creación del mundo en su tercer día, y se divide en tres partes; a la izquierda, la creación, en su parte central, la más destacada, el paraíso, y finalmente, a la derecha, el infierno. A pesar del título y de la cautivadora fascinación de las imágenes, se representa un mosaico de personajes en las que el placer y el pecado, la lujuria, el goce y la violencia conviven de una extraña e incomprensible manera, con escenas y elementos cargados de simbolismo. En cierta manera, la obra de Izard también puede dividirse en tres partes: los orígenes complejos de la revolución, la revolución en sí misma, y su aplastamiento inmisericorde (el infierno que vivió la generación de nuestros padres y abuelos). Precisamente Izard nos muestra un complejo mosaico, explicado a partir de multitud de testimonios de naturaleza contraria y contradictoria, donde conviven partidarios, detractores y observadores perplejos, en la que a pesar de todo, es posible realizar una compleja composición de los hechos. El génesis del pensamiento y la práctica revolucionaria, realizada desde la base de la fructífera tradición anarquista, las prácticas solidarias, la subversión del orden, especialmente respecto a las relaciones personales, sexuales, de trabajo, las colectivizaciones, los proyectos ecológicos, los cambios en la salud, la asistencia social, la enseñanza, los transportes, los espectáculos,… el mundo nuevo en los corazones del que hablaba Buenaventura Durruti. Finalmente, el infierno. La violencia de orígenes contradictorios, complejos y a menudo inexplicables (al fin y al cabo, la violencia es uno de los comportamientos más inexplicables y arbitrarios, el corazón de las tinieblas del ser humano que nos descubría Joseph Conrad). Un libro escrito sin prejuicios, con un tratamiento exquisito y sensible, sin caer en ninguna de las trampas con las que los hechos del pasado nos provoca a los historiadores a la hora de abordar hechos casi nunca comprensibles desde la razón.

Ciertamente, el desconcertante verano del 36 fue un jardín de las delicias, expresado como el cuadro del Bosco. Con su belleza absoluta y su dramatismo terrible. Quizá por ello aquellos días resulten tan inquietantes e intranquilizadores, tanto para quienes lo vivieron como para sus descendientes. Al fin y al cabo, todos somos herederos de aquel verano pésimamente explicado. Quizá por todos ello, persista este miedo a la memoria que nos ha llevado al error de intentar ocultar o deformar unos hechos absolutamente trascendentes para nuestro presente.

Todo libro de historia, todo intento por analizar el pasado, no deja de ser una mirada desde el presente que se proyecta hacia el futuro. Miquel Izard, sospecho, es del todo consciente. Y por ello, en una fértil jubilación se siente en la obligación de hacer lo que siempre ha hecho fantásticamente. Trasladar sus experiencias, vivencias y conocimientos a las nuevas generaciones. Y haciendo honor a otro de los libros de referencia con el cual existen numerosos paralelismos, el monumental trabajo de Ronald Fraser Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, Miquel Izard nos pide Que lo sepan ellos y no lo olvidemos nosotros.

 

Girona, noviembre de 2011

 

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