27 de setembre de 2010
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Walter Benjamin, amic d’ara, et record amb estimació

Estim la lletra de Benjamin.
Estim les idees de Benjamin.
Estim la sensibilitat de Benjamin.
L’estim.
El Llibre dels passatges és un dels meu textos de capçalera.
L’Àngel del Progrés és un text fundacional per a mi.
La seva mort a Port-bou, avui  fa setanta anys, és una fita de dolor.
Quanta mort tota guerra!
Quanta tristesa tota guerra!
Quant d’horror tota guerra!
Imagín Walter Benjamin a sant Antoni d’Eivissa —una casa que era un molí antic devora la mar sur-mer —, i ell escrivint, llegint, parlant amb amics, prenent el sol,nedant, etc. Així el vaig veure en el meu darrer viatge peregrinació amb Vinyet Panyella fa uns anys, així el veig en unes fotos velles del llibre de Vicente Valero, així el veig en els seus textos.
Mentre visqui no t’oblidaré, col·lega, mestre i amic Benjamin!

Cuando nos hallamos en
presencia de una obra de arte o de una forma artística nunca advertimos
que se haya tenido en cuenta al destinatario para facilitarle la
interpretación. No se trata sólo de que la referencia a un público
determinado o a sus representantes contribuya a desorientar, sino de que
incluso el concepto de un destinatario «ideal» es nocivo para todas las
explicaciones teóricas sobre el arte, porque éstas han de limitarse a
suponer principalmente la existencia y la naturaleza del ser humano. De
tal suerte, el arte propiamente dicho presupone el carácter físico y
espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte que trate de
atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector, ningún
cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la escuchan. 

Pero ¿se hace acaso una
traducción pensando en los lectores que no entienden el idioma original?
Esta pregunta parece explicar suficientemente la diferencia de
categoría entre original y traducción en el reino del arte. Por lo
demás, es esta la única razón posible para repetir «la misma cosa». ¿Qué
«dice» una obra literaria? ¿Qué comunica? Muy poco a aquel que la
comprende. Su razón de ser fundamental no es la comunicación ni la
afirmación. Y sin embargo la traducción que se propusiera desempeñar la
función de intermediario sólo podría transmitir una comunicación, es
decir, algo que carece de importancia. Y este es en  definitiva
el signo característico de una mala traducción. Ahora bien, lo que hay
en una obra literaria— y hasta el mal traductor reconoce que es lo
esencial— ¿no es lo que se considera en general como intangible,
secreto, «poético»? ¿Se trata entonces de que el traductor sólo puede
transmitir algo haciendo a su vez literatura? De ahí arranca en realidad
una segunda característica de la mala traducción que, según esto, puede
definirse diciendo que es una transmisión inexacta de un contenido no
esencial. Y en esto quedará, mientras la traducción no tenga más
propósito que servir al lector. Pero si la traducción estuviera
realmente destinada al lector, también tendría que estarlo el original. Y
si no fuera esta la razón de ser del original, ¿qué sentido debería
darse entonces a la traducción basada en esta dependencia? 

La traducción es ante todo
una forma. Para comprenderla de este modo es preciso volver al original,
ya que en él está contenida su ley, así como la posibilidad de su
traducción. El problema de la traducibilidad de una obra tiene una doble
significación. Puede significar en primer término que entre el conjunto
de sus lectores la obra encuentre un traductor adecuado. Y puede
significar también —con mayor propiedad— que la obra, en su esencia,
consiente una traducción y, por consiguiente, la exige, de acuerdo con
la significación de su forma. En principio, la primera cuestión admite
sólo una solución problemática y la segunda una solución apodíctica.
Únicamente una mentalidad superficial, que se niegue a reconocer el
sentido independiente de la segunda, las declarará equivalentes… A este
criterio podría oponerse que ciertos conceptos correlativos conservan su
sentido exacto, y tal vez el mejor, si no se aplican exclusivamente al
hombre desde el comienzo. Así podría hablarse de una vida o de un
instante inolvidables, aun cuando toda la humanidad los hubiese
olvidado. Si, por ejemplo, su carácter exigiera que no pasase al olvido,
dicho predicado no representaría un error, sino sólo una exigencia a la
que los hombres no responden, y quizá también la indicación de una
esfera capaz de responder a dicha exigencia: la del pensamiento divino.
Del mismo modo podría considerarse la traducibilidad de ciertas formas
idiomáticas, aunque fuesen intraducibies para los hombres. Y basándose
en un concepto riguroso de la traducción ¿no podrían en cierto modo
serlo realmente? Teniendo en cuenta esta diferencia, cabría preguntar si
es conveniente favorecer la traducción de ciertas formas idiomáticas. Y
así es como adquiriría significación la frase: si la traducción es una
forma, la traducibilidad de ciertas obras debería ser esencial. La
traducibilidad conviene particularmente a ciertas obras, pero ello no
quiere decir que su traducción sea esencial para las obras mismas, sino
que en su traducción se manifiesta cierta significación inherente al
original. Es evidente que una traducción, por buena que sea, nunca puede
significar nada para el original; pero gracias a su traducibilidad
mantiene una relación íntima con él. Más aun: esta relación es tanto más
estrecha en la medida en que para el original mismo ya carece de
significación. Es una relación que puede calificarse de natural y, más
exactamente aun, de vital. Así como las manifestaciones de la vida están
íntimamente relacionadas con todo ser vivo, aunque no representan nada
para éste, también la traducción brota del original, pero no tanto de su
vida como de su «supervivencia», pues la traducción es posterior al
original. Y sin embargo, para las obras importantes que nunca encuentran
a sus traductores adecuados en la época de su creación, indica la fase
de su supervivencia. La idea de la vida y de la supervivencia de las
obras debe entenderse con un rigor totalmente exento de metáforas. Ni
siquiera en las épocas de mayor confusión mental se ha supuesto que sólo
el organismo pudiera estar dotado de vida. Pero ello no es razón para
pretender extender el imperio de la vida bajo el frágil cetro del alma,
como lo intentó Fechner; ni tampoco para decir que sería posible definir
la vida basándose en los actos todavía menos decisivos de la animalidad
o en el sentimiento, que sólo la caracteriza ocasionalmente. Este
concepto se justifica mejor cuando se atribuye a aquello que ha hecho
historia y no ha sido únicamente escenario de ella. Porque en último
término sólo puede determinarse el ámbito de la vida partiendo de la
historia y no de la naturaleza, y mucho menosi de cosas tan variables
como el sentimiento y el alma. De ahí que corresponda al filósofo la
misión de interpretar toda la vida natural, partiendo de la existencia
más amplia de la historia. Y en todo caso ¿la supervivencia de las obras
no es incomparablemente más fácil de reconocer que la de las criaturas?
La historia de las grandes obras de arte arranca de los orígenes de la
vida, se ha formado durante la vida del artista, y las generaciones
ulteriores son esencialmente las que le confieren una supervivencia
duradera. Cuando se manifiesta esta supervivencia, toma el nombre de
fama. Las traducciones que son algo más que comunicaciones surgen cuando
una obra sobrevive y alcanza la época de su fama. Por consiguiente, las
traducciones no son las que prestan un servicio a la obra, como
pretenden los malos traductores, sino que más bien deben a la obra su
existencia. La vida del original alcanza en ellas su expansión póstuma
más vasta y siempre renovada. 

Esta expansión es como la de
una vida peculiar y superior y se halla determinada por un objetivo
peculiar y superior. Vida y objetivo: su relación aparentemente evidente
y que sin embargo casi se sustrae al conocimiento, se revela sólo si
esa finalidad para la cual colaboran todos los objetivos singulares de
la vida no es a su vez buscada en la esfera misma de la vida, sino en
una esfera superior. En último término, todos los fenómenos vitales y su
objetivo, no sólo son útiles para la vida, sino también para expresar
su esencia y para subrayar su importancia. La traducción sirve pues para
poner de relieve la íntima relación que guardan los idiomas entre sí.
No puede revelar ni crear por si misma esta relación íntima, pero sí
puede representarla, realizándola en una forma embrionaria e intensiva. Y
precisamente esta representación de un hecho indicado mediante el
tanteo, que es el germen de su creación, constituye una forma de
representación muy peculiar que apenas aparece fuera del ámbito de la
vida idiomática, pues ésta encuentra en las analogías y los signos otros
medios de expresión distintos del intensivo, es decir, la realización
previa y alusiva. Pero este vínculo imaginado e íntimo de las lenguas es
el que trae consigo una convergencia particular. Se funda en el hecho
de que las lenguas no son extrañas entre sí, sino a priori, y
prescindiendo de todas las relaciones históricas, mantienen cierta
semejanza en la forma de decir lo que se proponen. En todo caso, como
consecuencia de este intento de explicación el análisis parece
desembocar de nuevo en la teoría tradicional de la traducción, después
de haber dado unos rodeos inútiles. Si el parentesco de los idiomas ha
de confirmarse en las traducciones, ¿cómo puede hacerlo, si no es
transmitiendo con la mayor exactitud posible la forma y el sentido del
original? Naturalmente, esta teoría no podría expresar el concepto de
dicha exactitud, ya que no lograría justificar lo que es esencial en una
traducción. Ahora bien, el parentesco entre los idiomas aparece en una
traducción de manera más intensa y categórica que en la semejanza
superficial e indefinible de dos obras literarias. Para comprender la
verdadera relación entre el original y la traducción hay que partir de
un supuesto, cuya intención es absolutamente análoga a los
razonamientos, en los que la crítica del conocimiento ha de demostrar la
imposibilidad de establecer una teoría de la copia. Si allí se probara
que en el conocimiento no puede existir la objetividad, ni siquiera la
pretensión de ella, si sólo consistiera en reproducciones de la
realidad, aquí puede demostrarse que ninguna traducción sería posible si
su aspiración suprema fuera la semejanza con el original. Porque en su
supervivencia —que no debería llamarse así de no significar la evolución
y la renovación por que pasan todas las cosas vivas— el original se
modifica. Las formas de expresión ya establecidas están igualmente
sometidas a un proceso de maduración. Lo que en vida de un autor ha sido
quizás una tendencia de su lenguaje literario, puede haber caído en
desuso, ya que las formas creadas pueden dar origen a nuevas tendencias
inmanentes; lo que en un tiempo fue joven puede parecer desgastado
después; lo que fue de uso corriente puede resultar arcaico más tarde.
Perseguir lo esencial de estos cambios, así como de las transformaciones
constantes del sentido, en la subjetividad de lo nacido ulteriormente,
en vez de buscarlo en la vida misma del lenguaje y de sus obras —aun
admitiendo el psicologismo más riguroso— significaría confundir el
principio y la esencia de una cosa o, dicho con más exactitud, sería
negar uno de los procesos históricos más grandiosos y fecundos de la
fuerza primaria del pensamiento. E incluso, si pretendiéramos convertir
el último trazo de pluma del autor en el golpe de gracia para su obra,
no lograría salvarse esa fenecida teoría de la traducción. Pues así
corno el tono y la significación de las grandes obras literarias se
modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la
lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor
sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a
diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer
como consecuencia de esta evolución. La traducción está tan lejos de
ser la ecuación inflexible de dos idiomas muertos que, cualquiera que
sea la forma adoptada, ha de experimentar de manera especial la
maduración de la palabra extranjera, siguiendo los dolores del
alumbramiento en la propia lengua. Si es cierto que en la traducción se
hace patente el parentesco de los idiomas, conviene añadir que no guarda
relación alguna con la vaga semejanza que existe entre la copia y el
original. De esto se infiere que el parentesco no implica forzosamente
la semejanza. Y aun así el concepto de la afinidad se halla a este
respecto de acuerdo con su empleo más estricto, ya que no es posible
definirlo exactamente basándose en la igualdad de origen de ambas
lenguas, aun cuando, como es natural, para la determinación de ese
empleo más estricto siga siendo imprescindible la noción de origen.
Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre
dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en
la analogía que pueda existir en la estructura de sus frases. Todo el
parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho
de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede
satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de
llegar al lenguaje puro. Precisamente, si por una parte todos los
elementos aislados de los idiomas extranjeros, palabras, frases y
concordancias, se excluyen entre sí, estos mismos idiomas se
complementan en sus intenciones. Para expresar exactamente esta ley, una
de las fundamentales de la filosofía del lenguaje, hay que distinguir
en la intención lo entendido y el modo de entender. En las palabras Brot y pain
lo entendido es sin duda idéntico pero el modo de entenderlo no lo es.
Sólo por la forma de pensar constituyen estas palabras algo distinto
para un alemán y para un francés; son inconfundibles y en último término
hasta se esfuerzan por excluirse. Pero en su intención, tomadas en su
sentido absoluto, son idénticas y significan lo mismo. De manera que la
forma de entender estos dos, vocablos es contradictoria, pero se
complementa en las dos lenguas de las que proceden. Y a decir  verdad se
complementa en ellas la forma de pensar en relación con lo pensado,
Tomadas aisladamente, las lenguas son incompletas y sus significados
nunca aparecen en ellas en una independencia relativa, como en las
palabras aisladas o proposiciones, sino que se encuentran más bien en
una continua transformación, a la espera de aflorar como la pura lengua
de la armonía de todos esos modos de significar. Hasta ese momento ello
permanece oculto en las lenguas. Pero si éstas se desarrollan así hasta
el fin mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en la eterna
supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas,
como prueba sin cesar repetida del sagrado desarrollo de los idiomas, es
decir de la distancia que media entre su misterio y su revelación, y se
ve hasta qué punto esa distancia se halla presente en el conocimiento.
En todo caso, esto permite reconocer que la traducción no es sino un
procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de
singular cada lengua. Para comprender esta singularidad el hombre no
dispone más que de medios transitorios y provisionales, por no tener a
su alcance una solución permanente y definitiva o, por lo menos, por no
poder aspirar a ella inmediatamente. En cambio el desarrollo de las
religiones tiene un carácter mediato, porque hace madurar en los idiomas
la semilla oculta de otro lenguaje más alto. Así resulta que la
traducción, aun cuando no pueda aspirar a la permanencia de sus formas
—y en esto se distingue del arte— no niega su orientación hacia una fase
final, inapelable y decisiva de todas las disciplinas lingüísticas. En
ella se exalta el original hasta una altura del lenguaje que, en cierto
modo, podríamos calificar de superior y pura, en la que, como es
natural, no se puede vivir eternamente, ya que no todas las partes que
constituyen su forma pueden ni con mucho llegar a ella, pero la señalan
por lo menos con una insistencia admirable, como si esa región fuese el
ámbito predestinado e inaccesible donde se realiza la reconciliación y
la perfección de las lenguas. No alcanza tal altura en su totalidad,
pero tal altura está relacionada con lo que en la traducción es más que
comunicación. Ese núcleo esencial puede calificarse con más exactitud
diciendo que es lo que hay en una obra de intraducible. Por importante
que sea la parte de comunicación que se extraiga de ella y se traduzca,
siempre permanecerá intangible la parte que persigue el trabajo del
auténtico traductor. Ésta no es transmisible, como sucede con la palabra
del autor en el original, porque la relación entre su esencia y el
lenguaje es totalmente distinta en el original y en la traducción. Si en
el primer caso constituyen éstos cierta unidad, como la de una fruta
con su corteza, en cambio el lenguaje de la traducción envuelve este
contenido como si lo ocultara entre los amplios pliegues de un manto
soberano, porque representa un lenguaje más elevado que lo que en
realidad es y, por tal razón, resulta desproporcionado, vehemente y
extraño a su propia esencia.; Esta incongruencia impide toda ulterior
transposición y, al mismo tiempo, la hace superflua, ya que toda
traducción de una obra, a partir de un momento determinado de la
historia del lenguaje, representa, en relación con un aspecto
determinado de su contenido, las traducciones en todos los demás. Es
decir que la traducción transplanta el original a un ámbito lingüístico
más definitivo —lo que, por lo menos en este sentido, resulta irónico—,
puesto que desde él ya no es posible trasladarlo, valiéndose de otra
traducción y sólo es posible elevarlo de nuevo a otras regiones de dicho
ámbito, pero sin salir de él. No por azar la palabra «irónico» puede
hacernos recordar aquí ciertas argumentaciones de los románticos. Éstos
fueron los primeros que tuvieron una visión de la vida de las obras, de
la cual la traducción es la prueba suprema. Claro está que apenas la
reconocieron como tal y que dirigieron más bien toda su atención a la
crítica, que representa igualmente, aunque en una proporción menor, una
circunstancia importante para la supervivencia de las obras. Pero aun
cuando su teoría se refirió difícilmente a la traducción, la grandiosa
obra de traductores que cumplieron coincidió con un sentimiento de la
esencia y de la dignidad de esta forma de actividad. Este sentimiento
—como todo parece indicarlo— no es forzosamente el más poderoso en el
escritor. Y hasta es posible que éste, en su calidad de autor, lo
considere insignificante. Ni siquiera la historia apoya el prejuicio
tradicional según el cual los traductores eminentes serían poetas y los
poetas mediocres pésimos traductores. Muchos de los mejores, como
Lutero, Voss, Schlegel, son incomparablemente más significativos como
traductores que como poetas; otros entre los máximos, como Hölderlin y
George, no se pueden entender, en el ámbito total de su creación, sólo
como poetas, y mucho menos como traductores. Precisamente por ser la
traducción una forma peculiar, la función del traductor tiene también un
carácter peculiar, que permite distinguirla exactamente de la del
escritor. Esta función consiste en,. encontrar en la lengua a la que se
traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del
original. Esta es una característica de la traducción que marca su
completa divergencia respecto a la obra literaria, porque su actitud
nunca pasa al lenguaje como tal, o sea a su totalidad, sino que se
dirige sólo de manera inmediata a determinadlas relaciones lingüísticas.
Porque la traducción, al contrario de la creación literaria, no
considera como quien dice el fondo de la selva idiomática, sino que la
mira desde afuera, mejor dicho, desde en frente y sin penetrar en ella
hace entrar al original en cada uno de los lugares en que eventualmente
el eco puede dar, en el propio idioma, el reflejo de una obra escrita en
una lengua extranjera. La intención de la traducción no persigue
solamente una finalidad  distinta de la que tiene la creación literaria,
es decir el conjunto de un idioma a partir de una obra de arte única
escrita en una lengua extranjera, sino que también es diferente ella
misma, porque mientras la intención de un autor es natural, primitiva e
intuitiva, la del traductor es derivada, ideológica y definitiva, debido
a que el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una
sola lengua verdadera es el que inspira su tarea. Una tarea en la que
las proposiciones, obras y juicios particulares no llegan nunca a
entenderse, pero en la cual las lenguas diversas concuerdan entre sí,
integradas y reconciliadas en la forma de entender. En cambio, si existe
una lengua de la verdad, en la cual los misterios definitivos que todo
pensamiento se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente y
sin violencias, entonces el lenguaje de la verdad es el auténtico
lenguaje. Y justamente este lenguaje, en cuya intención y en cuya
descripción se encuentra la única perfección a que pueda aspirar el
filósofo, permanece latente en el fondo de la traducción. No existe una
musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de la traducción.
Pero estas actividades no son triviales, como pretenden algunos artistas
sentimentales, pues hay un genio filosófico cuya peculiaridad es el
afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en la traducción: «Les
langues imparfaites en cela que plusieurs, manque la suprême: penser
étant écrire sans accessoires, ni chuchotement mais tacite encore
l’immortelle parole, la diversité, sur terre, des idiomes empêche
personne de proférer les mots qui, sinon se trouveraient par une frappe
unique, elle même matériellement la
vérité.» Si el filósofo
es capaz de apreciar exactamente lo que piensa Mallarmé con estas
frases, entonces la traducción se encuentra con los gérmenes de este
lenguaje a mitad de camino entre la teoría y la obra literaria. Su
trabajo tiene menos intensidad, pero no por ello deja de imprimir su
cuño en la historia. 

Si se encara desde este punto
de vista la tarea del traductor, los caminos para darle solución
amenazan con convertirse en más impenetrables. Incluso agregaremos: el
problema de hacer madurar en la traducción el germen del lenguaje puro
parece no resolverse probablemente ni determinarse nunca con ninguna
solución. Pues ¿no se quita a ésta todo fundamento cuando la
reproducción del sentido original deja de ser determinante? Pues esto
—interpretado negativamente— es el significado de todo lo que antecede.
La fidelidad y la libertad —libertad de la reproducción en su sentido
literal y, a su servicio, la fidelidad respecto a la palabra— son los
conceptos tradicionales que intervienen en toda discusión acerca de las
traducciones. Estos conceptos ya no parecen servir para una teoría que
busque en la traducción otra cosa distinta de la reproducción del
sentido. A decir verdad, su empleo tradicional considera estos conceptos
en discrepancia permanente. Porque, en realidad, ¿qué valor tiene la
fidelidad para la reproducción del sentido? La fidelidad de la
traducción de cada palabra aislada casi nunca puede reflejar por
completo el sentido que tiene el original, ya que la significación
literaria de este sentido, en relación con el original, no se encuentra
en lo pensado, sino que es adquirida precisamente en la misma proporción
en que lo pensado se halla vinculado con la manera de pensar en la
palabra determinada. Este hecho suele expresarse mediante una fórmula
que declara que las palabras encierran un tono sentimental. Y hasta
podría decirse que la traducción literal, en lo que atañe a la sintaxis,
impide por completo la reproducción del sentido y amenaza con
desembocar directamente en la incomprensión. En el siglo XIX las
traducciones de Sófocles hechas por Hölderlin eran los ejemplos
monstruosos de esta traducción literal. Se comprende fácilmente hasta
qué punto la fidelidad en la reproducción de la forma acaba complicando
la del sentido. De acuerdo con esto, la conservación del sentido no
requiere forzosamente la traducción literal. El sentido se halla mucho
mejor servido por la libertad sin trabas de los malos traductores,
incluso con daño para la literatura, y el lenguaje. De manera que esta
necesidad, cuya razón es evidente y cuya justificación está muy oculta,
debe entenderse forzosamente teniendo en cuenta motivos mejor fundados.
Como sucede cuando se pretende volver a juntar los fragmentos de una
vasija rota que deben adaptarse en los menores detalles, aunque no sea
obligada su exactitud, así también es preferible que la traducción, en
vez de identificarse con el sentido del original, reconstituya hasta en
los menores detalles el pensamiento de aquél en su propio idioma, para
que ambos, del mismo modo que los trozos, de la vasija, puedan
reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior. Por esta razón, la
traducción, en su propósito de comunicar algo, debe prescindir en gran
parte del sentido, y el original ya sólo le es indispensable en la
medida en que haya liberado al traductor y a su obra del esfuerzo y de
la disciplina. del comunicante. En el terreno de la traducción puede
aplicarse también la sentencia “en el principio fue el Verbo”. En
cambio, por lo que se refiere al sentido, no puede o, mejor dicho, no
debe dejar fluir libremente el lenguaje, a fin de impedir que su
intención suene como un reflejo, sino que para que sea una armonía y un
complemento del idioma, en el que éste comunique la forma peculiar de la
intención. Por lo tanto, no es el mejor elogio de una traducción, sobre
todo en el momento de su producción, decir de ella que se lee como un
original escrito en la lengua a la que fue vertido. Es más lisonjero
decir que la significación de la fidelidad, garantizada por la
traducción literal, expresa a través de la obra el deseo vehemente de
completar el lenguaje. La verdadera traducción es transparente, no cubre
el original, no le hace sombra, sino que deja caer en toda su plenitud
sobre éste el lenguaje puro, como fortalecido por su mediación. Esto
puede lograrlo sobre todo la fidelidad en la transposición de la
sintaxis, y ella es precisamente la que señala la palabra, y no la
frase, como elemento primordial del traductor. Pues la frase es el muro
que se levanta ante el lenguaje del original, mientras que la fidelidad
es el arco que lo sostiene.. Si la fidelidad y la libertad de la
traducción se han considerado en todo tiempo como tendencias
antagónicas, esta interpretación más profunda de una de ellas no parece
reconciliarlas, sino que, por el contrario, niega a la otra todos sus
derechos. Pues ¿a qué se refiere la libertad, si no es a la reproducción
del sentido, que ha de cesar de tener fuerza de ley? Sólo cuando el
sentido de una forma idiomática puede construirse de manera idéntica a
la de su comunicación queda todavía algo terminante y definitivo, muy
semejante y sin embargo infinitamente distinto, oculto debajo de ella o,
mejor dicho, debilitado o fortalecido por ella, pero que va más allá de
la comunicación. En todas las lenguas y en sus formas, además de lo
transmisible, queda algo imposible de transmitir, algo que, según el
contexto en que se encuentra, es simbolizante o simbolizado. Es
simbolizante sólo en las formas definitivas de las lenguas, pero es
simbolizado en el devenir de los idiomas mismos. Y lo que se trata de
representar o crear en el devenir de las lenguas es ese mismo núcleo del
lenguaje puro. Pero cuando éste, oculto o fragmentario, continúa a
pesar de todo presente en la vida, como si fuera lo simbolizado,
entonces sólo vive simbolizado en las formas. Por el contrario, en las
lenguas, esta última realidad fundamental que es lenguaje puro, si está
sólo ligada a lo lingüístico, es la riqueza única e inmensa de la
traducción. En este lenguaje puro, que ya no significa ni expresa nada,
sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo que se piensa en
todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y de toda
intención, a un estrato en el que está destinado a extinguirse. Y
precisamente él confirma un derecho nuevo y superior para la libertad de
la traducción. Su valor no procede del sentido del mensaje, ya que la
misión de la fidelidad es la de emanciparlo. La libertad se hace patente
en el idioma propio, por amor del lenguaje puro. La misión del
traductor es rescatar ese lenguaje puro confinado en el idioma
extranjero, para el idioma propio, y liberar el lenguaje preso en la
obra al nacer la adaptación. Para conseguirlo rompe las trabas caducas
del propio idioma: Lutero, Voss, Hölderlin y George han extendido las
fronteras del alemán. De acuerdo con esto, la importancia que conserva
el sentido para la relación entre la traducción y el original puede
expresarse con una comparación. Así como la tangente sólo roza
ligeramente al círculo en un punto, aunque sea este contacto y no el
punto el que preside la ley, y después la tangente sigue su trayectoria
recta hasta el infinito, la traducción también roza ligeramente al
original, y sólo en el punto infinitamente pequeño del sentido, para
seguir su propia trayectoria de conformidad con la ley de la fidelidad,
en la libertad del movimiento lingüístico. La verdadera significación de
ésta libertad ha sido expuesta por Rudolf Pannwitz, aunque sin
nombrarla ni fundamentarla, en su Crisis de la cultura europea, que tal
vez sea, junto con las frases de Goethe en las notas para El Diván, lo
mejor que se ha escrito en Alemania sobre la teoría de la traducción. Se
dice allí que «nuestras versiones, incluso las mejores, parten de un
principio falso, pues quieren convertir en alemán lo griego, indio o
inglés en vez de dar forma griega, india o inglesa al alemán. Tienen un
mayor respeto por los usos de su propia lengua que por el espíritu de la
obra extranjera… El error fundamental del traductor es que se aferra
al estado fortuito de su lengua, en vez de permitir que la extranjera lo
sacuda con violencia. Además, cuando traduce de un idioma distinto del
suyo está obligado sobre todo a remontarse a los últimos elementos del
lenguaje, donde la palabra, la imagen y el sonido se confunden en una
sola cosa; la de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no
tenemos la menor idea de la medida en que ello es posible y hasta qué
grado un idioma puede transformarse, ya que una lengua apenas se
distingue de otra, como un dialecto se distingue poco de otro; pero esto
no se advierte cuando se la toma a la ligera, sino cuando se la
considera con la debida seriedad». El grado de traducibilidad del
original determina hasta qué punto puede una traducción corresponder a
la esencia de esta forma. Cuanto menores sean el valor y la categoría de
su lengua, cuanto mayor sea su carácter de mensaje, tanto menos
favorable será para su traducción, hasta que la preponderancia de dicho
sentido, lejos de ser la palanca para una traducción perfecta, se
convierta en su perdición. Cuanto más elevada sea la categoría de una
obra, tanto más conservará el contacto fugitivo con su sentido, y más
asequible será a la traducción. Esta afirmación, naturalmente, sólo es
aplicable a los originales. En cambio las traducciones resultan
intraducibles, no por su dificultad, sino por la excesiva
superficialidad del contacto que mantienen con el sentido. En este
aspecto, lo mismo que en cualquier otro esencial, las traducciones de
Hölderlin, especialmente las de las dos tragedias de Sófocles, son una
confirmación de lo que acabamos de decir. La armonía del lenguaje es tan
completa en ellas que el sentido sólo es rozado por el idioma como un
arpa eólica por el viento. Las traducciones de Hölderlin son las
imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas con las versiones más
perfectas de sus textos, siguen siendo la imagen original en relación
con el modelo, como se demuestra comparando las traducciones de
Hölderlin y de Borchardt de la tercera oda pítica de Píndaro.
Precisamente por esto subsiste en ellas el peligro inmenso y primordial
propio de todas las traducciones: que las puertas de un lenguaje tan
ampliado y perfectamente disciplinado se cierren y condenen al traductor
al silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último trabajo de
Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que
amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje. Pero todo
tiene sus límites. 

Sin embargo, fuera de los
textos sagrados no existe ninguno en que el sentido haya dejado de ser a
la vez la línea divisoria que separa la corriente lingüística de la
corriente de la revelación. Cuando un texto, en su fidelidad al lenguaje
auténtico, corresponde a la verdad o a la teoría, sin la mediación del
sentido, es perfectamente traducible. Claro que esto no es un mérito
suyo, sino de los idiomas. Para esto ha de exigirse una confianza tan
ilimitada en la traducción que forzosamente han de coincidir en ella sin
la menor violencia la fidelidad y la libertad en forma de versión
interlineal, como coinciden en los textos mencionados el lenguaje y la
revelación. Pues todas las obras literarias conservan su traducción
virtual entre las líneas, cualquiera que sea su categoría. Pero las
Escrituras sagradas lo hacen en medida muy superior. La versión
interlineal de los textos sagrados es la imagen primigenia o ideal de
toda traducción. 

 

Benjamin, Walter. “La tarea del traductor” (1923). Angelus Novus. Barcelona: Edhasa, 1971. 

 

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