22 de setembre de 2011
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història personal

He trobat aquest text de Marcos Ordóñez i he fet un trip per la Rambla de Barcelona des d’abans de la guerra fins aquell sant Jordi de 1977 en què Quim Monzó i jo presentàvem Self-service, el llibre de contes d’Ucrònia, amb na Pepa López, en Pep-Maür Serra i l’editor estimat i desparegut, en Claudi Montanyà.

(ALGUNOS) MOMENTOS ESTELARES DE LAS RAMBLAS COMO TEATRO
 
Marcos Ordóñez
 
1977 – Ocaña y Nazario, ataviados como La Flor de la Canela y el protagonista de “Amarraditos”, tardan dos horas y media – densidad de figurantes de la época: Cuatro por metro cuadrado – en recorrer el tramo que va desde el Poliorama al Liceo. Frente al Liceo, Juanjo Fernández se coloca una alcachofa en el ojal, y Quim Monzó y Biel Mesquida montan un tenderete para vender su libro de cuentos “Ucronía”.
1976 – Las huestes de la ADTE (Asamblea de Treballadors del Espectacle, de tendencia pitarrista-bakuninista) toman por asalto el monumento a Don Serafí, después de aprovisionarse concienzudamente en el Quiosco de la Cazalla.
1975 – Mi amigo JLP, del PCI marxista-leninista-revolucionario-pensamiento Mao Tse Tung, inmóvil y desafiante frente a una hilera de grises, para demostrar que una bala de goma nunca alcanza el blanco al que apunta.

1974 – Domingo noche, entrada del metro de Cataluña. Especies
extinguidas: El zombie que vocea “El Goles” (y 27 personas piensan en
“El Golem”). El viejo militante de Comisiones que vende “Mundo Obrero” y
repite: “En portada, Ana Belén, la guapa comunista que da envidia a las
chicas de derechas”. La vieja que canta “Rocío” (“De Sevilla un
patio/salpicao de flores…”) acompañándose con una guitarra rellena de
anises y sonriendo con una boca sin dientes.
1973 – Carlos Barral, con chistera y levita durante un rodaje en las
Atarazanas, es confundido con Don Cicuta por una horda de niños
cazaautógrafos.
1969 – El sheriff de las Ramblas se enfrenta al sheriff de la
Barceloneta frente al cine Mar. No hay duelo: Ambos contendientes se
miran a los ojos y se alejan sin desenfundar.
1968 – Un subinspector entra en el Copacabana con su traje de manola en
una bolsa de plástico. Por la puerta abierta del Jazz Colón – “Discoteca
con las últimas novedades de 1968, sonido estéreo, aire acondicionado y
precios económicos” – escapan los primeros acordes de “Soul Finger”.
1964 – Madrugada. Antonio Gades, Mercutio de Can Tunis, baila en las
Ramblas desiertas, recién regadas, bajo el arco cruzado de dos
mangueras. Poco más tarde morirá acuchillado en un bar de la Plaza Real.
(Para más información, véase “Los Tarantos”, de Rovira Beleta).
1963 – Semana Santa. A la entrada del cine Atlántico, un puñado de
madres tratan de calmar a sus niños, llorando desconsolados porque en
vez del 1er. Festival Tom y Jerry hacen “Diálogos de Carmelitas”.
1962 – ¡Esquiadores en las Ramblas! (véase “Gran nevada del 62”)
1959 – Anochecer de invierno. Jaime Gil de Biedma sale de la Compañía de
Tabacos de Filipinas, mira hacia el Rey Mago tiritando en la hornacina
del Sepu, y se pregunta a qué se dedicará ese hombre pequeño y helado el
resto del año.
1942 – Estatuas de posguerra. Diez, doce, veinte personas obligadas por
los falangistas a alzar el brazo mientras suena el “Cara al sol” por los
altavoces de Radio España. La mujer que no alza el brazo es mi abuela:
Lo perdió en los bombardeos del 38.
1932 – Amanecer. Frederic de Lloberola, el protagonista de “Vida
privada”, acariciando el canotier reblandecido por la humedad, vuelve a
casa. Un hombre “de edad indefinida, con el estómago lleno de whisky y
el corazón lleno de rosas rojas”. Suenan algunos truenos lejanos, de
tormenta inminente.
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una altra meravella SOBRE TRUMAN CAPOTE.
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Otro larguísimo (¿cómo llamarle? ¿retrato, crónica?) texto que publiqué en la benemérita CO & CO como homenaje a Truman Capote, mediados  de los 90. Tardabas un mes en escribirlo y con lo que te pagaban vivías dos. Era en los tiempos en que algunas revistas todavía tenían como modelo al New Yorker o a Salon. Esos modelos comienzan a aflorar en la red. Recomiendo, por cierto, Frontera y las entrevistas de Jot Down.
 
 
 
CAPOTIANA
 

                           Marcos Ordóñez
 
 
PROLOGO: Un collar de esmeraldas muertas
ESCENARIO: El apartamento de TC en la
 planta 22 del United Nations Plaza
EPOCA: Pocos meses antes de su muerte
 
 
“Cuando llegué aquí me dije: Bueno, mu chacho, ya está; esto es lo que querías: La cima del mundo. Miraba por ese ventanal, al amanecer, y la vista me recordaba la bahía de Nápoles desde mi habitación del Hotel Excelsior. Se podía ver el sinuoso perfil de la costa y los barcos que iban y venían de Capri. Hace mucho tiempo de eso; yo era muy joven. Cuando llegué aquí, también de eso hace mucho tiempo, me despertaba en plena noche y volvía a mirar, y veía las luces de la ciudad, más allá del East River, como un collar de esmeraldas en un estuche de terciopelo negro. Siguen ahí, pero su brillo ya no es igual. Su brillo, me digo, es un espejismo: El fulgor de las estrellas muertas, muertas y heladas. Pero las estrellas son las mismas de entonces, verdad, así que debo ser yo. Cuando me levanto por la mañana, a los dos minutos ya estoy llorando. No paro de sollozar. Y por las noches igual. Tomo mis pastillas, me meto en la cama, empiezo a escribir o a releer lo escrito y de pronto vuelvo a llorar. Un dolor insoportable por nada en concreto; este dolor que no me deja vivir. Hay algo en mí que no funciona. No sé qué es, y no creo que ninguno de esos lunáticos psicoanalistas lo sepan. Podría ser el al cohol, dicen. La verdad es que puedo estar tres o cuatro meses sin beber, y de pronto voy paseando por la calle y me siento morir, como si no pudiese dar un paso más sin tomar una copa, así que me meto en un bar. Quien no sea alcohólico no puede compren derlo. Pero no, no es sólo eso. Desde hace quince años nada fun ciona. A veces pienso que desde que ahorcaron a Dick y Perry. Es increíble toda la gente que ha muerto desde entonces. Cecil Beaton. Tennessee. Marilyn. Este apartamento se parece mucho al suyo, poco antes del final. También aquí hay frascos de pastillas por todas partes. Mala, muy mala señal. Cuando llega la noche esto se llena de muertos. Veo a mi tía Sook recogiendo arándanos en el bosque para sus pasteles navideños. Veo a la señorita Cather bajo la nieve, subiéndose el cuello de su abrigo de marta cibelina, diciendo: “¿Crees que nos vendría bien una taza de chocolate caliente, querido?”. A la baronesa Blixen cubierta de pieles de lobo, frente a la chimenea de su casa de Rungsted. A Colette en su enorme y umbrío piso del Palais Royal, alargándome su rosa blanca, aunque ya no sirve de nada mirarla cuando no puedo dormir, como un anillo mágico que hubiera perdido su poder, anulado por algún genio maligno. De todo eso no hace diez ni veinte años: Sucedió en otro mundo, en otra vida. “La felicidad – he escrito – deja muy tenues huellas: Son los días negros los que están prolijamente documentados”. Sí, continuo escribiendo, y el Señor sabe lo que me cuesta cada frase. Sigo aquí, en lo alto de esta torre, escribiendo “Plegarias Atendidas”, mi maravilloso, mi querido libro, mi condena. ¿Ha leído “Música para Camaleones”? Lo dije en el prólogo: “Cuando Dios le entrega a uno un don, tam bién le da un látigo”. Cuando era joven, la señorita Cather me dió a leer un cuento de Henry James. Su protagonista era un escritor en la penumbra de la madurez. No entendí entonces; no podía entender sus palabras: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos. El resto es la demencia del arte”. Ahora estoy aquí, en medio de esa creciente oscuridad. Solo. No me quedan amigos, desde que cometí el error de publicar aquellos capítulos en “Esquire”. ¿Por quién me habían tomado? ¿Por el bufón de sus fiestas? Soy un escritor, y un escritor tiene derecho a utilizar lo que ha recogido con su esfuerzo y observación. Acabaré ese libro y todos esos veran de lo que soy capaz. Unicamente me hace falta un poco de calma, eso me dije. Los escritores, los escritores de verdad, somos como tiburones: Estamos condenados a no de tenernos nunca. Yo creo que por eso comencé con el alcohol, con las pastillas: Para calmarme, para aplacar esa máquina que mar cha tan rápida, sin parar. La mayor parte de la gente tiene, diga mos, diez percepciones por minuto, mientras que un artista al canza sesenta o setenta en el mismo tiempo. A Tennesse le pasaba lo mismo.
 
 
Me dije: Todo se arreglará cuando termine el libro, cuando me libre de Johnny O’Shea, cuando esté guapo. El li bro va bien, he terminado con Johnny y he adelgazado veinte ki los. Pero las cosas no van bien. Ya no sé qué más hacer. Lo he probado todo. Curas de desintoxicación. Tranquilizantes. Antidepresivos. Psicoanalistas. Alcohólicos Anónimos. Y sigo llo rando cada mañana y cada noche. Me estoy volviendo loco, y nadie soporta quedarse a ver cómo alguien se vuelve loco, por eso sube tan poca gente aquí arriba. Miles de veces me he pregun tado: ¿Por qué me ha pasado esto? ¿Qué fué lo que hice mal? Hará un tiempo volví a leer a Fitzgerald. Todo Fitzgerald, porque tenía que escribir el guión de “El Gran Gatsby”, para mi amigo Jack Clayton. Y pensé en el pobre Scottie como en un hermano. Como él, fuí una víctima del gran espejismo americano, tan deslumbrante y tan helador como el collar de esmeraldas muer tas de la bahía: El éxito prematuro. Alcancé la fama demasiado pronto. Todo fué tan rápido! A los ocho años ya era un escritor; a los dieciséis una celebridad; a los cuarenta multimillonario. Celebridad! Para lo único que sirve es para que te despedacen. Mire este dibujo en la portada del “New York Post”: Se supone que ese enano tirado entre cubos de basura, rodeado de jeringuillas y botellas vacías, soy yo. ¿Puede leer el título del li bro que ese bastardo de dibujante ha colocado en mis manos? “Breakfast at the Bowery”. ¿Gracioso, verdad? Podría mostrarle los titulares de hace quince años en ese mismo periódico, cuando publiqué “A Sangre Fría”. El Maestro de la Literatura Norteamericana. El Gran Mito de los Años Sesenta. Lo más pare cido a un famoso, amigo mío, es una tortuga boca arriba. Imposibilitada para defenderse y, sobre todo, para darle la vuelta a su ser. No, no empezó con la muerte de Dick y Perry. Empezó mucho antes. Empezó con aquella maldita foto…”.
 
 
ACTO PRIMERO: ¿Pero quién es
ese maldito Truman Capote?
 
 
“En realidad – cuenta Phyllis Cerf, la esposa del director de Random House – hubo DOS fotos. La segunda, mundialmente conocida, donde aparecía como un joven dandy decadente, reclinado en un sofá victoriano y mirando provocati vamente a la cámara como si invitara a alguien a trepar sobre él, ilustró la contraportada de su primer libro, “Otras voces, otros ámbitos”. Pero la que realmente le lanzó a la fama fue la foto de “Life”. Una foto a página entera, tanto más insólita en cuanto Truman no había publicado todavía ningún libro. Se trataba de un reportaje sobre nuevos valores en el que figuraban también, creo, Thomas Heggen, Calder Willingham y Gore Vidal. La guerra acababa de terminar y todos andaban como locos buscando cosas nuevas y distintas. Y Truman (a quien el reportaje presentaba como “el esotérico autor de Nueva Orleans”) era ciertamente algo nuevo y distinto. Bastaba ver su foto y compararla con las de los otros para entenderlo: Mientras ellos parecían jóvenes ejecutivos de corbata y cabello corto, la imagen de Truman se salía de la norma y sugería algo misterioso, exquisito y un poco perverso, más europeo que americano. De alguna manera era lo que el público y la industria editorial estaba esperando”.
Todo sucedió en pocos meses. En enero del 45, Capote era un ex-corrector del “New Yorker” con un futuro incierto, un enano vanidoso (al decir de sus jefes) que se paseaba por las oficinas de la revista con un largo foulard de seda y el ca bello “á la Wilde” sin lograr colocar ninguno de sus cuentos. Seis meses más tarde ya se hablaba de él como la más fulgurante Joven Promesa de la literatura americana de posguerra; se codea ba con Dorothy Parker, Cristopher Isherwood y Katherine Ann Porter, pasaba sus vacaciones en casa de Carson McCullers y no había fiesta a la que no le invitaran. ¿Qué había sucedido? Entre enero y octubre del 45, el joven Capote había publicado en la re vista “Mademoiselle” un extraño relato, “Miriam”, inusual por su tema (la historia de una niña que lentamente vampiriza y des truye a una bondadosa viuda), por su estilo y, sobre todo, por la edad de su autor: 21 años. El cuento apareció en Junio; el repor taje de “Life”, con la foto a toda página, en Septiembre. Y el 22 de Octubre, Robert Linscott, uno de los directivos de Random House, impresionado por “Miriam”, le hizo firmar un contrato sin prece dentes: Un anticipo de más de mil dólares a cambio de su incon clusa primera novela, al que seguiría otro aún más sustancioso de la Twentieth Century Fox para asegurarse los derechos de adaptación al cine.
 
La foto de “Life”, donde no parecía tener más de catorce años, unida al tono sombrío de “Miriam” (“En las fies tas, cuando se enteraban de que era el autor de ese cuento, le cambiaban el vaso de leche por un Martini”) y a los envidiables contratos que acababa de firmar, dispararon los rumores y las especulaciones acerca de su persona y su trayectoria anterior. Cuando apareció “Otras voces, otros ámbitos”, la solapa biográfica – compuesta, naturalmente, por el propio Truman- no contribuyó demasiado a facilitar pistas sobre sus orígenes. Astuto y juguetón, y demostrando el especial talento para la autopromoción que ca racterizaría su carrera, Capote resumió su vida en seis fantasiosas líneas, diciendo que había “escrito discursos para un político de tercera fila, trabajado como bailarín en un restaurante flotante, amasado una pequeña fortuna pintando flores en vidrieras, leído guiones para una pequeña productora cinematográfica y estu diado la ciencia adivinatoria con la famosa Mrs. Acey Jones”, so lapa que público y crítica se tomó absolutamente en serio, hasta el punto de que durante mucho tiempo tales invenciones fi guraron en infinidad de entradillas periodísticas. A quienes más insistían, les contaba entonces que había nacido en Nueva Orleans el 30 de Septiembre de 1924, que su madre, Nina Faulk Persons, había sido “la muchacha más atractiva de Alabama”, y que pasó buena parte de su infancia en el pueblo de Monroeville, en la vieja casa de sus tres tías, Jennie, Callie y Sook, a las que pintaba cocinando tortas de maíz y pasteles de frutas en una imagen idílica que parecía extraída de los Cuentos del Tío Remus. Hablaba poco de su padre natural, Joe Persons, y de su padre adoptivo, el cubano Joseph García Capote, y hasta muchos años después no reveló que el sonido primordial de su infancia fue el de una puerta al cerrarse, seguido del taconeo de su madre al partir, de jándole abandonado en una habitación de hotel mientras iba al encuentro de sus innumerables amantes. Cualquier lector atento, sin embargo, hubiera percibido que en sus cuentos, como en su vida, había dos realidades radicalmente opuestas: El lado de la luz, ejemplificado en cuentos como “Mi visión del asunto”, que la crítica calificó de “encantador, delicioso y sutilmente divertido”, y el territorio de la sombra, poblado de criaturas tan inquietantes como la maléfica Miriam o los amenazadores protagonistas de “Un árbol de noche”, el relato que escribió en octubre del 45, recién firmado el doble contrato.   
Pero el opaco horror de “Miriam” y la tur badora visión del mundo que latía en “Un árbol de noche” que daban sumergidos bajo la portentosa fuerza del estilo y la sober bia arquitectura narrativa de ambos textos, que, sin embargo, no pocos críticos despacharon como “aciertos casuales”, del mismo modo que recibirían “Otras voces, otros ámbitos” como si, acorde al tópico que envuelve a los niños prodigio, su autor la hubiera escrito de un tirón, poseído por la fiebre de recuperar su pasado, en un golpe de inspiración que acaso no volviera a repetirse. “Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien, di jeron muchos – escribió Capote en el prólogo a “Música para cama leones”- ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce años! Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Nunca hablé con nadie de lo que escribía. Si alguien me preguntaba, le contestaba que hacía los deberes. En realidad jamás hice los ejercicios del colegio. Mis ta reas literarias me tenían enteramente ocupado: El aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de construir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo; el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin”.
Tampoco se trataba de su primera novela. En 1944, recién cumplidos los veinte años, había escrito más de cien páginas de una historia llamada “Summer Crossing”, cuya prota gonista era una fitzgeraldiana jovencita de la Quinta Avenida que se quedaba sola en Nueva York durante un verano mientras sus padres viajaban por Europa; una novela que abandonó por “inconsistente, artificiosa y poco auténtica” en favor de “la secreta geografía espiritual que comenzaba a bullir en mi interior, apoderándose de mis sueños y mis ensoñaciones”: La aventura iniciática de un muchacho que crece, solo y perdido, en una pe queña ciudad de Alabama, y cuya composición le tuvo en vela, noche tras noche, a lo largo de tres años, primero en una habitación del 711 de Royal Street, en pleno corazón del barrio francés de Nueva Orleans, y luego en Saratoga Springs, y en el 1060 de Park Avenue, la casa que compartía con Nina, y al fin en el 17 de Clifton Place, “un pequeño cuchitril en lo más perdido y oscuro de Brooklyn”, donde acabó trasladándose para escapar de su madre, cada día más violenta y alcoholizada.
  Precedido de una enorme expectación – los libreros comenzaron a pedir el libro desde varios meses antes de su salida, y catorce editores europeos solicitaron derechos de tra­ducción sin conocer del texto más que un breve resumen argu mental – a la que no fue ajena la concesión del Premio O’Henry a “Miriam”, “Otras voces…” salió al mercado en enero del 48, en una tirada de diez mil ejemplares que algunos miembros del equipo directivo de Random House creyeron excesiva, opinión que hu bieron de tragarse a la que el libro superó, en menos de tres me ses, los treinta mil, a edición por mes, lo que supuso para Capote un ingreso de veinte mil dólares en concepto de derechos de au tor.
  Pese a tan óptimas ventas (o quizás pre cisamente por ello), las críticas de la mayor parte de periódicos neoyorquinos fueron brutales. Los reseñistas de la capital del mundo, desconfiados ante la magnitud de lo que consideraban una astuta campaña publicitaria, afilaron sus garras y recibieron la opera prima de Capote con una absoluta falta de generosidad. Salvo el “Herald Tribune”, que consideró el libro como “el mejor debut en la historia de la literatura americana”, los restantes críticos la calificaron de “inmadurez notoria”, “lóbrego pozo de símbolos freudianos” y “mala copia de Carson McCullers”. Y tenían una punta (sólo una punta) de razón. Es una novela inmadura, y probablemente víctima de lo mucho que se esperaba de ella, un peso excesivo para cualquier joven autor. Adolescente en la más amplia acepción del término, con todas sus grandezas y todas sus miserias, sobrecargada de símbolos e imágenes altisonantes, “Otras voces, otros ámbitos” acaba resultando fatigosamente deslumbrante, como una continua exhibición de virtuosismo ba rroco que alterna la fuerza lírica y el puro retorcimiento pom poso, con frases como “serpientes de agua deslizándose por entre las cuerdas tañían serenatas en el desvencijado piano del salón de baile”; una prosa, en suma, inferior a la de sus primeros relatos, en los que Capote trazaba mucho mejor “el exigente arco que va del comienzo al medio y al fin” y hacía gala de una muy superior economía de medios: No hay más que comparar las derivas de la mayor parte de sus capítulos, esos pasajes en los que parece “escucharse escribir”, y el ominoso “crescendo” de “Un árbol de noche”, su magistral gradación de efectos para establecer un clima de pesadilla, y el terrorífico y perfecto final, con ese im permeable que la extraña viajera coloca sobre el rostro de la protagonista, “con delicadeza, como una mortaja”, y que nos dice mucho más sobre las oscuras amenazas del mundo adulto que las cuitadas reflexiones de Joel Knox.
“Desde los más favorables a los más hostiles – escribió TC veinte años después, en “Una voz desde una nube” – los críticos dijeron que estaba influenciado por tres escritores sureños (Faulkner, Carson McCullers y Eudora Welty) cuya obra yo conocía y admiraba. Pero se equivocaban. Los escritores norteamericanos que habían sido más valiosos para mí eran (no los nombro en orden especial) James, Twain, Poe, Cather, Hawthorne, Sarah Orne Jewett, y los europeos Flaubert, Jane Austen, Dickens, Proust, Chejov, Katharine Mansfield, E.M. Forster, Turgeniev, Maupassant y Emily Brontë, aunque el verdadero pro genitor no era otro que mi difícil y subterráneo yo. “Otras voces, otros ámbitos” fue una tentativa de exorcizar demonios; una ten tativa inconsciente y completamente intuitiva, ya que no me daba cuenta, excepto por unos pocos incidentes y descripciones, de que era autobiográfica. El resultado fue revelación y escape al mismo tiempo: El libro me dejó libre, y, como en su profética oración fi nal, me dí la vuelta para mirar al niño que dejaba atrás”.
Los ataques personales de todos aquellos que no le perdonaron ni su celérico salto a la fama ni la célebre foto de la contraportada enturbiaron un tanto su sueño de gloria (“Todo fue diferente de como siempre había pensado o confiado que fuera: Me sentí tan perplejo por la virulencia de algunas críticas que no lo disfruté en absoluto”, declaró a Selma Robinson en una entrevista publicada a poco de aparecer la novela) pero la controversia hacía vender libros y, como apostillaba la entrevis tadora, “no puedes ir a ninguna fiesta esta temporada sin que la gente discuta si está a favor o en contra de Capote”. En el mo­mento en que “Otras voces, otros ámbitos” se encaramaba a lo alto de la lista de best-sellers, donde permanecería por espacio de nueve semanas, Truman decidió poner tierra de por medio y plantarse en Europa para lamer sus heridas secretas y tratar de encontar una respuesta a la eterna pregunta de todo joven autor tras la publicación de su primera obra: ¿Qué hacer ahora?
 
Visitó Londres y París, recaló en Tánger y Venecia y acabó aposentándose en el sur de Italia. Mientras su círculo de amistades aumentaba (Cocteau, Colette, Tennessee Williams, Cecil Beaton, Jane y Paul Bowles) volvió a “Summer Crossing” para desecharla de nuevo, esta vez definitivamente, y en su lugar prometió a Random House una serie de artículos so bre los lugares que había visitado. Durante su estancia en Europa, la editorial publicó, en Febrero del 49, una colección de sus re latos bajo el título de “Un árbol de noche y otras historias”, que contenía “Profesor Miseria”, “Niños en sus cumpleaños”, “La botella de plata”, “Un árbol de noche”, “Miriam”, “El halcón deca pitado”, “Mi versión del asunto” y la narración que el año anterior le había valido, con toda justicia, su segundo Premio O’ Henry, “Cierra la última puerta”. En septiembre del 50 apareció “Local Color”, una serie de estampas de Haití, Ischia, Tánger, España, París y Roma, completada con cuatro textos sobre Hollywood, Nueva Orleans, Nueva York y su barrio de Brooklyn Heights que había escrito para “Vogue” y “Harper’s Bazaar” en los días que precedieron al lanzamiento de “Otras voces”.
Incomprensiblemente inédito en España y condenado bajo la fácil etiqueta de “obra menor”, “Local Color” va mucho más allá del consabido libro de viajes. Hay un avance for mal considerable, un rechazo de la hojarasca retórica en favor de la claridad y la concisión: El Capote que cierra su “Viaje por España” con una metáfora tan cristalina y poderosa como “El tren se puso en movimiento con tanta lentitud que las mariposas en traban y salían por las ventanillas” está muy lejos ya del “joven peligrosamente dotado”, como le definiera Granville Hicks, inca paz de contener los desbordamientos ornamentales de “Otras vo ces, otros ámbitos”. Su búsqueda de una prosa más reconcentrada y  flexible aparece definida, a modo de poética, en este pasaje de “Local Color”: “La realidad reflejada es la esencia de la realidad, la verdad más auténtica. Cuando era niño jugaba a un juego pic tórico. Observaba, por ejemplo, un paisaje: Arboles, nubes, unos caballos pastoreando. Luego seleccionaba algún detalle de todo lo visto – la hierba doblándose bajo la brisa, por ejemplo – y lo en­cuadraba con las manos. Entonces ese detalle se convertía en la esencia del paisaje, y captaba, como prismática miniatura, la ver dadera atmósfera de un panorama demasiado grande para ser captado de otra manera. O si estaba en una habitación extraña y quería comprender el lugar y la naturaleza de sus habitantes, paseaba la mirada hasta que descubría algo – un rayo de luz, un piano decrépito, una forma en la alfombra – que parecía, en sí, contener el secreto. Todo arte está compuesto de detalles se leccionados, imaginados o no: Una destilación de la realidad”.
Tras “Local Color”, los nuevos frutos de su preceptiva (“Un libro tendría que ser como plantar una semilla para que el lector creara su propia flor”) no tardarían en llegar. El primero fue una novela, su esperadísima nueva novela, “El Arpa de Hierba”, una revisitación de los territorios de “Otras voces” bajo una nueva luz. Una luz adulta, que barre las aparatosas som bras de los fantasmas infantiles para instaurar una mirada más vasta, una paleta de sentimientos en la que tienen cabida la ter nura, la comprensión, la emoción serena. “El Arpa de Hierba”, comenzada en Taormina a principios de junio del 50 y acabada casi un año después, a finales de Mayo del 51, es una novela breve (180 páginas) y feliz, incuestionablemente tutelada por el ángel de Monroeville: Su tía Sook Faulk, su alma gemela, su com pañera de juegos, a quien dedicará el libro; fuente inspiradora de su personaje central, la ingenua y libérrima Dolly Talbo, y que habrá de reaparecer una y otra vez en su obra, con su nombre y apellidos reales, eje de relatos tan extraordinarios como “Recuerdo Navideño” o “El Invitado del Día de Acción de Gracias”.
 
 
A diferencia de lo sucedido con “Otras voces”, las críticas fueron unánimemente favorables, considerando “El Arpa de Hierba” como una pieza mucho más madura, mucho me jor concebida y ejecutada que su opera prima. Por lo que respecta al favor del público, se vendieron casi catorce mil ejemplares, el doble de “Un árbol de noche” y el triple de “Local Color”. La se gunda semilla, “Se oyen las musas”, daría lugar a un árbol com pletamente distinto: La nueva forma que Capote andaba buscando desde el comienzo de su estancia europea, como el pura sangre que olfatea los territorios más apropiados para su galope.
 
 
ACTO SEGUNDO : Hacia una nueva forma
 
 
En 1956, Capote se enteró, a través de sus amigos de Broadway (donde acababa de presentar, con escasa fortuna, una comedia musical basada en uno de sus cuentos, “House of Flowers”) de que la compañía Everyman Opera iba a representar “Porgy and Bess”, de Gerswhin, en Leningrado: Un acontecimiento histórico, ya que se trataba de la primera forma ción estadounidense que actuaba en la Unión Soviética desde la revolución, aprovechando un momento de deshielo en la guerra fría. Intuyendo que la confrontación entre ambas culturas de pararía un óptimo material para una serie de crónicas, ofreció sus servicios al “New Yorker”, que rápidamente aceptó costear su via je y estancia. Así, el 19 de diciembre de 1955, la numerosa emba jada artística americana, integrada por “cincuenta y ocho actores y actrices, siete técnicos, dos directores de orquesta, varias es posas, oficinistas, seis niños y su maestra, tres periodistas, dos perros, un psiquiatra y yo” entró en Berlín Oriental y tomó el Blue Express que les llevaría a Leningrado, donde estaba previsto que la ópera se estrenase el día de San Esteban para seguir luego hasta Moscú, colofón de la gira. Más que una crónica, Capote planeaba escribir “una breve novela cómica, muy rusa, no en el sentido de que evocase la literatura rusa sino un pequeño y lu­joso objeto zarista, una cajita de música de Fabergé que vibrara con una brillante, precisa y juguetona melodía”. Narrado en primera persona, situándose en el centro de los acontecimientos, se adelantó en casi una década a las técnicas del Nuevo Periodismo, sin dejar de reconocer que no inventaba nada, y que su principal influencia había sido “Picture”, de Lilian Ross, la crónica de la filmación de “The Red Badge of Courage” de John Huston: “Con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, el libro tenía una fascinante estructura cinematográfica, y al leerlo me pregunté qué habría pasado si la autora hubiera prescindido de su rígida disciplina al reflejar los hechos de modo estricto y hubiera manejado los elementos del relato en clave novelesca”.
La excursión soviética obedecía fundamen talmente, pues, a la voluntad de extender sus tentáculos y hallar cauces nuevos para su arte, pero pretendía ser, asimismo, una suerte de lenitivo para la depresión provocada por la muerte de su madre, Nina, que se había suicidado con barbitúricos mientras él se encontraba en Italia escribiendo el guión de “Beat The Devil”. “Se oyen las musas” (también inédito en España), es un texto breve (130 páginas), que, tras aparecer en dos partes en el “New Yorker” en octubre del 56, fue publicado por Random House a finales de año y recibido por la crítica con unánimes elogios. Justamente calificado como “una burbuja maliciosa, brillante y corrosiva”, el libro es divertido y entretenidísimo pero, aunque su autor lo presentó, al correr de los años, como “mi obra preferida, la única que verdaderamente disfruté escribiendo”, rezuma una oculta tristeza: En su central “morceau de bravoure”, el alcohólico viaje al fin de la noche moscovita en compañía del patético Stefan Orlov, no cuesta rastrear el dolor y desconcierto de Capote brotando de la herida abierta.
Un año después de su viaje a Rusia, Truman Capote intentó emprender una aventura similar en Japón. Durante 1957, la Warner iba a filmar en Kioto, la antigua capital imperial, una superproducción dirigida por Joshua Logan, “Sayonara”. Ambientada en la guerra de Corea, el tema de la película – los contrastes entre Oriente y Occidente – le ponía en bandeja un nuevo reportaje para el “New Yorker”, pero tanto Logan como los capitostes de Hollywood habían leído “Se oyen las musas” y no estaban dispuestos a que “ese enano venenoso” les presentara “como un puñado de palurdos perdidos en un país le jano”. Pese al tajante veto, TC salió para Kioto el 27 de Diciembre de 1956 con un nuevo proyecto y un blanco secreto:  Marlon Brando, el protagonista de “Sayonara”, iba a ser el conejillo de indias de su nuevo experimento. En “Se oyen las musas” había adoptado el formato de la crónica periodística, pero la utilización de la primera persona y las exigencias de la construcción na rrativa le habían impelido a tomarse excesivas licencias con la verdad de los hechos. Ahora se trataba de ir más lejos en su ex ploración de las fronteras entre periodismo y literatura. Su nuevo plan, tal como lo expuso a la dirección del “New Yorker”, obedecía a un desafío creativo concreto.
“Yo sostenía – dijo – que un reportaje puede ser arte, igual que cualquier otra composición en prosa (ensayo, cuento, novela), teoría esta no tan aceptada en 1956, año en que se publicó el artículo. Razoné de esta manera: ¿Cuál es el nivel más bajo del arte periodístico? La entrevista a un artista de cine, tipo “Silver Screen” o cualquier revista similar. ¡Nada podría ser más banal! Después de elegir a Brando como espécimen del expe rimento, verifiqué el equipo, cuyo principal ingrediente es poseer talento para registrar conversaciones largas, ya que además creo firmemente que si se toman notas – menos aún usar un grabador! – se crea una atmósfera artificial y se destruye la naturalidad que podría existir entre el que observa y el que es observado. Ese ta lento puede ser innato o puede perfeccionarse. En mi caso, me ejercité en él durante año y medio, antes de mi viaje a Rusia: Cada día, durante dos horas, me hacía leer pasajes de un libro cualquiera y luego trataba de transcribirlo, hasta que llegué a conseguir una altísima exactitud”.
Sin grabadora ni notas, pues, logró que Brando le abriera su corazón y hablase sin parar durante cinco horas. “El secreto del arte de entrevistar (porque es un arte) – prosigue – es dejar que el otro crea que te está entrevistando a tí. Empiezas hablando de tí y lentamente vas tendiendo la tela de araña hasta que acaba correspondiendo y contándotelo todo. Así cacé a Marlon. El material a recordar era muy extenso, pero lo escribí de un tirón a la mañana siguiente, y luego pasé un par de meses retocándolo hasta darle la forma definitiva. Aprendí a controlar una composición estática, el modo de revelar poco a poco un personaje manteniendo una unidad de tono sin recurrir a la línea narrativa, mi principal arma en la escritura de “Se Oyen las Musas”. El perfil de Brando, “El Duque en su dominio”, apareció en el “New Yorker” en noviembre del 57 y todavía se utiliza en las clases de periodismo de medio mundo como piedra de toque del arte de la entrevista.
 
1958 le trajo un nuevo éxito: La novela corta “Desayuno en Tiffany’s”, una de sus piezas más redondas, con la que cerraría, según sus propias palabras, su “segundo ciclo crea tivo”. Fue una novela difícil de escribir, de la que realizó varias versiones, y que se impuso con rapidez en el mercado pese a sufrir el veto de “Harper’s Bazaar”: La revista había pasado a manos de la ultrapuritana cadena Hearts y rechazaron el material alegando que su protagonista, Holly Golightly, el mejor personaje femenino creado por la imaginación de Capote, hacía gala de “una conducta impropia”. Random la publicó en otoño del 58, en un volumen completado con los relatos “Una guitarra de diamante”, “La Casa de las Flores” y “Recuerdo Navideño”, que recibió un to rrente de elogios, entre los que cabe destacar, por infrecuente, el de Norman Mailer: “TC es el mejor escritor de mi generación; el que escribe las mejores frases, palabra por palabra, párrafo tras párrafo. Yo no tocaría ni una coma de “Desayuno en Tiffany’s”, que se convertirá en un pequeño clásico”.
 
Por esas fechas data el plan general de “Plegarias Atendidas”, la novela que arrastraría hasta su muerte, una “crónica proustiana, mi obra magna”, de la que comenzó a escribir algunas páginas hasta darse cuenta de que el “veneno de los hechos” imposibilitaba su regreso a la ficción.  “Tras “Desayuno en Tiffany’s” me percaté – le contó a Glenway Wescott – de que la narrativa se me había quedado pequeña. Seguía buscando una nueva forma, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y la libertad de la prosa y la precisión de la poesía. No podía permanecer quieto imaginando un relato: Ya sabía cómo se hacía. Era como si hubiera una caja de bombones en la habitación de al lado y no pudiera resistirme a ellos. Los bombones significaban que yo quería escribir hechos y no ficciones. Había tantas cosas que sabía que podía indagar, tantos temas a descubrir… Los periódicos se me antojaban objetos vivos, y comprendí que mi faceta de novelista corría un terrible peligro. Aún no lo sabía con claridad, pero estaba a punto de comenzar el tercer acto de mi vida como escritor”. Comenzó exactamente el l6 de noviembre de 1959, cuando TC abrió el “New York Times” y, en el centro de la página 39 pero sin excesivo lujo tipográfico, halló una columna con este titular: “Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados”. Estaba fechado en Holcomb, Kansas, y comenzaba así: “Un rico agricultor, Herbert Clutter, su esposa Bonnie y dos de sus cuatro hijos, Nancy, de 16, y Kenyon, de 15, fueron encontrados hoy en su casa, muertos a tiros. Sus asesinos, que aún no han sido des cubiertos, les dispararon a quemarropa después de haberlos atado y amordazado…”.
 
 
 
 
ACTO TERCERO: La cima y el descenso
 
 
“Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están dispuestos a jugarse el todo por el todo y llegar hasta el final – escribiría años después – tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: Los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años va gando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de plano mi concepción de la “novela real”, declarándola “indigna de un escritor serio”. Fue como jugarse el resto al poker: Durante seis exasperantes años estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero continué dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabía. Me llevó seis años escribir “A Sangre Fría” y otro año más recuperarme, si es que recu perarse es la palabra. No pasa un día sin que algún aspecto de esa experiencia no oscurezca mi mente”.
 
Sin conocer a una sola persona del lugar, Capote viajó hasta Holcomb en compañía de su amiga de infancia Harper Lee, la autora de “Matar un ruiseñor”, en calidad de “ayudante de campo”, a la que expuso de nuevo su teoría: “El pe riodismo se mueve siempre en un plano horizontal al contar una historia, mientras que la narrativa, la buena narrativa, se mueve verticalmente, profundizando en el personaje y en los aconte cimientos. Al tratar un hecho real con técnicas narrativas, algo que un periodista no puede realizar a menos que sea un buen escritor, es posible elaborar este tipo de síntesis”. Su plan con sistía en escribir una “novela real” con total y absoluta objetivi dad, desterrando ahora la primera persona, convirtiéndose “en una mezcla de cámara y grabadora” para construir un “texto flaubertiano”, una “obra de arte libre de cualquier implicación emocional”: Si “Plegarias Atendidas” habría de ser algún día su “En busca del tiempo perdido”, la novela de los asesinatos de Holcomb sería su “Madame Bovary”. Pero ignoraba por completo el pozo que iba a abrirse bajo sus pies al hundir su “línea vertical” en el suelo de Holcomb. “Si alguien me hubiera dicho lo que iba a encontrarme allí – diría – jamás hubiera tomado aquel tren rumbo al Midwest”.
 
Hasta entonces, los críticos habían repro chado a Capote su tendencia a permanecer “au dessous de la melèe” en sus crónicas periodísticas: Había contemplado con sorna distante a los americanos en Rusia de “Se oyen las musas”, había utilizado a Brando como un cobaya en un experimento. Irónicamente, el libro que más exento debía estar de “cualquier implicación emocional” habría de convertirse en una aventura existencial en la que no cabían la ironía, la frivolidad o la distan cia. El destino, siempre chambón, le reservaba un golpe in sospechado: Mediado el libro, la policía encontró a los asesinos y él encontró a su sombra. La aparición de Perry Smith le dió la vuelta a la novela y a su vida. No era un simple asesino. Como él, había sufrido una infancia desgraciada y sin amor. Era su lado oscuro, la encarnación enloquecida del dolor y la cólera acumula dos. Era, descubrió, “lo que yo podía haber sido de haber embo cado el camino erróneo, la senda tenebrosa”.
Capote comprendía el dolor de los Clutter, pero también el de los asesinos. La maquinaria judicial norte americana añadió un nuevo hilo a la telaraña y proveyó el título del libro, su doble acepción: Habían matado a sangre fría, y a san gre fría serían castigados. Dick y Perry fueron condenados a la horca, pero su ejecución podía tardar años; años durante los que sufrieron algo peor que la pena capital: La espera en el Corredor de la Muerte, divididos entre el ilusorio anhelo de una revisión de condena y el deseo furioso de acabar de una vez. Capote quedó aprisionado con ellos en una telaraña pareja, un salvaje dilema moral: Ansiaba desesperadamente que se publicara su libro, pero para ello era necesario que fueran ejecutados.
El trabajo había sido descomunal, agotador. Acorde a su precepto de “levantar un roble para luego reducirlo a la semilla”, no había utilizado apenas un 20% de todo lo investi gado. Y “todo lo investigado”, según Harper Lee, “rondaba las seis mil páginas de notas, transcripciones de entrevistas, conversa ciones con psiquiatras, cartas, recortes de prensa e informes jurídicos, un archivo que ocupó una habitación entera, del suelo al techo”.
Seis mil páginas que quedaron condensadas en un volumen de 343, publicado por Random House en enero del 66. Fue un éxito crítico y comercial instantáneo. Era el libro más esperado de la década de los sesenta. Era EL LIBRO. En dos sema nas se convirtió en el número uno de la lista de best-seller y permaneció en su cima, imbatible, durante más de un año, generando cifras fabulosas. Al cabo de ese año se habían vendido ochocientos mil ejemplares en tapa dura y dos millones y medio en edición de bolsillo; había sido traducido a veinticinco idiomas y había reportado a su autor tres millones de dólares y medio mi llón más en concepto de derechos cinematográficos.
 
 
 
A los ojos del mundo, 1966 había sido “su” año. Tenía cuarenta y un años, era rico y famoso, uno de los escritores más importantes de la Tierra. Había arriesgado su tiempo, su talento y su reputación en una travesía del desierto para regresar victorioso. La crítica había sido unánime: Una obra maestra absoluta, uno de los libros más influyentes de los sesenta, que abría un sendero inexplorado. Se compró un aparta mento en Manhattan, en el piso 22 del lujoso edificio Plaza. El 26 de Noviembre festejó el “libro de la década” con la “fiesta de la década”, la perla de su corona: El “Black and White Party”, la fies ta de disfraces en el salón de baile del Hotel Plaza, a la que asistieron las quinientas personas más importantes de la ciudad. Revistas, periódicos, radio y televisión “se convirtieron en una gi gantesca orquesta que sólo interpretaba a Capote”. Pero pocos sabían que Capote estaba destrozado, cada vez más perdido en un laberinto de alcohol, drogas y fármacos. “Nadie sabrá nunca – confesaría en sus últimos años – lo que “A Sangre Fría” se llevó de mí. Me chupó hasta la médula de los huesos. Creo que, en cierto modo, acabó conmigo. Antes de empezarlo yo era una persona bastante equilibrada. Luego no sé lo que me sucedió”. Su amiga Phillys Cerf vino a decir lo mismo: “Nunca logró recuperarse de aquel libro. Hasta entonces siempre había sido capaz de hacer frente a sus problemas de manera excepcional. Pero lo minaron mucho, especialmente cuando aquellos dos insistieron en que presenciase su ahorcamiento. Creyó ser más fuerte de lo que era y que podría encajarlo, pero no pudo. Aquel libro empezó a per turbar su vida. Había visto la muerte cara a cara, y quienes reali­zan ese tipo de viaje no vuelven indemnes. Se lanzó a vivir te merariamente, como si nada tuviera sentido. Leía y releía las cartas de Perry Smith. Me mostró la última: Era impresionante, un manuscrito de más de cien páginas que se titulaba “De Rebus Incognitis”, De las Cosas Desconocidas. Me leyó muchas veces sus últimas palabras. Acababa así: “Si no supiésemos que vamos a morir seríamos como niños; al saberlo se nos da la oportunidad de madurar espiritualmente. La vida es sólo el padre de la sabiduría; la muerte es la madre”. Veía a Perry como una especie de her mano perdido, y secretamente se culpaba por su muerte. Luego, cuando le negaron el Pulitzer y el jurado del National Book Award declaró públicamente que el galardón “debía concederse a un li bro menos comercial que “A sangre fría”, se vino abajo. Consideró una monstruosa injusticia que no le dieran esos premios, y se puso como loco cuando Mailer se llevó los dos por “Los Ejércitos de la Noche”.
 
Sus declaraciones de entonces tenían la furia de un niño herido, traicionado: “Hago algo que constituye una auténtica innovación y ¿quién se lleva los premios? Norman Mailer, que me dijo que lo que estaba haciendo con A Sangre Fría era una estupidez. Y luego se sienta a escribir una completa falsi ficación: En todo el siglo XX no se ha producido un fraude seme­jante. Se ha aprovechado de todo lo que he hecho, de mi trabajo y mi experimento, haciéndolo pasar como cosa suya. Lo que más me duele es que ni Mailer ni los otros que me copian, como esos Woodward y Bernstein, hayan dicho por lo menos “Algo le debe mos a Capote”. Pero no: A ellos les dan todos los premios y a mí nada. Así que me dije: ¡Que os jodan a todos! ¡A todos! Si sois tan injustos y no sabéis cuando algo es único y original, pues que os jodan! Ya no me importáis ni quiero saber nada de vosotros. Voy a escribir un libro que os dejará boquiabiertos. Vais a ver lo que un escritor verdaderamente dotado puede hacer cuando se lo propone”.
Su carta bajo la manga era, por supuesto, “Plegarias atendidas”. A poco de publicarse “A sangre fría” había firmado un contrato con Random House comprometiéndose a en tregar el libro dos años más tarde, el 1 de Enero del 68, y reci biendo a cambio un anticipo de 250.000 dólares. En el mismo día había vendido los derechos de adaptación cinematográfica a la Fox por 350.000, pero cuando llegó la fecha no había libro. Entregó un relato breve, hermoso y transparente, “El Invitado del Día de Acción de Gracias”, y solicitó una prorroga hasta mayo del 69. En mayo del 69, el contrato original – según cuenta su editor, Joseph M. Fox – “fue sustituido por un contrato para tres libros, trasladando la fecha a enero del 73 y aumentando sustancial mente el adelanto”. Los de la Fox no fueron tan generosos, y en enero del 71 se vió obligado a devolverles el anticipo. A mediados del 73 se pospuso el plazo hasta enero del 74, y seis meses más tarde volvió a modificarse hasta septiembre del 77. En la prima vera del 80, un nuevo reajuste ponía como fecha límite el 1 de marzo de 1981, subiendo la cantidad a un millón de dólares, “pagadero a la entrega del manuscrito”. Pero el manuscrito no lle garía nunca.
 
 
“Ser buen escritor y permanecer arriba – dijo tras la publicación de “A sangre fría” – es un dificilísimo acto de equilibrio. No basta con el talento. Hay que tener una tremenda capacidad de presencia. De entre toda la gente que empezó a publicar en mi época sólo hay tres que nos hayamos mantenido: Vidal, Mailer y yo. Quienes consiguen verdadero éxito son como vampiros: No se les puede matar a menos que se les clave una estaca en el corazón”. Y acababa con esta frase premonitoria: “Lo único que puede destruir a un escritor realmente fuerte y con talento es él mismo”.
En 1973 apareció “Los perros ladran”, una miscelánea cuyos textos (salvo “Fantasmas bajo la luz del sol”, so bre el rodaje de “A sangre fría”, y los retratos de Jane Bowles y Cecil Beaton) habían sido escritos durante la década de los cin cuenta. A finales del 74, Capote le mostró a Joseph Fox cuatro capítulos de “Plegarias”: “Mojave”, “La Côte Basque”, “Unspoiled Monsters” y “Kate Mc Cloud”. El primero de ellos iba a ser el se gundo capítulo de la novela, un intento de su protagonista, P.B. Jones, de escribir un relato corto, pero Capote acabó decidiendo que no se ajustaba al libro y apareció como un texto más de “Música para camaleones”. Fox intentó disuadir a Capote, sin éxito, de su proyecto de publicar los restantes capítulos en “Esquire”, a modo de anticipo de la novela. No pasó nada especial con “Mojave”, aparecido en el número de Junio del 75, pero cuando la siguiente entrega, “La Côte Basque”, salió a la calle a mediados de octubre se armó un tremendo escándalo. “La Côte Basque” trans curre una tarde de 1965 en el famoso restaurante de Henri Soulé en la calle 55, punto de cita de la “jet” de Manhattan, y consiste en una larga conversación entre el protagonista y narrador, alter ego de Capote, y su amiga Lady Ina Coolbirth, a quien la duquesa de Windsor ha dado plantón para el almuerzo. Entre copa y copa de Roederer Cristal, y mientras esperan que concluya la compli cada preparación de un “soufflé” Furstenberg, despellejan a una larga hilera de personajes: Algunos se hallan en el restaurante y algunos no; algunos son reconocibles pero con nombre falso y otros desfilan con sus verdaderos nombres y apellidos. Un admi rable “tour de force” literario, en cuanto el diálogo pasa de un personaje a otro y acaba cuajando un relato sin fisuras, pero también, y sobre todo, un sulfúrico varapalo a la aristocracia neoyorquina que tuvo los efectos de un terremoto. La reacción la resumió una viñeta de la portada de “New York”, en la que un caniche con los rasgos de TC irrumpía en una fiesta de etiqueta mostrando sus afilados dientes sobre la leyenda “Capote muerde las manos que le alimentan”. En pocas semanas se le cerraron to das las puertas de la alta sociedad y hasta sus más antiguos ami gos, temerosos de que “cualquier cosa que dijeran pudiera ser utilizada en su contra”, le dieron la espalda. Capote, que siempre se había vanagloriado de controlar al milímetro su imagen y su carrera, no logró prever el resultado de su andanada y volvió a caer en un vértigo de alcohol y drogas. Muchos le dieron entonces por acabado. Aparecía borracho y farfullante en la televisión, lan zaba bravatas paranoicas, incumplía compromiso tras compro miso y, lo más importante, parecía irremediablemente perdido para la literatura, como si se hubiera convertido en la encar nación de la cita de Santa Teresa que debía abrir el texto de su abortada novela: Sus plegarias habían sido atendidas, había al canzado la cima con “A sangre fría” y, por consiguiente, sólo le quedaba el declive.
 
Sin embargo, en 1980, el árbol rebrotó con inusitada fuerza. Tras una brutal cura de desintoxicación, Capote se encerró en su apartamento y en pocos meses completó los textos de “Música para camaleones”, un libro admirable en el que figuran algunas de las piezas maestras de su producción, como “Una hermosa criatura”, extraordinario retrato de Marilyn, “Un día de trabajo”, que narra con una vertiginosa variedad de regis tros el recorrido de TC y su asistenta, Mary Sánchez, por todas las casas que ha de limpiar a lo largo de una jornada, hablando de todo lo divino y lo humano y, regalo central del lote, una estremecedora novela corta titulada “Ataúdes tallados a mano”, subtitulada “relato real de un crimen americano”, que pasó por las manos de diversos realizadores (Jonathan Demme, Sidney Lumet, Michael Cimino) sin que todavía, incomprensiblemente, haya saltado a la pantalla grande. El libro vendió 85 mil ejem plares y permaneció 16 semanas en la lista de best-sellers, pero Capote “ya no estaba de moda”, y los críticos recibieron aquellas espléndidas piezas como una colección dispareja arañada del fondo de los cajones, un Detente Mientras Cobro a la espera de “Plegarias atendidas”, cuyo secreto se llevaría a la tumba y sobre el que llovieron las más diversas especulaciones. Por último, en 1982, dos años antes de su muerte, se publicó en edición de lujo el que sería su último relato, “Una Navidad”, donde hablaba por primera vez de su padre adoptivo, que en la narración – el primer encuentro entre ambos, en Nueva Orleans – aparece tan desam parado y falto de amor como su propio hijo.
 
 
Según Joe Fox y el biógrafo de Capote, Gerald Clarke, los archivos del escritor llenaban ocho grandes cajas. El material, examinado página a página y catalogado por ambos en tre 1984 y 1985, consistía en “originales manuscritos y primeros, segundos y terceros borradores escritos a máquina de varios re latos y novelas; las galeradas de “A Sangre Fría” del “New Yorker”; algunos dibujos; muchos recortes de periódicos; cuadernos con entrevistas a los personajes de “A Sangre Fría”; ejemplares y galeradas de sus trabajos en diversas revistas – “Esquire”, “Mademoiselle”, “McCalls”, etc – media docena de cartas perso nales y unas cuantas páginas de las primeras notas de “Plegarias”. Ni rastro de los capítulos restantes, “A Severe Insult to the Brain”, “Yachts and Things”, “And Audrey Wilder Sang” y el que decía haber escrito primero y que habría de cerrar el libro, “The Nigger Queen Kosher Café”. Algunas teorías: Acabó la novela y el manuscrito permanece oculto en la caja fuerte de algún lugar que sólo él conocía; no escribió nada más tras el revuelo provocado por la aparición de los fragmentos en “Esquire”; escribió “A Severe Insult…” y “The Nigger Queen…” (hay algunos amigos que afirman haber leído fragmentos de ambos capítulos), pero los destruyó convencido de que jamás llegaría a alcanzar la prous tiana meta que se había propuesto. En 1987, Random House dió a conocer los capítulos que habían aparecido en “Esquire”: Un libro de 180 páginas titulado “Plegarias Atendidas: La novela inacabada de Truman Capote”.
 
 
EPILOGO: Viaje a la semilla
 
 
El final que Capote proyectaba para “Plegarias” – cuenta Gerald Clarke – estaba inspirado en el último párrafo de la biografía de Lytton Strachey sobre la reina Victoria, con la soberana en el delirio de su agonía evocando visiones de su pasado: Un bosque de prímulas, su esposo muerto mucho tiempo atrás de pie ante ella con su uniforme azul y plata, asnos rebuz nando una nana entre los olmos de Windsor. En una Autoentrevista aparecida en 1972, Capote se preguntó: “¿Qué imágenes cree que cruzarían por su cabeza en el instante de su muerte, ese instante en el que, según dicen, se contempla una vida entera?”
Esta fué la respuesta: “Un día de calor en Alabama, digamos que en 1932, así que debo de tener ocho años y estoy en un huerto donde zumban las abejas y el calor en oleadas, y estoy recogiendo nabos y jugosos tomates escarlata que pongo en un canasto. Luego corro a través de un bosque de pinos y madreselvas hacia un arroyo fresco, donde nado y lavo los na bos y los tomates. Los pájaros, la música de los pájaros, la luz de las hojas, el sabor astringente de nabo crudo en la lengua: Placeres eternos, aleluya. No muy lejos hay una víbora, una mo casín que se retuerce, cruza ondeando el agua. No le tengo miedo. Diez años después. Nueva York. Un club de jazz durante la guerra, en la calle 52, “The Famous Door”. Presentando a la cantante norteamericana que más amo, entonces, ahora, siempre: La señorita Billie Holliday, Lady Day. Billie, con una orquídea en el pelo, sus ojos oscurecidos por las drogas, moviéndose en la barata luz lavanda, mientras de su boca salen como espirales las pal abras: “Good Mornin’ Heartache… You’re here again to stay…” Junio de 1947. Estoy tomando un “fine a l’eau” en la terraza de un café con Albert Camus, que me dice que debo aprender a ser menos sensible a la crítica. ¡Ah, si hubiera vivido para verme ahora! Parado junto a la ventana de una pensión en una isla mediterránea observando como el barco de pasajeros de la tarde llega del continente. De repente, en el muelle, llevando una maleta, alguien que conozco. Muy bien. Alguien que me había di cho adiós en un tono que yo creí definitivo, algunos días antes. Alguien que al parecer ha cambiado de opinión. ¿Es sopa de tor tuga auténtica o una imitación? ¿O es, por fin, el amor? (Lo fué). Un hombre joven con pelo negro, un mechón sobre los ojos. Lleva un arnés de cuero que le sujeta los brazos a los costados. Está temblando. Pero me habla, sonríe. Todo lo que oigo es el rugir de la sangre en mis oídos. Veinte minutos después está muerto, col gando del extremo de una soga. Dos años después. Conduzco un coche desde las nieves de abril de los Alpes hacia los valles y la primavera de Italia. Visito, en el Pére Lachaise, la tumba de Oscar Wilde, oscurecida por el torpe ángel de Epstein: No creo que a Oscar le hubiera gustado mucho. En el Ritz de París, Enero de 1966. Un amigo poco común viene a visitarme trayendo como re galo un enorme ramo de lilas blancas y una pequeña lechuza en una jaula. Parece que a la lechuza hay que darle ratones vivos como alimento. Un camarero del Ritz se ocupó de enviarla a vivir con su familia en Provenza, en el campo. Ahora se mueven con mayor rapidez las imágenes. Las olas me tapan, Estoy cortando manzanas, una tarde de otoño. Devolviendo la vida a un cachorro de bulldog que se está muriendo de moquillo. Y vive. Un jardín en el desierto de California. El sonido del viento como una marejada en las palmeras. Un rostro, muy cerca. ¿Es el Taj Mahal lo que veo? ¿O simplemente Ashbury Park? ¿O es el amor? (No lo fue, claro que no lo fue). De pronto, todo vuelve a girar hacia atrás. La señorita Faulk está haciendo un edredón de retazos, con dibujos de rosas y uvas, y ahora me abriga con él hasta la barbilla. Hay una lampara de querosén junto a la cama; me desea feliz cumpleaños y apaga la luz de un soplido. A medianoche, cuando suenan las campanas de la iglesia, tengo ocho años. Otra vez el arroyo. El sabor a nabo crudo en la lengua, el fluir del agua de verano que abraza mi desnudez. Y allí, justo allí, girando, dando vueltas en la superficie moteada por el sol, la exquisitamente flexible y letal víbora mocasín. Pero yo no tengo miedo, ¿verdad que no?”.
Truman Capote murió la tarde del 23 de Agosto de 1984, un mes antes de cumplir sesenta años. La au topsia no reveló con claridad los motivos de su fallecimiento, aunque habló de “múltiple intoxicación con fármacos diversos”.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

  1. Ana Belén una niña bien lanzada al estrellato en la España franquista, acomodada con sus valores debajo de la ideologia comunista y rentista privilegiada de la SGAE de la que ha salido mucho más beneficiada a diferencia de otros.

    Como pudo ser el comunista Nicalae Ceaucescu o el Mariscal Tito bajo dominio sovètico.

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