Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

15 de febrer de 2008
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UNA OPINIÓ

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, expresident d’Extremadura, no és sant de la meua devocació. Encara que, amb arrels catalanes i/o valencianes, aquest senyor no entén això de les nacions (què dic, ni les autonomies!). L’hemeroteca en va plena (de desqualificacions, atacs, etc.) als que compartim llengua, terra, cultura i, molt prompte, nació. Kosovo ja està a punt (i són 2.000.000 d’habitants solament). Tot açò ve per a dir-vos que Rodríguez Ibarra escrigué un article a EL PAÍS despús-ahir i el contingut el puc assumir quasi al 100%. L’article no va sobre temes nacionals, ni culturals, sinó sobre la CEE. I perquè el pugueu llegir ací us el deixe:

Por qué no cambian de tema?

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ IBARRA


EL PAÍS
 – 
Opinión – 13-02-2008


Nos pasa a todos y, por eso, resulta poco caritativo echarse sobre las
espaldas de los prelados españoles cuando reclaman de los poderes
públicos que hagan lo que ellos son incapaces de conseguir con su
palabra y su ejemplo. ¿Quién no ha tenido la tentación de buscar
culpables fuera de su ámbito de responsabilidad?

(segueix)

PD: Que conste que no tota l’Església és així. Per sort.


Vemos a los padres de alumnos pidiendo a los profesores que ejerzan la
autoridad con unos hijos que ellos son incapaces de meter en vereda;
cuando la autoridad familiar -materna y paterna- queda en entredicho,
siempre cabe el fácil recurso de buscar en otros lo que no se es capaz
de conseguir por nosotros mismos. Mil veces hemos oído decir que falta
autoridad en la escuela, sabiendo que donde la ausencia de autoridad se
hace notar es en la familia; conscientes como somos de esa situación,
en lugar de pregonar a los cuatro vientos que somos incapaces de
imponer una disciplina que ya no se lleva, reclamamos de los demás
-escuela- que la impongan por nosotros, de tal suerte que cuanto más
gritamos pidiendo leyes que refuercen la autoridad del profesor, más
estamos poniendo en evidencia la escasez de autoridad en nuestras casas.


De igual forma nos comportamos cuando reclamamos más guardias civiles
en la carretera para que controlen el comportamiento incívico en la
conducción; a todos nos han enseñado a conducir en escuelas similares;
a todos nos han inculcado las mismas reglas y todos hemos tenido que
demostrar que conocemos bien el código de circulación para hacernos
acreedores del permiso de conducir. Sabemos lo que tenemos que hacer,
pero no lo hacemos y por eso gritamos que sean otros los que se
encarguen de hacernos cumplir lo que nosotros no queremos, aunque eso
nos cueste cientos de vidas todos los años.


¿Por qué, entonces, escandalizarse por la actitud de los obispos de la
Iglesia verdadera? Cada proclama que hacen pública demandando de los
poderes políticos que ajusten sus programas al ideario católico no es
más que la manifestación de su fracaso y de la interiorización de que
su doctrina es pura charlatanería para aquellos que deberían seguir sus
mandatos y recomendaciones. Si los obispos católicos estuvieran
convencidos de que su oposición al divorcio es una máxima seguida por
su feligresía, no necesitarían exponerse a la crítica política cuando
intentan reconducir el voto de quienes son de su parroquia pero no
comulgan con sus ideas.


Debe ser descorazonador para los prelados observar el comportamiento de
los fieles católicos que, a la menor oportunidad, hacen caso omiso de
las recomendaciones pastorales, y se presentan a la misa de doce con
otra pareja distinta de aquella con la que, ante el altar, se
comprometieron a no romper aquello que su dios unió.


¿Y qué decir de aquellos fieles que, tentados por su apetito sexual,
dejan en mal lugar a su obispo yéndose a vivir -y en ocasiones a
convivir- con otra persona de su mismo sexo? ¿Acaso no han oído los
homosexuales lo que, hasta la saciedad, han dicho sus prelados al
respecto?


Ya sabemos que la Iglesia verdadera es amiga de la caridad; hasta tal
punto es así, que esa virtud teologal lleva aparejado el adjetivo
cristiana -de tal forma que cuando se oye decir la palabra caridad, la
mente asocia indefectiblemente esa palabra con la de cristiana-, y por
eso, hay que ponerse en los zapatos de los obispos católicos para
entender su sufrimiento cuando al-gunos predicadores laicos escupen
diaria

mente desde los micrófonos de la Cope insultos, calumnias y groserías
que ponen en evidencia el ánimo conciliador y caritativo de la
jerarquía eclesiástica.


A ellos, a los obispos católicos, les gustaría no tener que reclamar de
los poderes públicos que adopten sus programas, sus principios y sus
leyes a la doctrina verdadera; si lo hacen, y siempre lo hacen menos
cuando hubo que hacerlo -¿publicaron los obispos un documento semejante
al de los últimos días en la España fascista de Franco?-, no es por
fastidiar al partido socialista, es sencillamente porque ellos se
muestran impotentes a la hora de conducir al rebaño por el camino recto.


Los socialistas deberían dejar en paz a los obispos y agradecer que la
impotencia episcopal para que sus fieles no coman de la fruta prohibida
la intenten traducir en exigencia de responsabilidad a los demás. Bien
preocupados deberían estar los socialistas si los obispos de la
religión verdadera no tuvieran necesidad de exigirles que adopten sus
propuestas al ideario católico, porque entonces estaríamos en un
escenario electoral diferente. Imaginen los dirigentes socialistas qué
pasaría si los divorcios no fueran consumidos por todos aquellos que,
seguidores de la doctrina de la Conferencia Episcopal, se mantuvieran
unidos a su pareja de por vida; y cuántos investigadores habrían
cerrado sus laboratorios con tal de dejar en paz a las células madres
como aconsejan sus preclaros pastores. ¿De qué hubiera servido una ley
de igualdad si hombres y mujeres católicas hubieran seguido la práctica
machista de la jerarquía eclesiástica? ¿Y los homosexuales? ¿Cuántos
hubieran declarado su condición sexual si se hubiera respetado que la
familia verdadera es la de peras con manzanas o manzanas con peras?


Este es el grave problema con el que nos encontramos: unos obispos que
se desgañitan semana a semana indicándoles a sus fieles lo que se puede
o no se puede hacer y unos fieles que, cada vez que les interesa, se
convierten en infieles. ¿A quién puede extrañar que, ante semejante
muestra de impotencia, los obispos españoles recurran a los poderes
públicos para que no tienten a sus fieles con programas que, cual
manzana de Eva, vuelven locos a sus adictos? Si los políticos no
hubieran aprobado leyes perniciosas, los fieles católicos no hubieran
tenido la oportunidad de divorciarse, abortar, morir dignamente,
casarse con gente de su mismo sexo, pretender la igualdad de hombres y
mujeres, etc. Vean si no es para estar hasta el gorro de socialistas y
similares.


Pero todo se puede arreglar si se juega con inteligencia. Los obispos
españoles podrían dejar su sermón monotemático y probar a decirle a sus
fieles cosas como éstas: no
es bueno apoyar a partidos que van a la guerra a matar inocentes en
base a mentiras; hay que estar contra las guerras, las torturas, las
dictaduras, el fraude fiscal, el enriquecimiento ilícito, el abuso de
los inmigrantes, la pena de muerte, la pederastia, el abuso de
menores… Prueben con ese discurso, a ver qué pasa.

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