Espai de Dissidència

La Bitàcola de Xavier Diez

11 de setembre de 2017
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La autodeterminación es un derecho fundamental

Aquesta és la intervenció, en castellà, que ahir tenia preparada per a l’acte sindical de suport al referèndum que es va celebrar ahir a l’Espai Jove La Fontana de Gràcia, amb presència de diversos sindicats de l’estat que han tingut el valor i la dignitat de fer costat al poble de Catalunya i als seus treballadors i treballadores.

Atès que el programa va experimentar modificacions, vaig haver d’extractar significativament la meva intervenció, pensada en castellà per agrair la presència de companys i companyes vinguts expressament des d’Euskal Herria, Andalusia, Aragó, Galícia, de la resta de Països Catalans i altres territoris. La comparteixo:

Una vez, la novelista inglesa Jane Austen, afirmó que se sorprendía que la historia le pareciera tan pesada, si probablemente la mayoría de cosas que explicaba debía ser pura invención. Quizá exageraba, aunque lo que sí es cierto es que existe una historia oficial que magnifica unos hechos y silencia otros. A la clase trabajadora se le ha desproveído de muchas cosas, también de nuestra propia historia, de nuestra memoria. Cuando se forja el capitalismo, hay una lógica de explotación laboral, aunque también es el momento en el que se van conformando los estados nación tal como los conocemos. Ello implica políticas de nacionalización en los cuales, de igual manera quue las clases dominantes explotan trabajadores y campesinos, o se discrimina a las mujeres, los estados fabrican naciones a base de desposeer de lengua, identidad o capacidad de autogobernarse a otras comunidades nacionales. Francia pisotea Occitania, Córcega o Bretaña. Rusia persigue a polacos; el Imperio Austro Húngaro intenta germanizar eslovenos, croatas o checos; España prohíbe el catalán o desprecia el gallego o el vasco. La Europa capitalista se fundamenta en una triple opresión: la opresión política, la opresión social, y la opresión nacional.
El movimiento obrero nace y se organiza para acabar con esta triple opresión. Apuesta claramente por un mundo alternativo en el que el individuo sea libre, la igualdad se extienda entre todas las personas, y las naciones puedan decidir su destino colectivo. Es lo que se ha venido llamando la trilogía republicana: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Los primeros que lo entendieron todos fueron los federalistas. No, el federalismo no tiene nada que ver con esta caricatura de unicornios rosa de que hablan algunos socialistas o políticos que se hacen pasar por la supuesta nueva izquierda. El federalismo aparece de manera paralela a la Primera Internacional, y es formulada por algunos teóricos que seguramente les deben sonar: el anarquista Pierre Joseph Proudhon y el republicano Francesc Pi i Margall. ¿En qué consiste originariamente el federalismo? Se trata de pactos libres, abiertos, finalistas y siempre revocables para establecer colaboraciones que beneficien mutuamente a todos los individuos que los suscriben. Vaias personas se organizan para montar una comuna libre basada en la libre cooperación, desde una base municipal en lo que muchos denominan “municipalismo libertario”; mediante una democracia directa y deliberativa, se federan con otros municipios para intercambiar de manera justa bienes y servicios hasta llegar a un nivel organizativo en lo que serían las naciones naturales, aquellas en que los individuos y los pueblos se identifican como una “comunidad cultural”. En esto, Pi i Margall, en sus primeros textos, lo tiene claro: la nación natural son los Países Catalanes, la nación completa. Finalmente; en el nivel más alejado, la Federación mundial y universal, la de todas las naciones en convivencia armoniosa y en un estado de cooperación mutua e igualdad absoluta. Ahora bien, hay una cosa que los primeros federalistas tenían muy clara: toda asociación es voluntaria; todo pacto es revisable; cualquier individuo, comunidad o nación puede decidir su propio destino en el momento en que crea oportuno, añadiéndose o separándose de la federación a voluntad. Esto, en una palabra, es lo que denominamos el principio de autodeterminación de los pueblos.
A pesar de ello, pocos recuerdan, por ejemplo, que uno de los fundadores de la Internacional, Mijaíl Bakunin, un ruso, no dudara en ponerse en el lado polaco de las barricadas cuando estos trataban de independizarse del yugo del imperio zarista. Su enviado al estado español, Giuseppe Fanelli, el introductor ibérico del ideario anarco colectivista, fue un antiguo seguidor de Garibaldi que había luchado contra la opresión nacional a la que sometía el Imperio Austro Húngaro a los pueblos italianos. Al fin y al cabo, no se puede distinguir entre libertad individual, libertad social o libertad nacional, todo forma parte del mismo principio a decidir el propio destino. Es el mismo instinto que llevó a los norteamericanos a quitarse de encima al Imperio Británico, a los parisinos a guillotinar unilateralmente el antiguo régimen, o a los latinoamericanos de apellido español a sacudirse de encima a la monarquía borbónica y a los constitucionalistas de España que los consideraba ciudadanos de segunda.
Ha habido algunas organizaciones que se han tomado el discurso emancipatorio como una religión más preocupada de la ortodoxia que de las necesidades de la gente. La revolución social ha sido una especie de mantra que invocan para que llegara, por arte de magia, un nuevo mundo. Una religión revolucionaria en nombre de la cual se puede decir y hacer de todo. Y, sin embargo, muchos de los que presumen de revolucionarios, lo que pretendían era aceptar e imitar el invento burgués de estado, porque, al fin y al cabo, estaban menos interesados a acabar con el capitalismo que a conquistar las estructuras de los estados y reproducirlos en sus propias estructuras orgánicas, burocráticas, políticas, culturales o ideológicas. Esto significaba, a la práctica, imponer límites a la libertad. El individuo, según su parecer, debía subordinarse a la lucha por una revolución que no llegaría nunca, o una revolución que representaba una opresión tanto o más sofisticada que los regímenes que afirmaban combatir. Eso les llevaba a creer e imponer que las naciones debían imponerse a los estados. Que las naciones tenían derecho a la autodeterminación, aunque debían esperar a unas condiciones y garantías que no llegarían nunca. En otras palabras: principio de autodeterminación, aunque hoy no toca! Este fue el discurso formulado por Stalin, y este es el discurso que muchos, des de la pretendida izquierda, miserablemente reivindican para reforzar las triples opresiones que practican cuando disponen del más mínimo poder.
Uno de los sindicalistas más hábiles e inteligentes de la historia, Salvador Seguí, lo tenía muy claro. Él también poseía aquella matriz federalista y pimargallana que creía en la democracia directa, en la libre concurrencia de pactos siempre revisables, y en la federación de individuos, municipios, naciones naturales, y finalmente, la fraternidad universal sin opresiones, y siguiendo el eslogan del anarquista gallego Ricardo Mella: la libertad como base, la igualdad como medio, y la fraternidad como fin. Seguí era un tipo listo y sabía lo fácil que es manipular a la gente a partir de mercadear con sus sentimientos de pertenencia. Ciertamente, parte de la burguesía catalana pretendía modelar a España a su imagen y semejanza, y para ello montó un discurso emotivo para movilizar parte del país de acuerdo con intereses de clase. De aquí que Seguí realizara el conocido discurso del Ateneo de Madrid, donde explicó que a los trabajadores catalanes ya les podría ir bien con la independencia, pero que no se creía a Cambó y una Liga Regionalista que les perseguía a tiros por las calles de Barcelona. Para Seguí, el futuro del país no debía residir en un pacto político entre notables, ni dirigido por un grupo social determinado: el destino de Cataluña, como el de cualquier otra nación, correspondía al conjunto de individuos que la componían, un destino que podía variar en función del cambio de opinión o del interés colectivo. En otras palabras, el principio de autodeterminación de los pueblos que paralelamente se estaba aplicando por todas partes tras la Primera Guerra Mundial, y el hundimiento de los antiguos imperios europeos, según el ideario de Woodrow Wilson.
De hecho, el concepto del principio de autodeterminación también surge paralelamente a la creación de los males de la sociedad contemporánea: el capitalismo, el colonialismo, la esclavitud industrializada, la opresión social, ideológica y nacional. El principio de autodeterminación surge precisamente como fórmula para acabar con los males contemporáneos. De la misma forma que en el siglo XIX los abolicionistas luchan para acabar con una esclavitud percibida como una perversión moral, no se acepta la subyugación de unas naciones respecto a otras. De la misma manera que se ha ido eliminando la esclavitud, pero no del todo, y que persisten todavía formas que las recuerdan, o que en determinadas sociedades dominadas por amigos de los Borbones sigue siendo legal, lo cierto es que las cosas han mejorado, y tienen que mejorar más. Si miramos el mapa europeo de hoy, y lo comparamos con el de 1901, el año en que nació mi abuela, vemos que 26 de los 50 estados actuales, la mayoría absoluta, nacieron a partir del principio de la voluntad de que la libertad colectiva, aparte de teorizarse, se pone en práctica. Otras tantas naciones esperan su turno. La solidaridad, y la idea que todas las naciones poseen los mismos derechos, equivale exactamente a la misma verdad indiscutible que todo individuo tiene derecho a una vida digna y libre. La libertad individual se basa en la solidaridad entre iguales. La libertad de las naciones también se basa en la solidaridad entre éstas.
Contrariamente a lo que muchos sostienen, contrariamente a lo que se escupe desde las trincheras mediáticas o en las conversaciones en tabernas de mala fama, el principio de autodeterminación es la versión colectiva de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Desde un punto de vista moral, nadie la discute (bueno, excepto los amigos del Golfo de la monarquía española). No aceptaríamos que nadie afirmara en público que no todas las personas tienen derecho a ser libres, o que hay gente que, por su sexo, color de la piel, procedencia, ideología o religión, no tienen inherentemente los mismos derechos. Eso sería racismo, xenofobia, o simplemente estupidez. Incluso, aunque algunos lo piensen, pocos se atreven a expresarlo delante de un auditorio. Pero en Cataluña, a lo largo de estos años, hemos oído de todo. Que las urnas, que votar, que decidir sobre nuestro destino es ilegal, antidemocrático, nazi, radical, demoníaco o fruto de perturbación mental más o menos transitoria. Y eso nos lo han dicho los hijos biológicos y espirituales de quienes llegaron subidos a un tanque por la Diagonal en enero de 1939. Pero también lo dice gente que presume de ser de izquierdas y que, tal como queda recogido al evangelio de San Mateo, por sus actos los conoceréis. Hemos tenido que oír de todo, y me temo que todavía queda mucho por aguantar. Es por eso que agradecemos profunda y sinceramente a personas y colectivos que son consecuentes con sus ideas y valores y coherentes en sus hechos.
Por todo eso, hoy, os queremos dar las gracias. La autodeterminación es inherente a la libertad, como los derechos humanos lo son a la dignidad. Es necesario repetirlo y practicarlo cada día.
Una de las frases de Martin Luther King que deberíamos tener siempre presentes es aquella que dice “No recordaremos tanto los insultos de nuestros enemigos, como los silencios de nuestros amigos”. Hoy habéis venido aquí a hablar, a apoyarnos, a hacernos compañía, a no callar ante la ignominia y la indecencia. Agradecemos vuestra presencia, y, sobre todo, vuestras palabras. Y podéis estar seguros que las recordaremos siempre.

 

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