Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

14 de febrer de 2008
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El dia 1 de febrer vaig llegir tres articles

a EL PAÍS. El primer era de Jordi Soler, La ignorancia. El segon, una part de l’editorial del dia, Los obispos i el voto. I el tercer, de Soledad Gallego-Díaz, Negligencia Legislativa. Tots tres eren i segueixen essent interessants perquè giren al voltant de tres preocupacions: el nivell cultural de la nostra societat, la participació de la CEE en la campanya electoral i el cas Lamela. Ací els teniu:

La ignorancia

Jordi Soler

 

EL
PAÍS  –  Opinión – 01-02-2008

Hace unos meses, atrapado en la vorágine de un festival
literario, visité en cinco días cinco ciudades francesas. En cada una,
siguiendo el itinerario del maratón que me habían programado, asistía en la
mañana a un lycée, donde daba una charla para un grupo de alumnos que
habían leído con anticipación mi libro; y por la tarde me sometía a una
presentación formal, en alguna librería de la ciudad. Lo del lycée era
una de esas oportunidades que no podemos perder los novelistas, porque
conseguir el interés de un muchacho de 13 años significa cultivar un lector
que, en el más afortunado de los casos, irá leyendo tus siguientes libros; esto
además del privilegio que supone intercambiar puntos de vista con gente tan
joven.

(segueix més avall)

El libro que iba presentando de
ciudad en ciudad, en aquel maratón francés, es una novela sobre la Guerra Civil y el
exilio en México, un tema que yo suponía ajeno para los alumnos franceses,
porque cuando he ido con este mismo libro por institutos de España,
invariablemente he tenido que comenzar por explicarle a los alumnos, en grandes
y desesperados trazos, las generalidades de esa guerra en la que pelearon sus
bisabuelos o abuelos, y cuya sombra oscureció la infancia de sus padres y
debería, como mínimo, matizar la de ellos. Pero resulta que, para mi sorpresa,
los alumnos de los cinco colegios franceses que visité conocían perfectamente
la historia de la Guerra
Civil porque sus profesores, como es natural, consideran que
esta guerra nuestra es un episodio muy importante en la historia del siglo XX
y, igual que hacen con la
Edad Media o la
Revolución rusa, la enseñan a sus alumnos.

¿Cómo es posible que un alumno
francés, que estudia en Francia, conozca mejor la Guerra Civil española
que un alumno español, que estudia en España? A 32 años de la muerte de Franco
y a casi 30 de la
Constitución, el vacío que hay en los programas de estudio,
sobre este capítulo fundamental en la historia de España, comienza a dar
vergüenza. Sin este conocimiento crucial, ¿cómo van a entender los españoles
del futuro a este país? Los años pasan y los protagonistas, y los testigos, de
la guerra se van muriendo; pronto no habrá nadie que tenga un padre, o un
abuelo, o un bisabuelo que haya estado ahí y, sin ese referente familiar, el
tema quedará a los cuatro vientos. ¿Que se ha escrito ya demasiado sobre la Guerra Civil?; yo
diría que no, a juzgar por la cantidad de jóvenes que ignoran el tema, y en
todo caso no basta con que esta historia esté a disposición de los lectores en
librerías y bibliotecas; lo deseable sería que un joven llegara a la edad
adulta sabiéndose la guerra porque se la han enseñado en la escuela, igual que,
por la misma razón,sabe cuál es la capital de Alemania y cuál es el resultado
de la operación cinco por cuatro.

A estas alturas del nuevo milenio, la Guerra Civil no
debería ser una materia para investigadores y lectores empecinados en saber de
ella, tendría que ser un conocimiento, por decirlo de algún modo, ambiental, y
para llegar a este nivel hacen falta muchos más ensayos, novelas y películas y,
sobre todo que, en los programas de estudio, la Guerra Civil sea una
materia que tenga, como mínimo, la misma relevancia que el reinado de Carlos V;
y todo por una razón muy sencilla: quien ignora la Guerra Civil, no
entiende del todo las claves de la
España contemporánea, le falta instrumental para comprender
los debates en el Parlamento, o las arengas de los obispos o, por tocar una
preocupación ciudadana rabiosamente actual, fenómenos como el de la
inmigración: si un alumno aprende en el colegio que medio millón de
compatriotas suyos, al perder la guerra, tuvieron que irse de España, hace
apenas 69 años, huyendo de la represión del general Franco, y que estos
compatriotas, después de pasar las de Caín en los campos de concentración
franceses, se convirtieron en emigrantes españoles en Francia, en México, en
Argentina y en muchos otros países; la mirada de este muchacho sobre la
inmigración actual, cada vez más palpable en las ciudades españolas, tendría
cierto matiz.

Iniciativas como la Ley de la Memoria Histórica
deberían tomarse muy en serio y aplicarse con un riguroso seguimiento; es
necesario saber todo lo que pasó, es preciso desenterrar todos los huesos para
que, en una fase posterior, se pueda enterrar lo que haga falta para hacer de la Guerra Civil un
capítulo "normal" de la historia de España. La Ley de la Memoria Histórica
puede ser el principio, pero servirá de muy poco si a los españoles del futuro
no empieza a enseñárseles la historia que ha dado origen a esta ley, si no se
les imparte el conocimiento que les permita, más adelante, decodificar
correctamente su país.

Esta idea de desenterrar todos los
huesos para saber qué somos y hacia dónde vamos aparece en el libro North,
del poeta irlandés Seamus Heaney; por sus páginas camina un hombre que va
interpretando la tierra donde vive, su esencia y su sustancia; a lo que mira y
conversa, suma los huesos que encuentra y los fragmentos de historia que
desentierra. El poema Belderg empieza con el asombro de un pueblo que
descubre, a raíz de que un campesino escarba en las orillas de un pantano, que
sus casas descansan sobre muelas de molino y otras piezas sólidas del periodo
neolítico; al principio la gente mira estas piezas con desconfianza,
"pensábamos que no eran de aquí", pero el hombre que ha dado con
ellas, tiene la certeza de que ha descubierto el eslabón que le faltaba para
decodificar y comprender el mundo en el que vive. "Cuando retiró el manto
vegetal", escribe Heaney, "los siglos suavemente amontonados se
abrieron con elocuencia". Lo que oculta en España ese manto vegetal, el
eslabón que falta, tiene nada más unas cuantas décadas.

Algo no funciona cuando un alumno de lycée
en Francia estudia la
Guerra Civil, y un alumno español no; tampoco anima la
perspectiva de que el tema de la
Guerra, a fuerza de no enseñarlo, se vaya diluyendo, porque
se trata de un conocimiento imprescindible para la construcción del porvenir de
España; no puede proyectarse con tino sin saber con precisión lo que ha pasado
y, por otra parte, saber los detalles de este episodio capital puede ayudarnos
a evitar caer en viejos, y catastróficos, errores. Al final lo que no podemos
permitir es que, más allá de quién ganó y quién ha perdido, nos acabe derrotando
a todos la ignorancia.

 

Los obispos y el
voto

La Conferencia
Episcopal
vuelve a interferir en la política, interviniendo en la
precampaña


 

EL
PAÍS  –  Opinión – 01-02-2008

La Conferencia
Episcopal
ha emitido una nota sobre
las elecciones del 9 de marzo, en lo que ya parece haberse convertido en una
rutina. No se trata de negar a los obispos su derecho a introducir sus mensajes
pastorales en la vida política, sino de recordarles que, a diferencia del resto
de los ciudadanos, ellos disponen de un espacio exclusivo y reservado para
hacerlo: los templos. Si se deciden a abandonarlos, como sucede cada vez que
emiten una nota semejante a la de ayer, deben atenerse a las reglas pactadas
entre ciudadanos y recogidas en la Constitución y las leyes. En el terreno político,
ni son pastores de nadie puesto que rige el principio de una persona, un voto,
ni pueden reclamar la posesión de la verdad si no es a costa de incurrir en
fanatismo.

La nota de la Conferencia Episcopal
recomienda a los católicos el voto al Partido Popular por la vía de describir
los partidos a los que no deben apoyar, sin nombrar ni a uno ni a otros. Es una
opinión política y no doctrinal, que, en todo caso, colocaría a los obispos
ante la necesidad de explicar qué tratamiento reservarán a los creyentes que no
sigan su consigna o que militen en formaciones que no son la que recomiendan.
Pero, sobre todo, coloca al PP ante la obligación de pronunciarse sobre la
autonomía de la esfera política en nuestro sistema constitucional: el intento
de hacer coincidir el número de los católicos españoles con el número de sus
votantes le pone en evidencia, tanto como a la jerarquía eclesiástica.

El retrato en negativo de los
partidos a los que, según la Conferencia Episcopal, no deben votar los
católicos está trazado con rasgos insidiosos, que no responden a la realidad.
No es cierto que existan "dificultades crecientes para incorporar el
estudio libre de la religión católica en los currículos de la escuela
pública". Lo que sucede, por el contrario, es que la escuela pública no
puede convertirse en agente de catequesis católica, como pretende el sector más
integrista de los obispos. La mención a la negociación con los terroristas está
redactada con particular malevolencia: ni la sociedad española ni ningún partido
democrático ha considerado nunca que una banda de asesinos sea
"representante político de ningún sector de población" o
"interlocutor político" de nadie.

La búsqueda del consenso en el
interior de la
Conferencia Episcopal, profundamente dividida ante sus
propias elecciones de marzo, ha hecho que la nota recoja algunos principios
constitucionales que deberían regir las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Habría que tomarle la palabra a los obispos y animarles a que den pruebas de
que, en efecto, respetan "a quienes ven las cosas de otra manera" o
de que no confunden la "aconfesionalidad o laicidad del Estado con la
desvinculación moral". Ante la asignatura de Educación para la Ciudadanía tendrían,
por ejemplo, una ocasión inmejorable para demostrar que son fieles a sus
propias recomendaciones.

 

Negligencia legislativa

El
Supremo de EE UU afirma que el Estado está obligado a legislar el derecho a no
sufrir dolor

SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ

 

EL
PAÍS  –  España – 01-02-2008

La responsabilidad política es la evaluación del uso que un
individuo autorizado para ello hace de su poder. El ex consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid
Manuel Lamela ejerció el poder que le habían confiado los ciudadanos para hacer
una cosa razonable (pedir al fiscal que investigara una denuncia anónima por
presuntas sedaciones irregulares en el servicio de urgencias del Hospital de
Leganés) y otra, altamente irresponsable: ignoró el informe de ese fiscal y de
los expertos de la
Clínica Médico Forense de los juzgados de Madrid, según los
cuales no existían pruebas que permitieran establecer conexión entre las
sedaciones de enfermos terminales y su muerte, y anunció públicamente la
presentación de una denuncia por 73 "casos irregulares". Por si fuera
poco, destituyó a los médicos responsables de ese servicio de urgencias,
sometidos a la inmediata sospecha, en el mejor de los casos, de mala práctica
profesional y, en el peor, de ejercer la eutanasia por su cuenta y riesgo, lo
que en España constituye un delito de homicidio.

Pasados dos años, la Audiencia Provincial
ha ratificado la decisión del juzgado de instrucción de archivar el caso y ha
ordenado, además, que se suprima cualquier mención a una hipotética mala
práctica profesional.

El señor Lamela, que actualmente
dirige la Consejería
de Transportes en la misma Comunidad, pretende que no se le exijan
responsabilidades políticas por su actuación. Pero si hay algo absolutamente
claro en esta historia es su total responsabilidad, la evidencia de que ejerció
el poder que le habíamos confiado de manera insensata e imprudente, con serio
perjuicio de los ciudadanos a los que representa y administra.

El problema no se resuelve con que ya
no sea consejero de Sanidad. El problema es que una persona con esos
antecedentes, no puede, ni debe, ocupar ningún cargo en la Administración
pública. Algo pasa en este país, algo hemos perdido de simple sentido común,
cuando las cosas más elementales, más evidentes en cualquier otro de los países
de nuestro entorno, se convierten en el nuestro en materia de lucha partidista.
La dimisión, o cese, del señor Lamela no debería ser una opción para la
presidenta de la Comunidad,
Esperanza Aguirre, sino una obligación, una muestra de respeto, precisamente a
quienes le dieron su voto y su confianza.

Lo importante ahora en el caso
Lamela es saber si detrás de la irresponsable actuación del consejero de
Sanidad se esconde, lisa y llanamente, su propia convicción extremista
religiosa o las presiones de grupos con una carga ideológica ultraconservadora
(quizás los autores de la denuncia anónima), contrarios a la llamada muerte
digna y a la aplicación de medidas que garanticen el derecho de los ciudadanos
a cuidados que proporcionen el alivio del dolor y de una agonía angustiosa y
prolongada.

Porque si es así, si el señor Lamela
y los demás responsables de la
Comunidad de Madrid están imponiendo, o permitiendo que se
imponga en su gestión, esa carga ideológica tan extremada, es urgente que los
ciudadanos le hagamos frente y es urgente que otros partidos políticos nos
ofrezcan mecanismos para garantizar nuestros derechos.

El derecho al alivio del dolor y a
una muerte digna debería estar reconocido como un derecho humano, defendido
expresamente por la ley. Quizás sería conveniente recordar que no se está
pidiendo nada extraño ni inusual. Dos sentencias del Tribunal Supremo de
Estados Unidos (Washington vs. Gluckburg y Vacco vs. Quill) han declarado que
los ciudadanos tienen derecho a recibir los cuidados paliativos adecuados y que
el Estado debe velar por la protección de ese derecho.

Como explican los doctores Brennan y
Cousins en la Revista
de la Sociedad
Española del Dolor, las sentencias del Supremo norteamericano
han tenido tres consecuencias prácticas inmediatas: "Han obligado a las
autoridades a modificar sus leyes y las prácticas que restringen la
disponibilidad de opiáceos; han dotado a los médicos (partidarios de la muerte
digna) de un arma para protegerse contra los consejos médicos reguladores que
ignoran o rechazan la evidencia de que la administración de altas dosis de
opiáceos para el tratamiento del dolor y de otros síntomas dolorosos es una
medida segura, eficaz y adecuada. Y, por último, han obligado a las autoridades
competentes a destinar los recursos suficientes para garantizar una buena
asistencia a los enfermos terminales". Si el Estado se niega a abordar
estas cuestiones, explicó uno de los jueces firmantes de las sentencias,
"podría ser inculpado de negligencia legislativa" e infringiría
directamente el derecho a morir con dignidad.

De eso se trata. Estamos a las
puertas de unas elecciones. Dígannos los partidos si van a remediar esa
"negligencia legislativa" y si van a dar a médicos y a pacientes los
instrumentos necesarios para defendernos del dogmatismo extremista. Si vamos a
disponer, por fin, de mecanismos para denunciar, no al doctor Montes, sino a
quienes, médicos o políticos, obstaculizan el ejercicio de un derecho humano.

solg@elpais.es


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