Jaume Renyer

per l'esquerra de la llibertat

1 de juny de 2015
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Contrastant el canvi climàtic

El contacte sovintejat amb científics implicats en la gestió dels serveis públics, dels residus municipals concretament, m’ha fet donar compte de la importància de treballar a partir de dades contrastades a l’hora de bastir polítiques públiques i regular jurídicament aqueixes activitats. L’experiència m’ha permès copsar la impostura de moltes opinions aparentment fonamentades alertant dels perills de la incineració de residus i la seva admissió com a dogmes polítics per part de l’ecologisme català contemporani. El principi de precaució que hauria de ser el criteri preponderant en aqueixos àmbits sovint és bandejat en pro de postures catastrofistes que cerquen un resultat immediat.

És per això que segueixo, esporàdicament, els debats que al món occidental giren al voltant de les causes del canvi climàtic i els seus efectes sobre la sostenibilitat de la vida humana a escala planetària. M’ha sobtat el tractament mediàtic reiteradament procliu a atorgar credibilitat a les teories sensacionalistes per part de diaris europeus que passen per rigorosos, com es el cas de la crònica que publica Le Monde el proppassat 22 de maig arran del debat obert a l’Acadèmia de Ciències francesa. La desqualificació preventiva dels acadèmics que qüestionen l’origen humà de l’escalfament del planeta respon a idees prefixades més que no pas a argumentacions contrastades és la regla general a França i, dissortadament, a Catalunya també. Hi ha en aqueixes actituds una tendència autodestructiva i culpabilitzadora del model occidental/capitalista que no es dóna en altres societats, com la xinesa o la índia, amb sistemes productius molt més contaminants.

Seguint els consells d’un amic entès en la matèria he fet cap a les tesis del climatòleg israelià Nir Shaviv, (New York, 1972)  divulgades al seu bloc i al portal Silicon Wadi, impulsat també en llengua francesa per la comunitat científica israeliana, on s’exposen les seves teories sobre les causes sobrehumanes (en el bon sentit del terme) del canvi climàtic. Anteriorment, havia descobert el bloc de divulgació científica del basc Anton Uriarte, CO2, ( actiu entre el 2006 i l’any passat) on defensa explícitament la bondat de les emissions d’aqueix gas i denuncia els interessos que promuen l’alarmisme climàtic. Significatívament il·lustratiu és aqueix apuntament “El CO2 no es un enemigo“, publicat el 28 de maig de l’any passat que reprodueixo tot seguit:

“En el siglo XX se produjo un ligero calentamiento de la atmósfera terrestre. El calentamiento de la Tierra no fue nada dramático si lo comparamos con otros muy superiores habidos en la historia geológica del planeta. La temperatura global media del aire en la superficie terrestre subió entre 6 y 8 décimas de grado. La subida además no fue regular sino que ocurrió en dos períodos diferentes de unos 25 años cada uno: 1922-1945 y 1975-1998. En los años de la primera subida, 1922-1945, las emisiones de CO2 eran muy pequeñas y su incremento atmosférico no justificaba de ninguna manera la subida. El incremento de la temperatura global media se debió a otras causas. El constatado aumento de la actividad solar pudo ser una.

Actualmente, lo que mayor perplejidad causa a los modelizadores es que la temperatura global media no aumenta desde el año 1998, aunque la concentración de CO2 en el aire sí se incrementa. No se sabe por qué. Y si no sabemos la causa, menos sabemos aún cómo evolucionará la temperatura media global en las próximas décadas.

¿ A qué se debe entonces esta furia contra el CO2 ?  Fundamentalmente a intereses económicos ligados a la sustitución del carbón como fuente energética. El carbón produce el 40% de la electricidad mundial y es la fuente de energía que en la actualidad más crece a escala global, a pesar de la propaganda occidental en su contra. A los que lo rechazan y quisieran ocupar su hueco con la energía nuclear y las energías renovables les viene muy bien la demonización social y política del carbón, para que los gobiernos tengan excusas “medioambientales” para cargar al carbón con un sobreprecio que le reste competitividad, como así ha sido con las tasas impuestas a las emisiones de CO2 justificadas por el Protocolo de Kyoto. Cada tonelada de carbón quemado emite dos toneladas y media de CO2. Si el precio de la tonelada de carbón es de unos 90 dólares y si el precio de las cuotas supera los 20 o 30 dólares, como así ha ocurrido en los años de más histeria climática, el precio del carbón casi se duplica.  Existen además otros beneficiarios colaterales como son aquellos inversores que han invertido en el mercado de emisiones y aquellas poderosas  empresas eléctricas y siderúrgicas que venden o vendieron cuotas de emisión concedidas por los gobiernos de forma gratuita (como ha sido el caso de Arcelor, número uno en beneficios de este tipo en España).

El carbón es abundante, hay reservas para siglos y está bien repartido. Si su precio no lo sube la ONU con la ayuda del IPCC (Panel Intergubernamental para el estudio del Cambio Climático), el carbón seguirá siendo por tres o cuatro décadas más la fuente más barata de electricidad en países como China o la India, y seguirá siendo muy competitivo en muchos países avanzados, como Estados Unidos o Alemania.

El CO2 no es un contaminante. No es un gas tóxico ni venenoso. La concentración actual en el aire libre es de unas 400 partes por millón (ppm), el 0,04 % de la mezcla de gases que constituye el aire. Pero cualquier aula cerrada llega a las 2.000 partes por millón (ppm) al finalizar una clase y, sin embargo, profesores y alumnos salen indemnes cuando toca el timbre de salida o la campana. En nuestros pulmones la concentración suele alcanzar las 50.000 partes por millón, un 5% del aire que expiramos. Al cabo del día, cada uno de nosotros emitimos más de 1 kilogramo de CO2 al aire, parecido a lo que emite un coche en un recorrido de entre 5 y 10 kilómetros.

Una combustión “limpia” es aquélla en la que los desechos resultantes son únicamente CO2 y agua. Como en la respiración humana. Pero es cierto que, como los combustibles fósiles no son puros, la emisión de CO2 en la quema de combustibles fósiles, puede ir unida a la emisión de impurezas tóxicas como óxidos de azufre o de nitrógeno No obstante, la ingeniería ha conseguido que los procesos de combustión tanto en el transporte como en la obtención de electricidad sean cada vez más limpios y eficientes. A pesar del incremento del uso de combustibles, el aire de las ciudades de los países ricos y desarrollados va mejorando día a día. Es en los países aún subdesarrollados en donde la contaminación local y regional es un problema. Pero no por el CO2, sino por otros factores como los óxidos de azufre, el monóxido de carbono o el hollín de las malas combustiones.

¿Aumenta tanto el CO2? Es cierto que ha habido un aumento de CO2 en el aire durante el transcurso del último siglo y que la quema de combustibles fósiles es la causante de ese incremento. Hace un siglo la concentración de CO2 en la atmósfera era de unas 300 partes por millón (ppm), que es un 0,03% del volumen total del aire, y ahora llega ya a las 400 ppm, un 0,04% . Pero de oxígeno hay en la atmósfera unas 210.000 ppm, un 21 %, y aunque es cierto que disminuye cuando aumenta el CO2, su pérdida relativa es inocua e insignificante.

Además las concentraciones de CO2 en el pasado de la Tierra casi siempre han sido muy superiores a la actual. El planeta tiene unos 4.500 millones de existencia y su historia geológica se conoce más o menos bien desde hace unos 540 millones de años, desde el inicio del Cámbrico, cuando la evolución de la vida se aceleró en los océanos. Pues bien, según el valor más probable calculado por el estudio Geocarb, podía haber entonces en el aire unas 7.500 ppm de CO2, una concentración veinte veces superior a la actual. Tras una progresiva disminución, por enterramiento de la materia orgánica, que duró hasta el Carbonífero, la concentración de CO2 de nuevo aumentó al comienzo de la Era Secundaria, hace unos 250 millones de años. La progresiva partición del continente único de Pangea en diferentes islas y continentes originó una gran actividad volcánica y por los conos y las grietas tectónicas salieron al aire grandes cantidades de CO2. Se intensificó la fotosíntesis. Aprovechándose de una fotosíntesis más activa y de una vegetación lujuriante, proliferaron de polo a polo los dinosaurios. Un clima más uniforme,  más húmedo y más cálido, les facilitó la vida durante decenas de millones de años a aquellos grandes comilones. El Jurásico, con una concentración probable de CO2 de 2.000 ppm, cinco veces superior a la actual, fue su mejor época.

Hace unos 66 milliones de años, por causa del choque de un asteroide o de masivas erupciones volcánicas, se trastocó de nuevo el clima terrestre. Entonces, en los comienzos de la Era Terciaria, los niveles de CO2 eran dos o tres veces superiores a los actuales, pero fueron disminuyendo hasta llegar, hace 2 millones de años, al triste y frío Cuaternario, durante el cual  la concentración ha oscilado entre unas 200 y 300 ppm, con glaciaciones siempre al acecho y períodos interglaciales más breves con temperaturas más suaves. ¿Por qúe hemos de quejarnos de que nuevo aumente?

El CO2 es un gas beneficioso. Junto con el agua y la luz es un elemento fundamental de la fotosíntesis, de la creación de materia orgánica. Las emisones humanas la potencian. A partir de mediciones de muestras tomadas directamente del aire se deduce que la concentración de carbono en la atmósfera contenido en el CO2  aumenta de media unas 3 gigatoneladas cada año y, sin embargo, el cálculo de las emisiones humanas de carbono, contenido en el carbón, el gas y el petróleo utilizado, supera las 6 gigatoneladas anuales. Ocurre por lo tanto que solamente la mitad del carbono fósil emitido es retenido en la atmósfera porque gran parte del nuevo CO2 de origen fósil se integra de nuevo en el ciclo vegetal del carbono vivo, con lo cual aumenta la biomasa global.

Por lo tanto, a pesar de la creencia de que vivimos en un planeta cada vez más desértico y menos verde, la verdad es la contraria: el planeta cada vez tiene más masa vegetal. Los estudios de imágenes desde satélites lo ratifican. Otra cosa es que, en determinadas regiones, una tala abusiva para obtener madera, o una quema de selva para obtener tierras de cultivo, produzca calvas. Pero no es culpable el cambio climático y aún menos el incremento del CO2 atmosférico.

Más calor ha solido significar en la historia geológica del planeta más humedad y más vida. Las éras geológicas de más vegetación en los continentes y de más corales en el mar han coincido con aquellos períodos de mayor concentración de CO2 en el aire y en el mar.

Desgraciadamente, en las épocas glaciales del Cuaternario, la concentración de CO2 en la atmósfera bajaba hasta las 200 ppm (la mitad que la actual), las selvas y sabanas se contraían y los desiertos se expandían. Se llegaba a un límite de CO2 tan bajo que a mucha más baja altitud que ahora desaparecía la vegetación arbórea debido a la dificultad de las hojas para realizar la fotosíntesis.

La última glaciación terminó hace unos 11.500 años. Desde entonces los humanos nos dispersamos por todos los confines del planeta. La primera mitad de este interglacial en el que vivimos, hasta el 3.000 y el 2.000 antes de Cristo, fue de clima más caliente que el de ahora y de mucha mayor humedad en las zonas hoy áridas de Africa. El período óptimo climático ocurrió entre el 9.000 y el 6.000 antes del presente. Se debió a razones orbitales del Sol y la Tierra y no al CO2. Una mayor insolación estival formaba bajas presiones térmicas en el Sahara, más profundas que las actuales, que atraían a los vientos húmedos del Atlántico. En la zona de los macizos del Hoggar y del Tibesti, en el centro del Sahara, se conservan miles de figuras en pinturas rupestres de aquella época que muestran escenas con girafas y otros mamíferos de la sabana. Innumerables pinturas rupestres en la meseta de Tassili, en el corazón del Sahara argelino, indican que en áreas hoy superáridas y recubiertas de dunas pastaba la fauna.

Conclusión

En el siglo XX, siguiendo los vaivenes naturales y mal comprendidos del clima, se produjo un ligero calentamiento medio de la atmósfera. Es probable que este cambio tuviera una parte de influencia humana, pues pasamos de ser 2.000 millones de seres humanos a principios del siglo a ser más de 6.500 millones a finales. Es posible que la atmósfera también notara nuestra proliferación, pero es ridículo pensar que de ahora en adelante, simplemente controlando el CO2,  podemos controlar la evolución del clima. El CO2 es, además, un gas beneficioso tanto para la vida del planeta como para el progreso humano. En vez de criminalizarlo, deberíamos aprovechar lo que su incremento atmosférico nos ofrece.”

Post Scriptum, 22 de juliol del 2019.

Laurent Alexandre, autor de diversos assajos científrics, publicà el proppassat 9 d’aqueix mes un article a Le Figaro titulat “L’ecologie politique, un antihumanisme ?” on alerta dels perills que s’amaguen rere el rostre de l’adolescent Gret Thunberg.

Post Scriptum, 22 de novembre del 2022.

Ahir, Le Figaro entrevistà l’assagista  Antoine Buéno, que acaba de publicar “L’effondrement (du monde) n’aura (probablement) pas lieu”, (Éditions Flammarion, 2022), que fa aqueix  balanç de la COP27, «La décroissance n’est pas une option, misons plutôt sur la “croissance durable”».

FIGAROVOX. – La prolongation de la COP27 au 19 novembre témoigne de négociations sur le fil. Quel bilan faut-il tirer de cet événement?

Antoine BUÉNO. – Un bilan faible, malheureusement. Pas nul puisqu’un accord pour la création d’un fonds spécifique dédié aux «pertes et dommages» subis par les pays du Sud a été conclu in extremis. Mais le contenu concret de cet accord reste encore à déterminer. Et surtout, cette COP n’a pas permis d’avancer sur l’essentiel, c’est-à-dire les engagements étatiques de réduction des émissions de gaz à effet de serre. Même si les engagements actuels étaient scrupuleusement respectés (ce qui représente un gros «si») la trajectoire d’augmentation des températures dépasserait largement les recommandations du GIEC (éviter un réchauffement de plus de 2°C par rapport à l’ère préindustrielle) puisque nous nous acheminerions vers un réchauffement de 2,6 à 3°C d’ici à la fin du siècle.

Vous avez publié en octobre L’Effondrement (du monde) n’aura (probablement) pas lieu. Pourtant tous les voyants semblent au rouge, du réchauffement climatique à la surpopulation en passant par le stress hydrique…

Le titre de mon livre n’est rassurant que dans une certaine mesure. Dire que l’effondrement n’aura pas lieu ne signifie pas que tout va bien, encore moins que le monde de demain sera rose. Je ne minimise en rien la crise écologique: elle est cataclysmique. Et elle risque de rendre le monde de demain abominable. Mais sans doute plus dans le sens d’une planète affreusement inégalitaire que d’un effondrement généralisé. L’hypothèse qui me semble la plus probable est celle d’un effondrement de la Nature sans effondrement de la civilisation actuelle. Une perspective donc différente de celle de Mad Max, mais qui n’a pour autant rien de bien réjouissante…

Plus précisément, mon livre peut se résumer à une phrase: l’effondrement est possible mais pas inéluctable. Je ne rejette donc pas en bloc l’hypothèque d’un arrêt systémique et global de notre civilisation. Au contraire, j’explore les scénarios pouvant y conduire. Il y en a deux: celui de la «panne sèche», qui nous mènerait à l’abîme faute de ressources naturelles, et bien sûr celui de la «cocotte-minute», à savoir celui d’un réchauffement climatique incontrôlé. Mais ces scénarios ne sont pas certains. On peut fortement douter de celui de la «panne sèche» car l’humanité bénéficie depuis des décennies d’une dynamique d’abondance qui n’a aucune raison de s’enrayer. Cette dynamique fait interagir en permanence la disponibilité géophysique des ressources, leur prix et l’innovation technologique. À plus long terme, nous pourrons compter sur les ressources spatiales. Le scénario de la cocotte-minute est le plus probable des scénarios apocalyptiques. Mais nous pouvons encore agir pour l’éviter. Pour ce faire, deux solutions sont aujourd’hui présentées au débat public: la décroissance et la croissance durable.

Vous écartez la décroissance comme solution pérenne face à la crise environnementale. Pourquoi?

Il faut d’abord définir le terme. Décroître signifie organiser volontairement une réduction de la production et de la consommation globale (à l’échelle d’un pays ou du monde). La décroissance ne peut être considérée comme une véritable solution pour trois raisons principales. La première relève du pur réalisme: aujourd’hui, personne n’en veut. Elle n’est à l’agenda d’aucun pays. Deuxième raison de ne pas considérer la décroissance comme une solution: on ne peut pas décroître seul. Même si un pays décidait demain de mettre en œuvre une politique de décroissance, dans un monde ouvert et interdépendant comme le nôtre, cela ne mènerait qu’à une politique isolationniste, d’autarcie. Donc une catastrophe économique de type Corée du Nord. Enfin, même si la décroissance était recherchée à une échelle continentale ou globale, elle ne pourrait conduire qu’à une chute incontrôlable du niveau de vie de l’humanité. Les théoriciens de la décroissance affirment qu’il est possible de réduire la production en maintenant ou même en augmentant le niveau de vie humain. C’est utopique. Même au moyen de politiques socialistes ou communistes de redistribution massive, on ne peut pas faire toujours plus (de bien être) avec toujours moins (de biens et de services).

Vous plaidez pour une «croissance durable». Comment se traduirait-elle concrètement? N’est-ce pas un vœu pieux?

Aujourd’hui, la croissance durable est effectivement un vœu pieux. Voire un mantra, un moyen de se rassurer, de se raccrocher à quelque chose. Mais peut-elle devenir une véritable voie? C’est la question qui est à l’origine de mon livre. Selon moi, la réponse est oui. La voie est étroite et escarpée, mais c’est une véritable voie et surtout la seule qui s’offre à nous. Encore faut-il savoir précisément de quoi on parle. Schématiquement, la croissance durable suppose une triple transition énergétique (décarboner l’énergie), agricole (passer à l’agroécologie) et industrielle (passer à la circularité). Ce qui suppose une remise à plat totale de l’économie mondiale. C’est sans doute le plus grand défi qui se soit jamais présenté à l’humanité. Pour pouvoir le relever, il va falloir de tout: de l’engagement citoyen, du volontarisme politique, des mécanismes de marché et de l’innovation technologique. Idéalement aussi de la modération démographique car même en retenant des hypothèses optimistes, la triple transition économique sus-décrite sera insuffisante.

Ce dont il faut avoir conscience, c’est que le scénario de la croissance durable est autant que celui de la décroissance un scénario révolutionnaire car y parvenir suppose de changer radicalement le monde. En particulier le capitalisme que la transition imposera d’encadrer beaucoup plus étroitement que nous ne le faisons aujourd’hui. Ainsi, pour réduire l’intensité matérielle et énergétique de l’activité humaine, il faudra tôt ou tard administrer les prix des énergies fossiles, de l’eau et des matières premières. Ce qui plombera la croissance. La croissance durable ne peut être qu’une croissance faible et aller de pair avec des politiques sociales de redistribution. La question écologique et la question sociale ne peuvent être traitées séparément. Faute de quoi nous courrons à l’explosion politique. Ce dont a par exemple témoigné l’épisode des «gilets jaunes»…

Le citoyen a-t-il vraiment une marge de manœuvre ou la solution viendra-t-elle d’en haut?

Si votre question est «Le citoyen peut-il, à son niveau, contribuer efficacement à réduire l’empreinte écologique collective?», la réponse est «Relativement peu.» Changer le monde pour le rendre durable suppose de tout changer à toute échelle, de celle de l’ordre international à celle du citoyen consommateur. Il n’y aura donc bien sûr pas de transition sans collaboration individuelle. Mais s’il faut donner un ordre de grandeur, il faut dire que l’essentiel doit venir du haut. Disons au moins 80 % d’en haut pour 20 % d’en bas. Cette répartition a d’ailleurs déjà fait l’objet d’évaluations. L’étude Faire sa part du think-tank Carbone 4 estime ainsi qu’il est peu réaliste d’attendre plus de 10 % de réduction des émissions de gaz à effet de serre des gestes individuels dans un pays comme la France. On peut arriver à 20 % en faisant des efforts. Mais ce sont les structures qu’il faut prioritairement changer. Un exemple parlant: pour s’éclairer, un Allemand DOIT consommer du charbon. De plus, compter sur l’individu fait courir le risque de ne rien faire, ou pas assez, à l’échelle collective pertinente. Donc oui à la responsabilisation citoyenne, mais non à la culpabilisation individuelle. On peut aussi effectuer une synthèse de votre question en disant que, dans les pays démocratiques, le citoyen dispose d’une marge de manœuvre importante pour pousser les décideurs à prendre les décisions qui s’imposent «d’en haut». C’est tout l’enjeu de l’activisme écologiste qui se déploie aujourd’hui. Contrairement à ce que l’on peut parfois lire ou entendre en ce moment, ces actions n’ont en conséquence rien d’inutile…

 

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