Ací teniu uns pocs articles de premsa escrita. N’hi ha un que sé que li agradarà a una persona que em llig habitualment. Bona nit.
El PP, en busca de la emancipación
Rajoy se vio obligado en la anterior legislatura a mantener al equipo de Aznar para no reconocer los errores del 11-M. Hoy, su intento de virar al centro, como Aznar en 1996, es visto por sectores del PP como una traición
JOAN B. CULLA I CLARÀ
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EL PAÍS – Opinión – 27-05-2008
Martini pide la reforma de la Iglesia
El influyente cardenal elogia a Lutero, defiende el debate sobre el celibato y la ordenación de mujeres y reclama una apertura del Vaticano en materia de sexo
JUAN G. BEDOYA – Madrid
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EL PAÍS – Sociedad – 25-05-2008
IDA Y VUELTA
El mar de las postales
ANTONIO MÚÑOZ MOLINA
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BABELIA – 24-05-2008
El PP, en busca de la emancipación
Rajoy se vio obligado en la anterior legislatura a mantener al equipo de Aznar para no reconocer los errores del 11-M. Hoy, su intento de virar al centro, como Aznar en 1996, es visto por sectores del PP como una traición
JOAN B. CULLA I CLARÀ
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EL PAÍS – Opinión – 27-05-2008
El 15 de marzo de 2000, todavía meciéndose en la euforia de la mayoría absoluta conquistada tres días atrás, el entonces vicesecretario general del Partido Popular y director de la exitosa campaña electoral de Aznar, Mariano Rajoy, se refirió a la delicada situación del PSOE, derrotado y descabezado tras la dimisión de Joaquín Almunia: “Son momentos difíciles que pasan todos los partidos. A nosotros nos tocó hace años y nos volverá a tocar Dios sabe cuándo. Deben (los socialistas) darle vueltas para no equivocarse”.
Bien, todo hace pensar que el “Dios sabe cuándo” es ahora. Efectivamente, en las más de tres décadas de historia que el hoy llamado Partido Popular acumula a sus espaldas no es fácil encontrar crisis internas de la gravedad de la que se manifiesta estos días. Puestos a buscar antecedentes, aparecen apenas dos. El primero tuvo lugar durante el otoño de 1978 cuando, en las postrimerías del debate constitucional, la cúpula de Alianza Popular se partió por la mitad entre los pragmáticos que, capitaneados por Manuel Fraga, deseaban incorporarse de lleno al incipiente marco democrático, y los integristas de derechas (los Gonzalo Fernández de la Mora, José Martínez Emperador, Federico Silva Muñoz…) que rechazaban la Carta Magna porque ésta no hacía referencia a Dios, incluía el nefando término nacionalidades, etcétera. Ya por entonces algunos exaltados tacharon a Fraga de traidor, pero la ruptura afectó poco a las modestas bases aliancistas de la época, y la crisis fue en último término positiva para AP, pues le permitió desprenderse de la ganga ultraderechista que la lastraba.
La otra gran revuelta intestina contra el aparato partidario estalló, tras larga incubación, a mediados de 1988, tuvo como blanco el frágil liderazgo de Antonio Hernández Mancha y culminó en enero siguiente con el eclipse de éste ante el imparable retorno de Manuel Fraga, consagrado por el 9º Congreso de AP. Conviene precisar que, durante aquellos meses de cuchillos largos, ni el peor de sus enemigos acusó a Mancha de traición o heterodoxia doctrinal; sólo de ligereza, inconsistencia, inmadurez o amiguismo. Aquélla fue, por otra parte, una crisis atípica, pues el ariete de quienes querían descabalgar al “presidente nacional” era, nada menos, el padre del partido o, por decirlo con palabras de Federico Trillo, “el dueño del inmueble”: Fraga. La operación consistió, por tanto, en desalojar a unos intrusos y restablecer el orden natural y legítimo de las cosas.
Según es sabido, la desembocadura de aquel proceso de “refundación” tuvo lugar en Sevilla en marzo-abril de 1990, cuando José María Aznar López recibió del 10º Congreso del Partido Popular una autoridad omnímoda que iba a ejercer sin cortapisas durante casi tres lustros. Como hacen todos los poderes, también el aznarismo quiso realzarse a posteriori cargando las tintas sobre la situación heredada. El Congreso de Sevilla -explicaría más adelante Francisco Álvarez Cascos- acabó “con el fulanismo, las camarillas, las facciones y las divisiones, el monólogo y el autismo, las filtraciones, el autoritarismo, el aislamiento nacional del partido y el centralismo dogmático”. Y bien, ¿qué ha ocurrido para que, 18 años después, el PP haya recaído, casi palabra por palabra, en el cuadro clínico tan crudamente descrito por el vehemente político asturiano?
Naturalmente, esa pregunta no tiene una respuesta simple ni unívoca. De todos modos, y a mi juicio, el origen remoto de la crisis actual se sitúa, como la referencia que abría este artículo, tras la obtención de la mayoría absoluta, en marzo de 2000. La amplitud de aquel triunfo hizo creer a los dirigentes populares que tenían por delante al menos una década de hegemonía, desató la prepotencia del Gobierno -favorecida, además, por la coyuntural debilidad de la oposición socialista- e indujo a un Aznar liberado de las ataduras de Pujol a fijar como objetivo estratégico de la legislatura la neutralización política de los nacionalismos periféricos, con especial empeño y particular encono contra el nacionalismo vasco.
Ése fue -y no deberíamos olvidarlo- el contexto en el que tuvo lugar la investidura sucesoria de Mariano Rajoy. Un contexto no ya de enfrentamiento político-electoral, sino de criminalización moral del Partido Nacionalista Vasco (PNV) y, por analogía, de todas las fuerzas que cuestionasen el concepto uninacional de España. Un contexto en el que, a cada nuevo asesinato etarra, aumentaba dentro o cerca del PP el predicamento de las voces tanto individuales como colectivas (María San Gil, Jaime Mayor Oreja, Carlos Iturgaiz, el Foro de Ermua, Basta Ya, la Asociación de Víctimas del Terrorismo…) que habían hecho del combate contra cualquier nacionalismo distinto del español su razón de ser. Un contexto en el cual el Gobierno y el partido de Aznar tendían a situar a adversarios, críticos y contraopinantes ante un dilema perverso: o con la Constitución (interpretada por el PP), o con ETA.
Si el Partido Popular no hubiese sido prisionero de esta lógica, de esta obsesión antinacionalista, los atentados del 11 de marzo de 2004 no habrían arruinado sus expectativas electorales ni cerrado a Mariano Rajoy las puertas de La Moncloa. Pero las trágicas circunstancias de aquella derrota iban a tener para el aspirante pontevedrés otros efectos nocivos. Le obligaron a navegar durante toda la legislatura con una tripulación heredada, porque sustituir a sus primeros oficiales (Zaplana, Acebes, Astarloa y compañía) hubiera supuesto reconocer errores o culpas en la gestión informativa del 11-M. Forzado, pues, a sostenella y no enmendalla -tanto en relación a las bombas de Atocha como respecto de la cuestión territorial y los nacionalismos periféricos-, el partido de Rajoy (¿era en verdad el suyo?) devino cada vez más rehén de ciertos medios de comunicación que le dictaban la agenda y el discurso, le organizaban las manifestaciones antigubernamentales y mantenían al núcleo duro de la militancia enganchado a las teorías conspiranoicas acerca de la matanza en los trenes. Todo ello, con el explícito aval de Aznar y entre desdenes y puyas sobre la falta de agresividad y de cuajo de maricomplejines Rajoy.
Se diría que éste quiso apurar el cáliz hasta las heces, o someter la estrategia del integrismo moral e identitario (contra las bodas homosexuales, contra la Educación para la Ciudadanía, contra el Estatuto catalán…) al test irrefutable de unas urnas sin bombas. El pasado 9 de marzo, esas urnas se abrieron y dibujaron, tras cuatro años de movilización, el techo alto pero insuficiente de la derecha integrista, centrípeta, aislada y hosca. Y Mariano Rajoy, tras algunas dudas, decidió seguir al frente del PP, pero esta vez con tripulantes de confianza y su propia carta de navegar. ¿Para adentrarse en las procelosas aguas de la traición y del entreguismo? No parece. Más bien para darse la posibilidad de hacer, llegado el caso, lo mismo que hizo en su día José María Aznar: virar tácticamente al centro y entenderse con el PNV y con Convergència i Unió. ¿O es que hemos olvidado ya sobre qué vigas levantó el PP, desde 1996, su mayoría absoluta de 2000? Pues sobre pactos del Majestic, sobre figuras como las de Rodrigo Rato o Josep Piqué y sobre cálidos almuerzos entre Álvarez Cascos y Xabier Arzalluz.
Ahora, sin embargo, presuntas intenciones de este tipo -presuntas, porque ninguna ponencia, ningún documento público las explicita- son presentadas como actos de quintacolumnismo, de connivencia con el enemigo. Y un clásico combate intrapartidario por el poder entre ambiciones encontradas se disfraza de cruzada ética, de lucha por los principios. Con una singularidad: el papel que, como guardianes de esos principios, se arrogan un diario, una cadena radiofónica y, detrás de ésta, algunos jerarcas eclesiásticos.
Durante la primera década del posfranquismo, fueron comunes los intentos de determinados poderes patronales o bancarios de tutelar mediante préstamos, avales y donativos a los distintos partidos de centro y derecha (AP, UCD, PDP, CDS, PRD…), de dictarles alianzas y hasta imponerles liderazgos. Si, además de salvar su cabeza política, Mariano Rajoy consiguiera ahora emancipar al PP de la tutela moral de ciertos liberales a lo Torquemada, Mazarinos de secano y otros aprendices de brujo, todos los demócratas le deberíamos gratitud por ello.
Martini pide la reforma de la Iglesia
El influyente cardenal elogia a Lutero, defiende el debate sobre el celibato y la ordenación de mujeres y reclama una apertura del Vaticano en materia de sexo
JUAN G. BEDOYA – Madrid
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EL PAÍS – Sociedad – 25-05-2008
“La Iglesia debe tener el valor de reformarse”. Ésta es la idea fuerza del cardenal Carlo Maria Martini (Turín, 1927), uno de los grandes eclesiásticos contemporáneos. Con elogios al reformador protestante Martín Lutero, el cardenal le pide a la Iglesia católica “ideas” para discutir hasta la posibilidad de ordenar a viri probati (hombres casados, pero de probada fe), y a mujeres. También reclama una encíclica que termine con las prohibiciones de la Humanae Vitae, emitida por Pablo VI en 1968 con severas censuras en materia de sexo. El cardenal Martini ha sido rector de la Universidad Gregoriana de Roma, arzobispo de la mayor diócesis del mundo (Milán) y papable. Es jesuita, publica libros, escribe en los periódicos y debate con intelectuales. En 1999 pidió ante el Sínodo de Obispos Europeos la convocatoria de un nuevo concilio para concluir las reformas aparcadas por el Vaticano II, celebrado en Roma entre 1962 y 1965. Ahora vuelve a la actualidad porque se publica en Alemania (por la editorial Herder) el libro Coloquios nocturnos en Jerusalén, a modo de testamento espiritual del gran pensador. Lo firma Georg Sporschill, también jesuita.
Sin tapujos, lo que reclama Martini a las autoridades del Vaticano es coraje para reformarse y cambios concretos, por ejemplo, en las políticas del sexo, un asunto que siempre desata los nervios y las iras en los papas desde que son solteros.
El celibato, sostiene Martini, debe ser una vocación porque “quizás no todos tienen el carisma”. Espera, además, la autorización del preservativo. Y ni siquiera le asusta un debate sobre el sacerdocio negado a las mujeres porque “encomendar cada vez más parroquias a un párroco o importar sacerdotes del extranjero no es una solución”. Le recuerda al Vaticano que en el Nuevo Testamento había diaconesas.
Son varios los periódicos europeos que ya se han hecho eco de la publicación de Coloquios nocturnos en Jerusalén, subrayando la exhortación del cardenal a no alejarse del Concilio Vaticano II y a no tener miedo de “confrontarse con los jóvenes”.
Precisamente, sobre el sexo entre jóvenes, Martini pide no derrochar relaciones y emociones, aprendiendo a conservar lo mejor para la unión matrimonial. Y rompe los tabúes de Pablo VI, Juan Pablo II y el papa actual, Joseph Ratzinger. Dice: “Por desgracia, la encíclica Humanae Vitae ha tenido consecuencias negativas. Pablo VI evitó de forma consciente el problema a los padres conciliares. Quiso asumir la responsabilidad de decidir a propósito de los anticonceptivos. Esta soledad en la decisión no ha sido, a largo plazo, una premisa positiva para tratar los temas de la sexualidad y de la familia”.
El cardenal pide una “nueva mirada” al asunto, cuarenta años después del concilio. Quien dirige la Iglesia hoy puede “indicar una vía mejor que la propuesta por la Humanae Vitae”, sostiene.
Sobre la homosexualidad, el cardenal dice con sutileza: “Entre mis conocidos hay parejas homosexuales, hombres muy estimados y sociales. Nunca se me ha pedido, ni se me habría ocurrido, condenarlos”.
Martini aparece en el libro con toda su personalidad a cuestas, de una curiosidad intelectual sin límites. Hasta el punto de reconocer que cuando era obispo le preguntaba a Dios: “¿Por qué no nos ofreces mejores ideas? ¿Por qué no nos haces más fuertes en el amor y más valientes para afrontar los problemas actuales? ¿Por qué tenemos tan pocos curas?”
Hoy, retirado y enfermo -acaba de dejar Jerusalén, donde vivía dedicado a estudiar los textos sagrados, para ser atendido por médicos en Italia-, se limita a “pedir a Dios” que no le abandone.
Además del elogio a Lutero, el cardenal Martini desvela sus dudas de fe, recordando las que tuvo Teresa de Calcuta. También habla de los riesgos que un obispo tiene que asumir, en referencia a su viaje a una cárcel para hablar con militantes del grupo terrorista Brigadas Rojas. “Los escuché y rogué por ellos e incluso bauticé a dos gemelos hijos de padres terroristas, nacidos durante un juicio”, relata.
“He tenido problemas con Dios”, confiesa en un determinado momento. Fue porque no lograba entender “por qué hizo sufrir a su Hijo en la cruz”. Añade: “Incluso cuando era obispo algunas veces no lograba mirar un crucifijo porque la duda me atormentaba”. Tampoco lograba aceptar la muerte. “¿No habría podido Dios ahorrársela a los hombres después de la de Cristo?” Después entendió. “Sin la muerte no podríamos entregarnos a Dios. Mantendríamos abiertas salidas de seguridad. Pero no. Hay que entregar la propia esperanza a Dios y creer en él”.
Desde Jerusalén la vida se ve de otra manera, sobre todo las parafernalias de Roma. Martini lo cuenta así: “Ha habido una época en la que he soñado con una Iglesia en la pobreza y en la humildad, que no depende de las potencias de este mundo. Una Iglesia que da espacio a las personas que piensan más allá. Una Iglesia que transmite valor, en especial a quien se siente pequeño o pecador. Una Iglesia joven. Hoy ya no tengo esos sueños. Después de los 75 años he decidido rogar por la Iglesia”.
Nunca más el ‘error Galileo’ |
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IDA Y VUELTA
El mar de las postales
ANTONIO MÚÑOZ MOLINA
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BABELIA – 24-05-2008
Soy ese hombre de edad intermedia que escribe postales detrás del ventanal de un café, en medio de gente casi siempre más joven absorta en pantallas de portátiles blancos. También yo llevo mi portátil conmigo, y antes o después de escribir las postales me sumerjo en él para mirar el correo o para perderme en ese universo instantáneo que está en todas partes y en ninguna parte y en el que todo es accesible pero nada puede olerse o rozarse o tenerse entre las manos. Escribo postales para mis hijos o para algún amigo y a la vez que disfruto de ese hábito soy consciente de mi anacronismo. Pero fui educado para ver y tocar las cosas de cerca, y escribir a mano un nombre querido en el reverso de la postal, pegarle el sello, dejarla deslizarse en el buzón, son placeres a los que no me gusta renunciar, sobre todo cuando pienso que la postal encontrará su camino en la lejanía y dentro de unos pocos días aparecerá en el buzón de alguien que la tenga en sus manos y reconozca la escritura, la fecha y el nombre de la ciudad extranjera en el matasellos.
Un amigo al que le hablo de esta afición me pregunta no sin cierto misterio si no he oído hablar del Metropolitan Postcard Club of New York City, que celebra una de sus dos ferias anuales precisamente el fin de semana, en el hotel New Yorker, un rascacielos art déco de terrazas escalonadas, coronado por un cartel de letras rojas que verían flotando en la bruma del amanecer los viajeros acodados en las barandillas de los transatlánticos. El hotel estaba muy cerca de los muelles y a un paso de la estación de Pennsylvania, con su fachada ingente de columnas clásicas y sus bóvedas interiores con arcos de hierro bajo los que se multiplicaban los relojes. En los años sesenta, con el nuevo auge de la aviación y del transporte por carretera, las compañías ferroviarias y las de viajes transatlánticos fueron a la quiebra y el New Yorker se fue convirtiendo en una decrépita torre babilonia en medio de un paisaje de ruinas. Pennsylvania Station había sido uno de los edificios más nobles de la ciudad: la rapiña de los especuladores se alió eficazmente al desprecio vanidoso de los arquitectos modernos, y aquella estación admirable fue demolida en un acto de vandalismo urbano cuya vergüenza perdura en los horrores que la sustituyeron: una torre cúbica y vulgar de apartamentos, el espantoso cilindro de hormigón gris del Madison Square Garden.
Paso cerca de ellos apartando la vista cuando voy a la feria recóndita del Metropolitan Postcard Club. El hotel New Yorker, que se salvó de la demolición, parece que empieza a recuperarse de la ruina, pero su antiguo lujo sigue siendo un poco tronado, y las moquetas y las molduras doradas lo sumergen a uno en un retroceso en el tiempo. Dos salones enteros ocupa la feria de postales. Y nada más entrar en ella el retroceso en el tiempo se conjuga con la sensación de haber ingresado en un espacio ajeno al mundo exterior, aunque preservado en condiciones menos perfectas que las de una cámara egipcia. Los puestos de postales están tan pegados los unos a los otros que apenas hay sitio para circular entre ellos. Los vendedores oscilan entre la edad ya canosa de los últimos hippies y la ancianidad abiertamente legendaria, casi todos con ese aire rancio y bohemio -no siempre distinguible de la falta de aseo- que es tan habitual en los mercadillos callejeros. Coletas entrecanas, pechos femeninos que omitieron todo trato con el sujetador desde finales de los años sesenta. En cada puesto se alinean las cajas de cartón llenas de postales, separadas en categorías por cartulinas blancas escritas a mano, con los ángulos gastados. El estruendo de alto horno y cadena de montaje de las calles azotadas por el viento y la lluvia y trastornadas por el tráfico en la tarde del viernes es aquí un murmullo tenue amortiguado por el espesor de las moquetas: las voces ávidas y murmuradas de los coleccionistas, el zumbido de sus indagaciones prodigiosamente específicas.
Al cabo de unos minutos la excitación y el mareo de este lugar no son menos agotadores que los de la calle. Poco a poco, el visitante intruso comprueba que ha ingresado en un mundo de una complejidad abrumadora, mínimo y pululante como el de una colonia de insectos que se descubre al levantar una piedra. Cada puesto de postales implica un esfuerzo clasificatorio no muy inferior al que emprendió Buffon en los cuarenta y siete volúmenes de su Historia Natural. Muy pronto se pierden de vista las grandes categorías generales: postales de navegación, de países, de astronomía, de botánica, de guerra, de submarinos, de circos, de ciudades, de gatos, de personajes célebres, de niños. ¿Navegación aérea, marítima, terrestre? ¿Postales de globos o de zepelines? ¿De gatos salvajes, de gatos domésticos, de gatos embalsamados? ¿De barcos de vela, de remo, a motor, de la antigüedad, de pasajeros, de rueda, fluviales, de lago, de África, de contrabando? ¿De forzudos de circo, de enanos, de tragafuegos, de siameses, de siameses varones o siameses hembras, de siameses trapecistas, de enanos casados entre sí, de enanos vestidos con todo tipo de uniformes según se exhibían en la Ciudad de Liliput que pudo verse con gran éxito en la Exposición Universal de París de 1937, la misma del Guernica? ¿De exposiciones universales? ¿De Picasso? Buscando huellas materiales del tiempo anterior a mis recuerdos encuentro postales de transatlánticos, de hoteles y ferrocarriles de los años treinta, postales de un Madrid apaisado con automóviles negros. Pero enseguida me pierdo, como en un zoco, y se me olvida mi propósito, y me sumerjo en una subclasificación de joviales niños fumadores de los años veinte -bebés fumando en pipa, haciendo roscos de humo, sosteniendo cigarrillos- un poco antes de caer en otra que trata de bandidos del siglo XIX, algunos recién descolgados de la horca, otros con un agujero de bala en el pecho, con la voracidad atroz de la fotografía forense.
Hoteles, transatlánticos, estaciones que ya no existen perviven en la memoria frágil de las postales. Pero conmueve más leer lo escrito en el reverso, noticias rápidas sobre una travesía, nombres en cursiva de personas que fueron jóvenes hace setenta o cien años, direcciones a las que llegaron las postales y en las que probablemente no hay nadie que recuerde a quien las recibió, con un estremecimiento de inminencia ante la llamada del cartero. Cuando yo era niño las postales que nos enviaban los parientes viajeros -en la mili, en viaje de novios- traían los colores inauditos del mundo exterior, los azules del cielo de Madrid, los del mar que no habíamos visto, al fondo de paseos con palmeras. Me pierdo en el desvarío de imágenes del Metropolitan Postcard Club imaginando que puedo encontrar de nuevo, restituida por un milagro del azar, en un relámpago del tiempo, una de aquellas postales que despertaron la vocación del viaje con la misma eficacia que las novelas de aventuras y las películas en tecnicolor.
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