Venezuela aparece con una presencia constante en los medios españoles, muy por encima de lo que podría motivar su interés geopolítico. Más allá de la capacidad de lobby de algunos empresarios venezolanos residentes y españoles con intereses en el país latinoamericano, el país caribeño se utiliza como arma arrojadiza en los debates políticos de Madrid. No tanto porque les interese realmente lo que suceda en Caracas, sino porque han convertido a Venezuela en un símbolo político con la intención de polarizar a la sociedad española. Atacando a Chávez o Maduro, unos sectores conservadores carentes de tradición democrática y sensibilidad social demonizan a una izquierda que los cuestiona. En justa correspondencia, el movimiento bolivariano acaba apareciendo como un icono de la izquierda en la que el mito revolucionario interesa más que una realidad repleta de matices y contradicciones.
La cruel paradoja es que, aunque en los debates políticos se usa y abusa de Venezuela, en realidad, les interesa más bien poco. Reflejo de ello, es el desconocimiento y la confusión sobre lo que sucede en el país latinoamericano. Una ignorancia que nos remite también a la absurda falta de consideración con la que la monarquía borbónica trató a la población de la colonia, motivo por el cual el imperio tuvo que salir humillado y con la cabeza gacha tras la emancipación de la mayor parte del continente americano. En cierta manera, Bolívar fue el resultado natural de la intransigencia hispánica y el desprecio de la corona respecto a unos súbditos que se encargaba de vejar cotidianamente. Lo curioso es que la ignorancia y los prejuicios de principios del siglo XIX persisten también entre aquellos sectores educados e ilustrados del Madrid actual. De hecho, España sigue mirando por encima del hombro a unas sociedades con varios pecados heredados de la metrópolis, pero con bastantes más virtudes de lo que está dispuesta a reconocer.
Mientras tanto, en unos debates envenenados y guerracivilistas, la niebla de guerra sobre lo que sucede en Caracas. Ni Venezuela es ningún paraíso socialista, ni tampoco un gulag totalitario. Criticarla o alabarla es simplemente una fórmula de confrontación política sin inteligencia ni solución. En cualquier caso, convendría utilizar el sentido común -y unos mínimos conocimientos de relaciones internacionales, cosa harto difícil en una España ensimismada y con tendencias al aislamiento- para comprender que Hugo Chávez y lo que se ha venido en llamar –con efectos más propagandísticos que prácticos- “Revolución bolivariana” no surge por generación espontánea, ni es el fruto de ninguna conspiración judeo-masónica-marxista-separatista, sino que resulta una etapa más en una dinámica -al parecer, imparable- de degradación interna.
Es lo que trata de explicarse en “Manual para destruir un país”, un extenso volumen publicado recientemente por un licenciado en Matemáticas y Máster en ADE, norteamericano de familia venezolana, y que pasó buena parte de su infancia y juventud en Caracas, trayecto vital paralelo a la evolución política que condujo a la situación actual. No es un ensayo al uso, sino que combina elementos de historia, antropología, economía y análisis político con experiencias personales. El resultado, un retablo complejo, detallado y cargado de matices que nos debería ayudar a descargarnos de prejuicios, y que debiera servir para responder a la pregunta: ¿Cómo se llegó hasta aquí?
Se trata de una crítica dura, agria, desencantada, formulada con acritud, en la que se formula la tesis que el chavismo ha acabado siendo la secuencia lógica de un largo y lento proceso de autodestrucción. Venezuela, en base a sus propias contradicciones y los pecados colectivos de una población social y culturalmente atomizada, se habría autoinfringido un daño irreparable. Un daño traducido en una irreconciliable polarización política que, aparentemente, podría hacer inviable cualquier proyecto de reconstrucción. El autor enumera varios factores causales. El primero de ellos, la tradición venezolana de ser concebida como la hacienda particular de unas élites narcisistas e irresponsables. Unas élites de un clasismo aberrante, y cuya transición a la modernidad no ha representado otra cosa que la construcción de una exclusiva burbuja, desconectada de la compleja y desigual realidad del país. Cuando hablamos de clasismo, nos referimos a la marginalización de los estratos sociales inferiores, que son segregados geográficamente, educativamente, antropológicamente, despreciados hasta la saciedad y excluidos, en un país sin ascensor social. Cuando se trata de brutos a tus empleados, es muy fácil que se embrutezcan, y respondan con odio al menosprecio. Buena parte de los discursos populistas –en una región latinoamericana caracterizada por una tradición caudillista- han conseguido que aquellos estratos discriminados hayan asumido el chavismo como un elemento simbólico, totémico, con el ánimo de tomarse la revancha histórica por todas las humillaciones recibidas por parte de quienes toda la vida les han mirado por encima del hombro. Y aquellos que cortaban tradicionalmente el bacalao, contemplan, horrorizados, cómo aquellos a quienes consideraban inferiores, son quienes toman las decisiones. Por supuesto, la cosa es mucho más compleja y contradictoria, y las cuestiones simbólicas no han desmontado el vigente sistema estamental, ni tampoco han mejorado substancialmente los mecanismos de redistribución ni instaurado algo parecido a la meritocracia. Los superricos siguen siendo superricos, y los pobres siguen siendo pobres. La diferencia es que los primeros creen que aquellos a quienes consideran brutos han usurpado el poder, y los segundos siguen dependiendo de redes clientelares, aunque puedan aferrarse a símbolos. Y la más terrible consecuencia, parece que, sin solución, es que todo ello concluye en una desmoralización colectiva que impide cualquier solución o capacidad de respuesta.
Si bien el sistema de “hacienda y burbuja” representa el gran factor, ello tiene sus traducciones y consecuencias: existió (y sigue así) una ausencia total de meritocracia. Se desprecia el talento (que, prácticamente, no tiene otro remedio que emigrar) y para tener un buen empleo más vale un buen apellido que un par de doctorados. Sin meritocracia, evidentemente, entran elementos disruptivos: el nepotismo, la corrupción, la corrosión del carácter, la falta de respeto por las normas. Sin oportunidades, y en juegos con cartas marcadas, es normal acabando en una espiral de degradación moral sin fin. Si las élites se comportan de manera arrogante, con un egoísmo mezquino, sin pagar impuestos, utilizando todas las trampas y atajos posibles, la desmoralización va impregnando de arriba abajo una sociedad sin expectativas. Sin embargo, en un país que ya antes estaba profundamente dividido y cuyas instituciones eran disfuncionales décadas antes de que Chávez ganara las elecciones de 1998, se acaba produciendo una polarización destructiva y disolvente, que propicia una atmósfera política hostil e irreconciliable, generadora de gran frustración, especialmente por parte de aquellos que consideran que Venezuela es su finca particular. Ciertamente, se trata de una agria confrontación social disfrazada de política e ideológica, con todos los matices en los que cambiar de bando y trinchera, más por interés que por afinidad, suele ser más habitual de lo que podríamos imaginar.
Sin pretender ser un ensayo académico, el “Manual para destruir un país” nos permite descubrir los mecanismos que propician cómo una sociedad puede caer irremediablemente en la decadencia. Y cómo algunos factores como la emigración del talento, la evasión fiscal, el nacionalismo banal “y de postureo”, la falta de oportunidades laborales, los salarios indignos, la corrupción, la preferencia de especulación respecto a la economía productiva, la dejadez institucional, la pérdida de interés por lo colectivo, la indisciplina cívica, no son más que síntomas que preceden a un diagnóstico grave y probablemente sin remedio.
España no está tan lejos. Y no porque buena parte de los medios más postfranquistas traten de identificar a la izquierda con los “bolivarianos malos”, sino porque pueden identificarse multitud de elementos que encajan a la perfección con la degradación de la decadencia institucional de la Venezuela de los años que precedieron al Chavismo. Al fin y al cabo, Chávez fue votado democráticamente, y de manera bastante mayoritaria (56,5% de los votos) como una solución desesperada ante una espiral de degradación. Sin embargo, existen preocupantes paralelismos en las últimas décadas, que arrancan con el primer aznarato. Por una parte, el egoismo suicida de una derecha autoritaria, que tiene en Madrid (y en su palco del Bernabéu) una aristocracia cerrada y excluyente, a un grupo social sin escrúpulos y adicta a la corrupción. Existe también la propia “burbuja” de clase, insensible a los graves dramas sociales y las crecientes desigualdades que crecen bajo sus pies. Existe también un ideologismo estéril, un nacionalismo banal de rojigualda –en un estado sin consensos simbólicos y una plurinacionalidad invisibilizada- y una izquierda más centrada en la retórica y el folklore que en la propuesta y la acción. Pero, sobre todo, este olor a decadencia se percibe, como sucedía en la Venezuela de los ochenta y noventa, en el desprecio hacia el talento, en la fuga de cerebros, en el nepotismo, la corrupción, el nacionalismo de postureo o el desprecio hacia la pluralidad o la inteligencia. Y, por el contrario, el culto a figuras tóxicas, empezando por un jefe del estado impuesto por el dictador más sanguinario del sur de Europa.
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