12 de desembre de 2009
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Constitunacionalismo español, de Manuel Castells en La Vanguardia

Tal vez sea la calma que precede a la tempestad. Pero la barahúnda suscitada por interesadas filtraciones sobre la amputación ideológica del Estatut de autonomía de Catalunya parece apaciguarse en vísperas de la tan esperada decisión del Tribunal Constitucional. Momento que invita a la reflexión antes de que unos y otros se rearmen jurídica y políticamente para esa madre de todas las batallas constitucionales. Mirado con una cierta distancia, el dramatismo del debate, con su aquelarre de improperios imperiales, parece desmesurado.

O sea que ¿nacionalidad es constitucional (artículo 2) pero nación no es constitucional aunque sea en un preámbulo no vinculante jurídicamente? ¿O tal vez era una simple propuesta inicial y alguien se lo contó a un amigo que lo comunicó a un periódico de Madrid a ver si colaba y atizaba el conflicto? ¿Es posible que los intereses profesionales de los jueces empeñados en no tener que aprender catalán y en recortar la autonomía de los tribunales de Catalunya sean más determinantes que la estabilidad institucional en las decisiones de un tribunal guardián del interés general? ¿Pueden las banderas y los himnos (uno de los cuales no tiene ni letra) que sólo emocionan a cuatro trasnochados fracturar la convivencia? ¿No estábamos ya de acuerdo en que el catalán es la lengua propia de Catalunya e idioma vehicular de todo el sistema educativo, manteniendo la cooficialidad con el castellano y el pleno respeto al uso de esta lengua? ¿No se ha llegado a un acuerdo relativamente satisfactorio de financiación autonómica que permite ir adecuando las inversiones públicas en Catalunya a la riqueza generada en el territorio al tiempo que se asume una cuota de solidaridad con las regiones menos desarrolladas del Estado? Cierto, queda el tema trascendental de las selecciones nacionales que no amenazan la unidad del Reino Unido pero sí parecen ofender al reino desunido. Pero ahora que la selección española es medio Barça y que Cruyff ha situado a la ilegal selección catalana en el mapa mediático mundial la estrechez de miras de los burócratas del deporte se hace menos insoportable. Así pues, ¿cuáles pueden ser esos temidos recortes ante los que la sociedad catalana debe aprestarse a responder? ¿Qué discute el Alto Tribunal desde hace tanto tiempo que se le pasó el tiempo de existencia legal y en algún caso, tristemente, el de existencia vital? ¿Cómo un tribunal paticojo, mermado, paralizado y no renovado puede conmover los cimientos de la coexistencia entre Catalunya y España? Sospecho que no hablamos de recortes ni de Estatut, sino de un rechazo ideológico nacionalista español, dominante en el PP y extremadamente influyente en el PSOE (¿no es cierto, señor Bono?) a la aceptación de la especificidad histórica y cultural de Catalunya, reflejada mal que bien en el acuerdo de mínimos conseguido por nuestro añorado Jordi Solé Tura en el tenso parto constitucional. Es ese trasfondo de no aceptación de las diferencias, del respeto al otro que empieza por el reconocimiento de que hay otro, el que enciende la mecha de la sospecha al menor incidente. Y la cuestión es que un cúmulo de errores políticos ha generado múltiples incidentes hasta llevar a una situación en la que habrá que guardar la calma para que, ¡en plena crisis económica!, no nos metamos en una dinámica destructiva en la que todos perdemos -también quienes no nos escandalizamos ante la idea de que tal vez un día se disuelvan estos malhadados estados nación, carniceros de sus gentes a lo largo de la historia, en una utopía europea de identidades sin fronteras-. Primero, como escribí en su momento, por puro principismo legalista se propuso un Estatut que no añadía más autogobierno al que se podía obtener por negociación política, como así ha sido y sigue siendo. Luego, ante la reacción furibunda de los dinosaurios celtibéricos hubo que defenderlo en la calle y en el Parlament hasta que el Gobierno español lo aceptó, luego lo revisó, luego lo negoció y luego lo aprobó en las Cortes, olvidándose de pasarlo antes a dictamen constitucional por si las moscas.


Para más inri, se somete a referéndum del pueblo catalán, que lo aprueba por amplia mayoría.

Y después de todo eso, de sangre, sudor y lágrimas, de trapicheos judiciales, declaraciones tonitruantes, maquiavelismos de vía estrecha y sensacionalismo mediático, ahora resulta que los restos del naufragio constitucional pueden hundir con ellos a la pacífica coexistencia que habíamos ido logrando entre comunidades culturales-históricas que son tan obviamente diferentes que se enfrentan a la más mínima en cuanto los profesionales de la provocación les mientan la bicha. ¿Saben qué? En realidad, no parece probable que con la tormenta ideológica generada en los medios, que no en la ciudadanía, tras la razonada defensa conjunta de la dignidad de Catalunya por parte de sus doce periódicos, ampliamente apoyados por la sociedad civil, el Alto Tribunal dicte una sentencia que cuestione componentes significativos del prolijo Estatut. Como el conflicto es político e ideológico más que jurídico, es posible que se produzca una negociación, dentro y fuera del tribunal, mediante la cual se trueque un recorte light por una renovación pactada del tribunal que satisfaga los intereses corporativos de los jueces y tranquilice a los defensores de las esencias patrias, españolas, se entiende.

En el fondo, aunque el prestigio del tribunal se resienta, eso sería lo razonable, y aun hay que confiar en que los líderes políticos y judiciales no se dejen llevar por demagogos mediáticos que azuzan el conflicto para airear sus frustraciones e incrementar su menguante tirada. Porque si estas aguas turbulentas no vuelven a su cauce podrían desembocar en un río sin retorno donde crisis, paro, nacionalismo, racismo, xenofobia y cabreo con los políticos en general cuezan un brebaje venenoso que emponzoñe nuestras vidas.

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