Espai de Dissidència

La Bitàcola de Xavier Diez

11 d'abril de 2018
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Los silencios de nuestros amigos

Fotografia de  © Jordi Borràs

Finalment,després aquest que  article que passo a continuació, redactat per al públic espanyol, fos rebutjat per les principals capçaleres “progressistes” de Madrid, la Bea Talegón me l’ha publicat a Diario 16. Sembla que l’article ha tingut certa repercussió (almenys ha estat compartit prop de 2.000 vegades per facebook,  indicatiu important) i comentat. Els seus efectes, ja els veurem. Tanmateix, molta gent me l’ha agraït perquè expressava coses que, com a sentiments íntims, no són mai fàcils de transmetre.

LOS SILENCIOS DE NUESTROS AMIGOS

Por Xavier Diez

Una de las citas clásicas de Martin Luther King expone un pensamiento profundo que va más allá de la política: “no recordaremos tanto los insultos de nuestros enemigos como los silencios de nuestros amigos.” Estas palabras las usé para encabezar mi ensayo histórico “Anatomia d’una Ruptura. Espanya, Catalunya, 1975-2014“, un libro que trataba de indagar sobre los motivos profundos de lo que se podía anticipar como una fractura que me atrevería a calificar de irreparable. Publicado en 2015, aunque redactado de manera intensiva durante el verano-otoño de 2014, poco antes de la consulta del 9-N, defendía la tesis que la diferente evolución política, social y cultural entre la España de matriz madrileña-andaluza y Cataluña llevaba a un choque superficialmente nacional, pero que en realidad tenía que ver sobre todo con unas cosmovisiones que se alejaban irremisiblemente. Esta evolución divergente, contrariamente a los habituales argumentos historicistas, no se remontaba a un pasado remoto, sino que se hallaba estrechamente relacionada con el período que los intelectuales orgánicos denominaban “Transición”, que yo propuse desde inicios de siglo denominarla “Segunda Restauración”, y que finalmente ha acabado con el concepto, popularizado por Juan Carlos Monedero de “Régimen del 78”.

Este contraste tenía más que ver con la relación de la sociedad respecto al pasado reciente que respecto al remoto. Muy especialmente en la especial relación respecto al franquismo y los primeros y balbuceantes años de una Transición democrática, que contrariamente al mito, no tuvo nada de pacífica, ni ordenada, ni tranquila. En cierta manera, el periodo 1973-1982 trató de resolver las tres asignaturas permanentemente pendientes de España: una pobre cultura democrática, unas desigualdades insultantes, y una incapacidad de resolver la articulación nacional. El pacto desigual entre las élites vencedoras de 1939 y una oposición, que como bien recordaba Joan Martínez Alier en el legendario Cuadernos de Ruedo Ibéricono se opuso, dio lugar a un orden institucional que pareció funcionar durante algunos años. Pero el precio a pagar por la mayoría de la sociedad española fue terrible: “no tocar ninguno de los privilegios franquistas, no pedir cuentas ni revisar el pasado, no cuestionar el estado profundo resultante de la dictadura, preservar los elementos simbólicos de la dictadura (himno, bandera y monarquía), lo que resultó ser una democracia vigilada, impotente, limitada e hipotecada. Por supuesto, y visto en perspectiva, las tres asignaturas pendientes se han vuelto a suspender en estos últimos años.

Las identidades siempre son dinámicas, y tienen que ver en la manera sobre cómo las colectividades se relacionan con su pasado y su presente, con sus semejantes y con sus oponentes. Cataluña vio en el fin del franquismo la oportunidad de conseguir encajar en un estado refundado sobre el principio de la plurinacionalidad. Es por ello que entre finales de los setenta y principios de los ochenta se contemplaba la constitución como un punto de partida hacia la construcción de un estado federal, y es por ello que el independentismo era bastante minoritario y confinado en estrechos segmentos políticos. Pero el estado profundo, cierta incapacidad ontológica de la sociedad española de entender que la cultura de matriz castellana está en el mismo nivel que la catalana, la vasca o la portuguesa, y finalmente, una izquierda que aceptó jugar con las reglas del juego impuestas por la policía, los altos funcionarios, el ejército, el periodismo o la judicatura franquistas, acabaron entendiendo la Constitución como un punto de llegada, límite de imposible transgresión.

A partir de aquí es cuando nos encontramos la reconstrucción de las identidades. Una pequeña digresión. Durante las décadas de 1980 y 1990 empiezan a divulgarse las principales teorías que revolucionan el campo de las identidades nacionales, desde las divulgaciones marxistas algo dogmáticas de Hobsbawn hasta las aportaciones novedosas de Anderson, pasando por los matices sobre memoria de Ricoeur o la mirada antropológica de Gellner, abundantemente debatidas en el reconstituido y crecientemente autónomo mundo académico catalán. Ciertamente, la larga era del pujolismo fue una época, si bien contradictoria, bastante nacionalizadora en el mismo sentido en el que cada estado occidental se suele reinventar cada generación. Contrariamente a muchas falsedades divulgadas interesadamente en los medios españoles, esta fase de redefinición no tenía tanto que ver con una visión nacionalista clásica, ni de reivindicar una singularidad territorial folklorizante como muchos, desde Madrid, imaginaban, sino que se pretendía reconstruir una cultura autónoma, con sus insuficiencias y contradicciones, como todas, pero sólida, de vocación europea, y con el objetivo formulado durante la época republicana por el historiador Ferran Soldevila “Hacer de Cataluña un país normal”. Como ejemplo muy gráfico, en la difícil gestación de TV3 (con obstáculos delirantes por parte de la administración socialista, los telediarios catalanes no informaban sobre “Castells” o “Sardanes”, sino que desde el primer momento ponían un particular énfasis en las noticias internacionales. La televisión, como la cultura, no buscaban ofrecer una imagen determinada de Cataluña, sino que pretendían dar una visión catalana del mundo.

Es curiosa cierta cerrazón exhibida desde los primeros momentos por parte de un estado que parecía no comprender lo que estaba pasando. Con un punto de vista bastante jacobino, el mismo Suárez consideraba que el catalán no parecía apto para física nuclear, pero lo cierto es que, a mediados de los noventa, cerca de la mitad de las tesis doctorales se redactaban en catalán (incluida la mía, sobre el anarquismo individualista en España). En pocos años, buena parte de las radios se empezaron a popularizar en esta lengua. Pronto, TV3 pasó a ser la televisión de máxima audiencia. No por cuestiones nacionales, sino porque objetivamente era una cadena de mayor calidad e interés. Paradójicamente, los regulares estudios sociolingüísticos indicaban que, aunque se incrementaba el conocimiento de la lengua propia (especialmente en aquellos usos como el escrito, residual a principios de los ochenta), el uso social se estancaba. Pero, en cierta manera, daba lo mismo. El catalán era percibido (y lo sigue siendo) como un instrumento de promoción social, como un acceso a una dimensión diferente que enriquecía la perspectiva de otras, como la española o la anglosajona. El sistema de inmersión lingüística, señalado como culpable del independentismo, en realidad resultaba ser un instrumento de construcción social más que nacional, de participación en pie de igualdad en un territorio a medio construir. Otro ejemplo: la mejor novelista catalana viva actual, Najat El Hachmi, nació en Marruecos. Uno de los periodistas más brillantes de su generación, legítimo sucesor de Xavier Vinader se llama David Fernández, conocido exdiputado de la CUP, cuya familia proviene de León.

Pero este proceso de replanteamiento de la identidad colectiva (toda identidad, si pretende sobrevivir, por definición debe ser dinámica) no fue precisamente bienvenida al otro lado del río Cinca. Más bien, se percibió como una amenaza. La versión oficial indicaría que la recatalanización del país tendría como consecuencia la desespañolización. Pero esto resulta una burda excusa. Como señalé en mi citado libro (que por cierto, no ha suscitado ningún interés para ser traducido al español), provocativamente afirmaba que “Cataluña es España. Pero no es la España que unos se imaginan”. Si existe un aspecto definitorio de la identidad catalana actual es su republicanismo. En cierta manera, la Cataluña actual tiene bastante que ver con lo que quedó de la España republicana del 39, respecto a cultura política, respecto a objetivos, respecto a composición. No debemos olvidar que, a diferencia de otros territorios peninsulares, la evolución de la guerra permitió que 440.000 refugiados pudieran atravesar los Pirineos y salvar su vida. Que buena parte de ellos, pudieron regresar cuando dejaban de fusilar sistemáticamente. Que se mantuvo un exilio próximo, conectado con Barcelona. Que la capital catalana fue durante la dictadura un quebradero de cabeza constante para los franquistas. Que buena parte de la emigración peninsular desatada desde los años cuarenta y cincuenta, la formaban los perdedores de la guerra civil. Que existieron amplias redes clandestinas de disidencia y un amplio movimiento obrero. Que precisamente, junto a Madrid, País Vasco y Asturias, Cataluña siempre estaba cuestionando el relato oficial del franquismo, que aquí, desde un punto de vista sociológico y político resultaba residual. Que uno de los aspectos definitorios de la Cataluña de los sesenta, setenta y ochenta era la oposición activa al autoritarismo. Es por ello, que para el estado profundo español percibía (y percibe) a Cataluña como una amenaza que cuestiona el relato oficial. Es por ello que el cordón sanitario que se ha levantado mediática y políticamente, trata de evitar que la disidencia se contagie y ponga en cuestión la supremacía de las élites postfranquistas actuales.

Ahora hablaré de mí. La trayectoria personal de quien esto escribe no es precisamente singular. Sin ninguno de mis abuelos nacido en Cataluña, nací en 1965, en plena España franquista y siendo adolescente en plena Transición. Como tantos otros, no empecé a hablar catalán hasta los catorce años. Identitariamente, no sin cierta incomodidad en un país autoritario, aislado y miedoso, podía definirme como español de acuerdo con los parámetros culturales del momento. Mi interacción con la cultura catalana fue como tantas otras, en una dialéctica en la que se evoluciona individualmente de manera paralela a la que una cultura también experimenta actualizaciones constantes. En estos años me he dedicado a la literatura, al ensayo y la historiografía, en ambas lenguas (dependiendo de los encargos). Si alguien me requiere alguna definición diría que me siento cómodo con la de republicano, y más o menos vinculado a la cultura que, para resumir, podríamos concluir que cercana a la izquierda con ciertas tendencias libertarias. Pero mis primeros trabajos comencé a publicarlos a partir del primer aznarismo, en el que el anticatalanismo crecía como fórmula de buscar el enemigo interior que permitiera reimplantar cierta cultura neofranquista, en una especie de nacionalisme español desacomplejado.

En estos últimos años he tenido que soportar. Mi españolidad cultural se ha visto crecientemente cuestionada a partir de la cerrazón hispánica que tiene como primer fundamento la negación de identidades alternativas. Desde el nacionalismo español (que jamás se define como tal, puesto que la “normalidad” es presentada como una única manera de ser o pensar) se niega lo que es obvio, que Cataluña es una nación como cualquier otra, sin estado, pero nación. Que la identidad española cada vez es más excluyente y autoritaria. Que quienes no creen en esta visión unívoca y que no acata la supremacía de determinados aspectos –como la lengua, los símbolos nacionales, ciertos elementos culturales- es visto y tratado como un disidente. Que, a partir del momento en el que la distancia política entre la realidad catalana y la española empieza a ser irreconciliable, y aparece un movimiento suficientemente potente para cuestionar el statu quo, la amplia maquinaria del estado despliega toda su fuerza para criminalizar y deshumanizar a quienes no se pliegan ante su proyecto nacional. Es por ello que, como muchos otros, llega a la conclusión que ya no es posible una vida en común, fundamentada en el mutuo reconocimiento y respeto, y que, por lo tanto, la vía de la independencia es la solución más realista para resolver esta creciente incompatibilidad.

Siempre he tenido claro quiénes son nuestros enemigos: el franquismo subyacente en la cultura política española, el autoritarismo profundo que anida en los inconscientes de muchos, beneficiarios o perjudicados del orden de 1939 omnipresente en la vida cotidiana. Pero, a partir del momento en el que la ruptura, por la vía drástica de crear una República independiente de una Cataluña postnacional (en el que cada uno es lo que le da la gana ser, habla la lengua que le place y escoge su futuro sin importar lo que les digan tipos autoritarios) pasa de ser una hipótesis a una posibilidad real, aparece la constante hispánica de la represión.

Durante los días intensos del pasado septiembre, cuando unos cuantos miles de policías y guardias civiles aparecieron como ocupantes, arrollando imprentas, deteniendo a chavales que replicaban webs del referéndum, denunciando a alcaldes o persiguiendo a quienes pretendían colgar carteles sobre el referéndum, servidor de ustedes, como muchos otros, experimentaron una desolación íntima. Cuando vimos salir policías y guardias civiles de cuarteles entre gritos enfervorizados de “a por ellos”, algo se rompió en mí. Una parte de mi identidad se marchó para siempre. Cuando el día del referéndum empezaba a conocer cómo policía y guardia civil cargaban y agredían a los votantes, muchos de ellos amigos míos, y yo esperaba, junto a más de mil personas en el Pabellón de Santa Eugènia, a que vinieran a agredirnos, aquello es algo que no olvidaré ni perdonaré jamás. No era miedo lo que sentía, sino una profunda indignación. Cuando, días después, la mayoría de mis colegas y amigos historiadores de Italia, Inglaterra, Argentina, Estados Unidos o Canadá se preocupaban por mi familia y por mí, escandalizados por la violencia brutal de las fuerzas ocupantes, no hallé ningún correo, ni un puñetero whatsapp de mis colegas españoles. Eso significó para mí una verdadera decepción, una profunda tristeza. En los envíos masivos que realicé aquellas semanas para recolectar firmas en manifiestos para que se permitiera votar o se expulsara a tipos violentos y uniformados, o posteriormente, para protestar contra el escándalo que supone la existencia de presos políticos evidentemente, ninguno de mis colegas de Madrid, Sevilla o Zaragoza movieron un dedo, a diferencia de mis contactos de Londres, Trieste, Nueva York, Buenos Aires o Munich.

Podía esperar todo de quienes tiraron bombas encima de la casa de mi padre, en la Barcelona de la guerra civil, o de quienes se declaran novios de la muerte. Puedo esperarme muchas cosas de quienes considero mis enemigos. Pero, aunque podía imaginar que pasaría, no me acostumbro a este estruendoso silencio por parte de personas a las que consideraba próximas- Quienes me conocen saben que me da lo mismo que la gente sea partidaria o contraria a la independencia. Nunca trato de mezclar cuestiones políticas y personales. Pero como recordaba al inicio de este artículo, no recordaré tanto los insultos de mis enemigos, como los silencios de mis amigos.

Trato de ser honesto, y por tanto, como la totalidad de los lectores de este artículo, no tengo ni idea de cómo acabará todo esto. Pero sí sé qué pasará en las consciencias y pensamientos profundos de unos cuantos millones de catalanes que no somos nacionalistas, pero ahora, con más razón que nunca, nos han convertido en independentistas. La ruptura profunda permanecerá. No habrá marcha atrás. Ya no es posible volver a considerarse español. Un muro profundo se ha levantado. El distanciamiento lo creo irreversible. El resentimiento perdurará. Los lazos de confianza se han disuelto, sino para siempre, para unas cuantas generaciones. La situación no es sostenible. Después de todo esto, solamente queda el divorcio.

 

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