Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

9 de maig de 2008
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Pom d’articles (8)

I per acabar amb textos que he llegit aquests dies al voltant del dia del Llibre i la Lectura us vull deixar els tres següents:

¿Para qué tanto leer?

VICENTE VERDÚ

 

EL
PAÍS  –  Sociedad – 26-04-2008

 

IDA Y VUELTA
De una biblioteca a otra

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

 

BABELIA
– 03-05-2008

 

Castillos en el aire

SUSANA FORTES

 

EL
PAÍS – 03-05-2008

PD: També us vull dir que el bloc que tenia paralitzat al BLOGGER i que, segons l’amic Toni de l’Hostal (nét), era en broma -la veritat és que li ho vaig dir jo així- l’he tornat a reprendre des de fa uns dies. Encara que l’he enllaçat, us vull dir que l’he rebatejat com a “DE TOT UN POQUET” i ací el podreu trobar.

¿Para qué tanto
leer?

VICENTE VERDÚ

 

EL PAÍS  –  Sociedad –
26-04-2008

El libro constituye un bien tan
significativo de una determinada cultura que esperar a que se lea cuando su
sistema desaparece es lo mismo que reclamar que perviva una hormiga sobre una
superficie de alquitrán. La vida de la hormiga es tan improbable en la Gran Vía como la vida del
libro es exigua en el angosto y hasta alicatado ocio de la cotidianidad

El insecto
queda exterminado sin infligirle un mal directo, pero no se reproducirá en la
ciudad. Igualmente, el fin del libro y su lectura no proceden, en especial, de
la educación deficiente, la impericia de las editoriales o una siembra de
cizaña (¿televisión?, ¿videojuegos?) que lo matan directamente y de raíz.
Simplemente, la lectura va a menos porque no encuentra suelo donde arraigar ni
espacio donde esponjarse.

La
actualidad del mundo, la realidad de los intervalos de trabajo y tiempo libre,
coinciden con una disponibilidad para leer tendente a cero. Y no se diga ya
para leer a fondo. Los momentos en que aún se lee se obtienen de intersticios
de una construcción cuya fachada central repele lo libresco como materia ajena
a su iluminación natural. Se lee, efectivamente, en los cantones del sistema,
en los estrechos itinerarios de transporte público, en los puentes o en las
vacaciones, en los tiempos muertos.

Todo
tiempo oreado y candeal se ocupa, generalmente, en otros gozos, sean los
viajes, el sexo, Internet, las copas, los juegos en las pantallas, las cenas o
los cines. ¿Tiempo para leer? Quien lee se extrae literalmente de la cadena
nutricional reinante para insertarse en un nicho marginal. Todo lector, y tanto
más cuanto más lo es, traza su fuga y, a su pesar, se convierte en fugitivo de
la contemporaneidad.

Efectivamente,
los lectores de Harry Potter y otros best sellers internacionales no
abandonan el reino, pero ¿quién puede decir que encarnan al profundo lector?
Son lectores mutantes que como la presunta clase de himenópteros futuros
hallará albergue en el asfalto. No ya en la fisura del asfalto sino en el mismo
piso puesto que esta tipología no alude a un lector convicto, sino al libro de
recreo importado de lo audiovisual. Son lectores de letras pero no letrados,
siguen la línea de la página pero según los patrones del hilo cinematográfico o
del musical.

El resto,
los lectores conspicuos que aún permanecen, son hoy trabajadores autónomos,
artistas profesionales, jubilados, impedidos, enfermos, críticos literarios,
editores, directores de colección, traductores, autores. Fuera de ese ejército
marcado y en declive creciente, apenas unas unidades más pueden sumarse al
mundo lector.

Los
libros, infantiles, juveniles, de autoayuda, de intriga, de salud, de consejos
prácticos, de empresa, de texto, etcétera, componen la mayoría del tonelaje que
trasladan todavía los contenedores del sector editorial y que pronto serán
reemplazados masivamente por la superior eficiencia de las pantallas. No hay
ocasión, pues, para complacerse en los libros literarios o en los libros del
saber, ni tampoco una razón firme para confiar en su ventaja utilitaria.

En
consecuencia, toda lectura de El Quijote con el ánimo de propagar la
lectura como signo de salvación social no será sino la chusca representación de
una función agotada y la teatralización de la impotencia. No se lee por El
Quijote, no se lee siquiera por consejo o ejemplo de los padres, se lee
cuando el bocado de tiempo que pertenece al libro procura sabrosas y efectivas
sensaciones de placer. Sin embargo, para ello no basta cualquier tiempo
marginal, contaminado o intersticial, ni tampoco el tiempo urgido o el
intervalo fatigado del fin del día. Quienes leemos y leen el libro no se
alistan entre quienes se integran más y mejor, sino entre los que añoran ese
producto que aprendieron saludablemente a paladear.

¿Escuelas
gastronómicas para la lectura? Todas las escuelas gastronómicas se dirigen a
acrecentar la variedad de los restaurantes, esos espacios donde efectivamente
el mundo joven acude con insólita frecuencia y cuyo disfrute pertenece de pleno
derecho a los entretenimientos de esta cultura reinante que atiende, en sus
acortados tiempos libres, a las benditas sensaciones del cuerpo y no a los
enrevesados ejercicios que a menudo exige la degustación mental.

www.el boomeran.com.

 

IDA Y VUELTA
De una biblioteca a otra

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

 

BABELIA
– 03-05-2008

Una biblioteca pública no es sólo un lugar para el conocimiento
y el disfrute de los libros: también es uno de los espacios cardinales de la
ciudadanía. Es en la biblioteca pública donde el libro manifiesta con plenitud
su capacidad de multiplicarse en tantas voces como lectores tengan sus páginas;
donde se ve más claro que escribir y leer, dos actos solitarios, lo incluyen a
uno sin embargo en una fraternidad que se basa en lo más verdadero y lo más
íntimo que hay en cada uno de nosotros y que no tiene límites en el espacio ni
en el tiempo. La lectura, los libros, empezaron siendo privilegio de unos
pocos, herramientas de poder y de control de las conciencias. La imprenta, al permitir
de pronto la multiplicación casi ilimitada de lo que antes era único y difícil
de copiar, hizo estallar desde dentro la ciudadela hermética de las palabras
escritas, alentando una revolución que empezó por reconocer en cada uno el
derecho soberano a leer la
Biblia en su propia lengua y en la intimidad de su casa, sin
la mediación autoritaria de una jerarquía. Gentes que leían libros albergaron
ideas inusitadas: que el mérito y el talento personal y no el origen
distinguían a los seres humanos; que todos por igual tenían derecho a la
instrucción, a la libertad y a la justicia.

La escuela pública, la biblioteca
pública, son el resultado de esas ideas emancipadoras: también son su
fundamento. Con egoísmo legítimo uno compra un libro, lo lee, lo lleva consigo,
lo guarda en su casa, vuelve a leerlo al cabo de un tiempo o ya no lo abre
nunca. En la biblioteca pública el mismo libro revive una y otra vez con cada
uno de los lectores que lo han elegido, multiplicado tan milagrosamente como
los panes y los peces del evangelio: un alimento que nutre y sin embargo no se
consume; que forma parte de una vida y luego de otra y siendo el mismo palabra
por palabra cambia en la imaginación de cada lector. En la librería no todos
somos iguales; en la biblioteca universitaria el grado de educación y la
tarjeta de identidad académica establecen graves limitaciones de acceso; sólo
en la biblioteca pública la igualdad en el derecho a los libros se corresponde
con la profunda democracia de la literatura, que sólo exige a quien se acerca a
ella que sepa leer y sea capaz de prestar una atención intensa a las palabras
escritas. En el reino de la literatura no hay privilegios de nacimiento ni
acreditaciones oficiales, ni jerarquías de ninguna clase ante las que haya que
bajar la cabeza: nadie tiene la obligación de leer una determinada obra
maestra; y no hay libro tan difícil que pueda ser inaccesible para un lector
con vocación y constancia. Pomposos catedráticos resultan ser lectores ineptos:
cualquier persona con sentido común es capaz de degustar las más delgadas
sutilezas de un libro. En el cuarto de trabajo o de estudio con frecuencia uno
está demasiado solo: en la biblioteca pública se disfruta un equilibrio
perfecto entre el ensimismamiento y la compañía, entre la quietud necesaria
para la lectura y la grata conciencia de la vida real que sigue sucediendo a
nuestro alrededor.

Los barrios de Nueva York están
punteados de sucursales de la gran Biblioteca Pública de la Quinta Avenida. El
edificio central tiene una escala imponente: los mármoles, la escalinata, las
columnas, los dos grandes leones benévolos. Las bibliotecas de barrio son mucho
más modestas en apariencia, pero no esconden menos tesoros, y son igual de
acogedoras. La que yo visito casi cada mañana está en una zona de pequeños
negocios puertorriqueños, de peluquerías rancias de caballeros, de puestos de
frutas del Caribe, de casas de comidas baratas que tienen nombres como La Caridad o La Flor de Mayo. El trámite para
hacerse socio dura unos cinco minutos y es gratis. Con su tarjeta uno puede
solicitar cualquier libro, disco o película y en unos pocos días le avisarán de
que puede ir a recogerlo. Pero para entrar en la biblioteca y pasarse en ella
las horas no hace falta ni siquiera una acreditación, en una ciudad donde hay
tantas barreras de seguridad que puede ser tan inhóspita para el que no tiene
dinero. A mi alrededor, en las otras mesas de la biblioteca, hay universitarios
obsesivos que han venido a estudiar y jubilados que leen tranquilamente el
periódico, un chico que mueve la cabeza y los hombros al ritmo de la música que
escucha en el iPod mientras sonríe para sí leyendo una novela gráfica, una
muchacha asiática sumergida en una biografía de Virginia Woolf, una abuela a la
que una empleada le enseña con ilimitada paciencia cómo acceder a su cuenta de
correo electrónico en la fila de ordenadores de la sala, una mujer demente que
se ha sentado cerca de mí dejando caer sobre la mesa, como si fuera una lápida,
un diccionario enorme de psiquiatría.

Yo leo, trabajo, miro el correo,
escribo alguna postal, gustosamente solo y a la vez acompañado, mecido por el
rumor cauteloso de la gente. Vengo a trabajar en una biblioteca pública y me
acuerdo siempre de la primera que conocí, en la que empecé a educarme, tan
lejos ahora y tan presente en la memoria, la biblioteca municipal de Úbeda, que
descubrí cuando tenía unos doce años. La mirada infantil, como la poesía épica,
agranda los lugares, magnifica las cosas: yo nunca había visto salas tan
grandes, estanterías llenas de libros que llegaban a los techos, sumergidas
parcialmente en una penumbra en la que brillaban con intensidad misteriosa las
lámparas bajas sobre las mesas de lectura. En cualquier otro lugar mis deseos y
mis aficiones estaban limitados por la falta de dinero: en la biblioteca yo era
un potentado. Fuera de allí las cosas pertenecían a alguien, casi siempre a
otro: en la biblioteca eran mías y a la vez de todos. No existe mejor escuela
de ciudadanía.

Sin aquella biblioteca hoy yo no
estaría en ésta. Y como ahora las palabras pueden viajar tan instantáneamente
como vuelven a la conciencia las imágenes del pasado remoto, cuando abro el
portátil para mirar el correo encuentro un manifiesto en defensa de la
biblioteca municipal de Úbeda, dañada por el abandono, por esa idea festera y
despilfarradora que tiene cualquier política cultural en España, donde no hay
límite para el gasto público a condición de que éste sea superfluo. Cualquier
municipio español gasta millones en contratar artistas de moda o alentar paletadas
vernáculas: pero en una pequeña biblioteca no hay dinero para comprar libros, y
si lo hubiera no quedaría espacio donde mostrarlos; cada vez existirá menos la
posibilidad de que alguien encuentre en ella el refugio y la iluminación de los
libros; de que un niño fantasioso entre en la biblioteca pública como Simbad en
la gruta del tesoro. Pongo mi firma al pie de ese manifiesto de ciudadanos
ilustrados y por un momento la lejanía no existe y la mesa de lectura en la que
estoy sentado pertenece a aquella biblioteca que no he pisado en tantos años. –

 

Castillos en el aire

SUSANA FORTES

 

EL
PAÍS – 03-05-2008

“He construido castillos en el aire tan hermosos que me
conformo con sus ruinas”, escribió Jules Renard el día 2 de junio de 1890.
Todo su diario está lleno de chispazos como este. Para él tocar una frase era
como tocar un arma de fuego. Y es que a veces la escritura se convierte en una
búsqueda febril de lo que no nos sucede en la vida. Son muchas las personas que
eligen esta forma de elevación sin necesidad de ser poetas ni seres
privilegiados. Porque leer también es una manera de levantar con palabras un
castillo en el aire donde poder vivir.

Si a media mañana una va paseando
entre las casetas de la Fira
del Llibre, en esa especie de campamento comanche levantado en los jardines de
Viveros, es como si en realidad caminara por una ficción, porque está
deambulando entre itinerarios de novelas. En uno de uno de esos caminos podemos
encontrarnos con Nabokov condenado en su propio infierno ante la visión de la
axila de una pelirroja en el metro, o podemos llegar a Nueva York y entrar en
un local de baile para conocer a un muchacho irlandés que intenta que le sirvan
un trago falseando su edad, y podemos incluso pasar por la carretera de Sintra
en un Chevrolet mientras una niña que sueña con príncipes nos envía un beso
volado, como en el poema de Pessoa.

Hay algo profundamente democrático en
ese batiburrillo de títulos en el que se mezclan los autores vivos con los
clásicos, las novedades de última hora con obras de otras temporadas, los best-sellers
y sus juegos del ángel, con títulos de culto, las editoriales grandes y las
pequeñas. Un desorden vibrante y lleno de misterio que tiene también algo de
ofrecimiento sensual, porque los libros se dejan al alcance de la mano para que
puedan ser tocados y acariciados por todo aquel que quiera demorarse entre sus
páginas: Corazón de tango, Mira si yo te querré, No digas que fue un
sueño…

Hay una edad en que el efecto de la
lectura sobre la imaginación solo es comparable al de un amor reciente.
Deambular entre los puestos de libros es un ritual que tiene que ver con el
deseo y la curiosidad, que son los fundamentos de cualquier gran pasión. Y las
pasiones son para vivirlas. Del mismo modo que no se puede racionalizar el
amor, tampoco se puede explicar por qué algunos libros se han convertido en el
patrimonio más preciado de la humanidad. Ya me dirán ustedes qué puede haber de
ejemplarizante en un lector autista y lírico de novelas de caballería que va
por el mundo confundiendo molinos con gigantes, o en un hombre que se despierta
una mañana transformado en un escarabajo o en un niño consentido y mal criado
que un día pone el canon literario patas arriba porque su madre no acude a
darle un beso de buenas noches. Nadie en su sano juicio podría explicar por qué
esos libros han llegado a ser nuestro tesoro más preciado. Sin embargo, está
claro que el mundo sin esas historias sería del todo inhabitable. Y ese es el
gran misterio del asunto, algo que se queda siempre fuera de las campañas
institucionales de fomento de la lectura, porque si para algo sirve leer, no es
desde luego para descubrir la gran verdad sobre la vida, ni para llegar más
lejos, ni para ser más culto, sino para levantar castillos en el aire, como
escribió Jules Renard, y si vienen mal dadas, soñar entre sus ruinas.





 


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