Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

28 de juliol de 2008
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UN POQUET DE TOT

Avui dilluns, entre anar a la perruqueria, esperar el ferrer per tal d’instal.lar-me un porta supletòria -o com es diga aquest invent-, lliurar a l’Ajuntament l’escrit per tal que s’adheresca al concert-homenatge a Paco Muñoz el pròxim 16 d’agost a Bocairent, llegir alguna coseta, m’ha passat quasi el dia: ara són les 18h33. El que faré avui és una barreja d’algunes cosetes.

En primer lloc, divendres Rafa Esteve-Casanova escrivia a Levante-EMV l’article Bólidos callejeros. Em va agradar perquè toca el tendre del que ens passa (encara que la gran part no ho vol veure però ja vindrà el moment, ja…) als valencians. Teniu més avall l’article.

Del meu adsl amb patins (marca de Gàlim, vull dir que ha estat ell mateix qui l’ha batejat), què us diré? -com deia Ramon Muntaner-. Cada dia em va pitjor: ara se’m talla quan vol i ahir que volia tallar-lo va seguir connectat més d’una hora -sense saber-ho jo-. Doncs arran d’això i per si algun dia sóc protagonista d’una notícia en què actue de manera semblant a la trama del text de Lorenzo Silva, Servicio de clientes, d’ahir a EL PAÍS, us el deixe més avall.

I finalment, també sabeu de la meua “preferència” pel Soler -del València CF- i pel Vilallonga -exTelefónica i company d’expupitre d’Ansar-. Doncs ahir també a les pàgines d’Opinió d’EL PAÍS amb el títol de SAINETE EN MESTALLA podíem llegir un text curtet però ple de “realitat”. I si no, temps al temps. Ací davall també el teniu.

I per avui ja ho teniu bé. Perquè ja sabeu que Natzari, de l’Olleria, se’m queixa si us recomane textos (i avui en teniu tres).

Bona vesprada.
 

 

RAFA ESTEVE-CASANOVA, BÓLIDOS CALLEJEROS

En Valencia ya está todo preparado para
que dentro de pocos días rujan los motores de los coches de fórmu­la 1,
mezclando sus rugidos con los de las gargantas de los más de ciento
diez mil aficionados que ya tienen su entrada para estar en el Grao de
Valencia el 24 de agosto presenciando la primera carrera urbana de
fórmula 1 en España. Ese día, Rita Barberá, la casi alcaldesa perpetua
de la ciudad, se enfundará en uno de esos vestidos rojos que tanto le
gusta lucir; seguramente, Francisco Camps, esa alegría de la huerta que
preside la Comuni­tat, vestirá de gris para no desentonar con su mejor
característica; y tal vez, sólo tal vez, el cardenal García-Gasco, con
todos sus ornamentos pontificales, acuda a bendecir el evento, pues la
cosa lo merece. Pero quien es seguro que no faltará a la cita es
Alejandro Agag, ese joven tiburón de las finanzas emparentado con aquel
rancio castellano viejo que en tiempos aseguraba hablar catalán en la
in­timidad mientras añoraba sus épocas falangistas. Agag, el yerno de
Aznar, acu­dirá a Valencia junto con su mentor, socio y amigo Eclestone
para vigilar su hacienda, ya que, como dice el refrán, el ojo del amo
engorda el caballo. Y en la fórmula 1 son muchos los caballos, aunque
sean de vapor, que hay que engordar pa­ra poder seguir viviendo a
cuerpo de rey.

En
cierta ocasión, Miguel de Unamu­no, refiriéndose a los valencianos,
dijo aquella frase de «levantinos, os pierde la estética». Yo creo que
a los valencianos más que la estética lo que nos pierde es la
grandilocuencia, el querer hacer todo a lo grande sin reflexionar el
porqué ni el para qué de las cosas y, especial­mente, el querer
aparentar más de lo que se tiene. Y ésta ha sido la tónica polí­tica
desde que el Partido Popular dirige los destinos políticos tanto de la
capital como del País Valencià. Mucho oropel, mucha fantasía, pero como
decimos por estas tierras, «de forment ni un gra». Y esto no es nuevo
en nuestro carácter, ya Blasco Ibáñez lo denunciaba en su novela Arroz
y tartana, y también lo afirma un viejo refrán popular que habla de
«bufar en caldo gelat», en Valencia hay mucha afición a soplar en el
caldo helado para que quien nos mira piense que está ardiendo.

Muchos
de esos miles de espectadores para poder llegar a las tribunas desde
las que presenciarán el espectáculo tendrán que caminar durante diez
minu­tos atravesando el barrio del Cabanyal, esa barriada histórica de
la ciudad con in­finidad de casas modernistas que Rita Barberá se ha
empeñado en hacer desa­p­arecer. Pero estos miles de personas no verán
el espectáculo diario que tienen que soportar los habitantes del
barrio, no verán la degradación urbanística a la que les han condenado
las autoridades ni tampoco los focos de venta de droga que abundan en
la zona, ya se encargarán las autoridades municipales de tapar con
metafóricas lonas esta triste realidad. Recordemos que para la visita
del Papa hace dos años se taparon con lonas algunos solares que daban
mal aspecto al recorrido papal.

Algunos hosteleros valencianos están
frotándose las manos pensando que en agosto harán el ídem con la visita
de tantos aficionados al motor, pero en realidad los que van a hacer
caja con este aconte­ci­miento van a ser unos pocos entre los que cabe
citar a aquellos vecinos que perdonan las molestias del circuito urbano
por los pingües beneficios que van a obte­ner alquilando sus terrazas a
precios desorbitados y algún que otro comisionis­ta. Pero para negocio,
negocio, el que se han montado entre Eclestone y Agag vendiéndonos a
los valencianos no la mo­to, pero sí el bólido, ellos son los que
escucharán embelesados el metálico ruido de las cajas registradoras
cada vez que se abran para guardar los euros obtenidos con la venta de
las entradas y demás prebendas.

Pero no pasa nada, Valencia es así y
la ciudad se ha engalanado con una Ciudad de las Artes y las Ciencias
que, no olvide­mos, fue un proyecto de gobiernos socialistas; tuvimos
una America´s Cup que tal vez no vuelva a celebrarse en Valencia por
ciertas disputas judiciales, una visita del papa Benedicto XVI que no
sabe­mos cuánto costó al erario público, aunque sería bastante, que los
fieles aportaron poco para sufragar los gastos; el Valencia CF, para no
ser menos que el Real Madrid, también ha dado su pelotazo urbanístico y
tendrá un nuevo estadio ahora bajo el atento ojo de Villalonga, aquel
señor que compartía pupitre con Aznar. Y la guinda del pastel es el
circuito urbano, al que pomposamente han bautizado como Valencia Street
Circuit, ya somos como Mónaco y Singapur y lo mismo que por sus calles,
los coches de las cuadras de la F-1 correrán por nuestras calles. Pero
a la vista de la atención que reciben nuestros ancianos, de los niños
que continúan dando clase en barracones por falta de aulas o de la
falta de aplicación de recursos para llevar adelante la Ley de
Dependencia, me temo que estamos alejados de ese primer mundo del
glamour que es el principado monegasco y estamos más cercanos al tercer
mundo del asiático Singapur, con grandes y efectistas edificios en el
centro pero con unos suburbios plenamente tercermundistas. Pero no pasa
nada, Valencia y los valencianos, al menos la mayoría, lo han querido
así y así lo han expresado a la hora de pasar por las urnas, y tal vez
cada pueblo tiene los dirigentes políticos que se merece. Para
entretenernos seguiremos soplando en la cuchara fría para que los demás
crean que sorbe­mos caldo caliente y nutritivo en lugar de agua fría y
sin sustancia ninguna.

* Periodista.

ficciones



SERVICIO DE CLIENTES






LORENZO SILVA



EL PAÍS – 27-07-2008


Nunca debió haberse dejado tentar por aquella oferta. Su difunta madre,
que en gloria estuviera, se lo decía una y otra vez: lo barato acaba
saliendo caro. Y lo peor de todo era que en los demás ámbitos de la
vida se jactaba de no reparar en gastos, para eso tenía un trabajo bien
remunerado y ningún escrúpulo a la hora de emplear el dinero en aquello
que le apetecía.


Por qué demonios, se maldecía ahora, había picado y había atendido el
reclamo del anuncio que le ofrecía banda ancha de Internet (más las
llamadas locales y ya ni recordaba qué otros beneficios) por la mitad
de lo que le venía costando la conexión. Una suma para él irrisoria,
que habría podido seguir satisfaciendo mes a mes sin despeinarse. Por
ahorrarse un mísero puñado de euros, por el prurito estúpido de no
sentirse un pringado que pagaba por algo el doble que otros, ahora se
veía como se veía. No sólo no le funcionaba la conexión, ni ancha ni
estrecha, sino que ni siquiera podía hacer llamadas telefónicas. Tras
diez costosas y exasperantes conversaciones a través del móvil con
otros tantos operadores de diversos acentos, tres números de
reclamación anotados, e incluso un número de reclamación sobre las
reclamaciones, el problema ni siquiera tenía visos de solución. Tres
días sin teléfono y sin Internet, viéndose obligado a meterse en
cibercafés para atender su correo electrónico, le habían ido acercando
al límite de su poca paciencia. Siempre tenía la desagradable sensación
de que el ocupante del puesto contiguo leía de reojo los mensajes que
recibía o que mandaba, y eso era algo que en su oficio no se podía
permitir. A los adolescentes junto a los que se sentaba no les
importaría que cualquiera fisgara en sus banales comunicaciones (no
había más que ver cómo contaban sus intimidades a voces por el móvil),
pero él era un profesional riguroso que manejaba información
confidencial, y le ponía fuera de sí tener que consultarla en público.


Había decidido darles una última oportunidad. Esta vez, se dijo,
hablaría con un responsable, y le exigiría que le atendiera como es
debido. Si no, se ocuparía de hacérselo lamentar. Inició por undécima
vez el penoso trayecto que ya había recorrido en todas las demás
llamadas: dar sus datos personales completos, volver a explicar el
problema, recitar los números de reclamación que hasta allí le habían
asignado, etcétera. Su insistencia y el tono imperioso de su voz
acabaron obrando el milagro: al otro lado apareció un interlocutor sin
acento, que parecía poder hacer algo más que atenerse al argumentario
estándar con que hasta ese momento le habían venido despachando. Le
trasladó su queja por el pésimo funcionamiento del servicio, lo amenazó
con acciones legales por los perjuicios que se le estaban ocasionando y
exigió una respuesta inmediata. Al otro lado de la línea se hizo un
silencio y finalmente se le dio una explicación:


-La red de su zona no soporta la demanda actual. Se ha solicitado la
ampliación, pero es un problema del proveedor de red, que no nos da la
capacidad que le pedimos.


La pregunta le pareció tan obvia como obligada. Y la hizo:


-Entonces, ¿por qué venden el servicio, si no disponen de la capacidad de prestarlo? Es una estafa, ¿no se da cuenta?


-Lo siento, pero eso tendrá que plantearlo al servicio de clientes. Le
transfiero la llamada. Presente una reclamación.


-Ya he presentado tres. Espere, quiero hablar con…


No le dio tiempo a decir más. Sonó un clic en la línea, entró la
musiquilla de la campaña publicitaria de la compañía y un par de
segundos después irrumpió una voz melosa:


-Hola, buenos días, servicio de clientes, le atiende Aleida Muñoz, ¿en qué puedo ayudarle?


Colgó. Ya no aguantaba más aquel cachondeo. Nadie se reía de él
impunemente. Desde joven, siempre que alguien había intentado reírse de
él, se había ocupado de hacérselo pagar. Él solo, sin pedirle ayuda a
nadie. Sin demora. Sin piedad.


Sabía cómo hacerlo, normalmente. Pero en aquella coyuntura a la que el
destino había tenido la crueldad de arrojarlo, no sabía por dónde
hincar el diente. Estaba descartado, desde luego, recurrir al tortuoso
camino que emprendían los ciudadanos probos y pusilánimes: poner una
denuncia ante las autoridades o meterse en un pleito. Él no iba a dejar
que sus asuntos vegetaran durante meses o años, mezclados en un pilón
de papelote con las cuitas de una legión de infelices. Él era un
buscador de atajos, un amante de la inmediatez y la contundencia.


Pasó toda la tarde devanándose los sesos. No durmió esa noche. Por la
mañana, se levantó, se dio una ducha rápida y sin desayunar se fue al
cibercafé para buscar la dirección de la sede de la compañía
telefónica. La anotó con mano frenética en un post-it. Salió de nuevo a
la calle y paró el primer taxi. Al llegar al pie del edificio, se
dirigió sin vacilar hacia la entrada y se plantó con gesto desencajado
ante el mostrador de recepción.


Tenía buena memoria. En su oficio era importante. Pidió ver al hombre
que le había atendido en la última llamada. Era lo más parecido a un
culpable que podía identificar. O por lo menos, alguien en quien podría
tener sentido dar un escarmiento. La recepcionista le preguntó quién
era y de dónde. Aquí dudó por primera vez. No tenía un plan claro. Y
eso también era importante, en su oficio y en la vida en general.
Improvisó una mentira. La recepcionista le pidió que aguardara mientras
hacía una llamada. Al cabo de veinte segundos, se acercaron por su
espalda dos hombres uniformados. No reaccionó con la frialdad que por
su experiencia se le suponía. Y los tipos eran fuertes.


Otro error: llevaba encima el arma que había utilizado en sus últimos
trabajos. Los periódicos titularon así la noticia: “Un sicario buscado
desde hace meses por la policía, detenido cuando iba a reclamar furioso
por un problema con el ADSL”.


Leerla fue un consuelo para miles de clientes humillados.

Sainete en Mestalla








EL PAÍS
 – 
Opinión – 27-07-2008


Un breve resumen de las penalidades del Valencia Club de Fútbol durante
los últimos dos meses relataría más o menos lo siguiente: el
propietario de la mayoría de las acciones, Juan Soler, contrató a Juan
Villalonga como gran gestor y administrador del club, cuyas cuentas
presentan un déficit faraónico e irreductible; Villalonga llegó, tomó
decisiones aparatosas, si no desatinadas -por ejemplo, desautorizar al
entrenador recién fichado o cambiar al director deportivo- y sembró la
inquietud entre jugadores, técnicos y seguidores; a continuación,
Villalonga informó de que el club tenía una deuda de casi 800 millones
de euros; el ex presidente de Telefónica se declara dispuesto a pagar a
Soler casi 77 millones de euros por las acciones de Soler; éste acepta,
pero después, entre rayos, truenos y centellas, despide a Villalonga,
al que llama “mentiroso”, y anuncia que vende las acciones a Vicente
Soriano, segundo accionista del club y con quien, al parecer, se trata
poco. Al lado de este delirio, cualquier película de los hermanos Marx
parece una obra de cámara de Ingmar Bergman.


Lo mejor del caso es que el juguete cómico quedará impune: Villalonga
se irá, quizá humillado y ofendido, pero probablemente indemnizado,
Soriano se quedará con el club, Soler con el dinero de la venta y la
deuda se quedará en el Valencia. De la encrucijada de disparates se
deduce, en primer lugar, que la conversión de los clubes en sociedades
anónimas no ha introducido un ápice de racionalidad en su gestión y que
largos años de fiascos financieros enladrillados -véase el caso Gil-,
deudas a jugadores o vodeviles sonrojantes como el de Valencia no han
conseguido que las autoridades deportivas articulen intervenciones
legales para casos de emergencia.



Si existe una Federación Española de Fútbol, que se manifieste ya; si
hay accionistas perjudicados o avergonzados, que activen las vías
legales para investigar cuál es la deuda real del Valencia, quién o
quiénes la han provocado y quién o quiénes tienen que enjugarla; si no
hay ni federación, ni accionistas, ni autoridad competente a la vista,
que la ONU envíe cascos azules para ocupar Mestalla. Mejor que Soler y Villalonga seguro que lo hacen.




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