Cal llegir-lo totalment. És molt il.lustratiu del que passa a l’Església…
HILARI RAGUER
EL PAÍS – Opinión – 10-01-2008
Ediciones Península reeditó en 2003, para general deleite, el Catecismo patriótico de Menéndez-Reigada, y ahora está a punto de dar a la luz pública otra perla del mismo género, España es mi madre, del padre Enrique Herrera Oria. Ambas obras se publicaron durante la Guerra Civil, y perseguían descaradamente el objetivo de inculcar a los niños españoles, como si fuera un dogma de la fe cristiana, un patriotismo español identificado con el Caudillo y su régimen fascista. No creerlo así sería como dudar de la divinidad de Jesucristo o de la virginidad perpetua de María. Sería pecado.
Los hermanos dominicos González Menéndez-Reigada, fray Albino (entonces obispo de Tenerife y futuro obispo de Córdoba) y fray Ignacio (muy introducido en la casa civil de Franco) fueron seguramente coautores del Catecismo patriótico, que en la mayoría de ediciones da por autor simplemente a "Menéndez-Reigada". Dice este catecismo que "hay que creer en España", y luego identifica la patria con Franco, "el hombre providencial, puesto por Dios para levantar a España", que "es como la encarnación de la Patria y tiene el poder recibido de Dios para gobernarnos". En cuanto al nuevo Estado naciente, justifica la denominación de "totalitario", pero "totalitario cristiano", y afirma que en él "no hay división de poderes, sino unidad de mando y dirección y, bajo ella, orden y jerarquía". Los partidos políticos "no subsistirán en el Estado español", porque "son creaciones artificiales del régimen parlamentario, para dividir, inutilizar y explotar a la nación, a la que son altamente perjudiciales".
En cuanto al padre Enrique Herrera Oria, santandereano, jesuita como tres hermanos suyos, era también hermano de don Ángel Herrera Oria, el dirigente de Acción Católica, del diario El Debate y del partido Acción Popular, ordenado sacerdote en 1940 y nombrado obispo de Málaga y finalmente cardenal. Pero mientras Ángel colaboró en la política accidentalista y conciliadora con la República que propugnaban la Santa Sede, el nuncio Tedeschini y el cardenal Vidal y Barraquer, todos ellos anatematizados por la ultraderecha, Enrique era descaradamente fascista. Presumía de haber orientado políticamente a Onésimo Redondo, antiguo alumno suyo en el colegio jesuítico de Valladolid. Dionisio Ridruejo, que al hablar del prójimo suele ser generoso y ponderado, lo deja francamente mal: "Era un hombre limitado e incluso pueril. Salvo la semejanza física, apenas parecía hermano de sus hermanos Ángel y Francisco". Fue colaborador del ministro de Educación Nacional Pedro Sainz Rodríguez en la elaboración de la ley de reforma de enseñanza secundaria de 20 deseptiembre de 1938, bajo cuyo imperio muchos de nosotros cursamos el bachillerato de siete años, con latín y religión todos los años y cuatro años de griego. Según Dionisio Ridruejo, "hacía retroceder nuestra vida cultural a los niveles de la época de Calomarde". Pero el padre Enrique, intérprete autorizado de aquella ley, la defendió en términos delirantes en un artículo de la principal revista ideológica de la Compañía de Jesús, Razón y Fe: "Mientras los soldados de la auténtica España luchan denodadamente en las trincheras para salvar la civilización cristiana, amenazada por los ejércitos a las órdenes de Moscú, el ministro de Educación Nacional, don Pedro Sainz Rodríguez, se ha preocupado de la reconstrucción espiritual de la Nueva España".
El padre Herrera Oria pone en relación la reforma de la enseñanza media no sólo con la campaña militar, sino también con otra campaña que Sainz Rodríguez desarrolla en la retaguardia: "La depuración de maestros y profesores, el exterminio de los centros del Estado del virus marxista criminalmente inoculado durante los años de la nefasta República masónico-bolchevique". Para justificar el espacio atribuido a "los fundamentos clásicos grecolatinos, cristianorromanos, de nuestra civilización europea", asegura, basándose en cierta encuesta que dice se realizó después de la guerra de 1914-1918, que la grandeza del Imperio británico no viene tanto de su marina de guerra como de la importancia que Oxford y Cambridge dan a las lenguas clásicas. Parecidamente importantes son las humanidades españolas. ¿Cuáles? "El alumno que al terminar los siete cursos del nuevo bachillerato español sea capaz de dar cuenta de una parte de Los Nombres de Cristo, ya podemos asegurar que está formado intelectualmente para ingresar en la universidad".
Culmina la obra en una apología de la rebelión militar: "Muchacho español que me lees. Te voy a contar algo grande, muy grande, quizá la más grande hazaña de los españoles: la guerra contra los rojos". Aduce la patraña de la conspiración: "Entretanto, los rojos, unidos con el Gobierno y los malditos masones, acuerdan dar el golpe para el día uno de agosto. Saldrán a la calle armados y los católicos, o morirán asesinados o irán a la cárcel". Menos mal que la Providencia ha dispuesto un salvador: "Gracias a que un general llamado Franco, muy listo y muy valiente, que en las guerras de África, sin miedo, ha luchado gloriosamente al frente de las tropas, dice: No, no puede ser; un Gobierno traidor de masones y comunistas no destruirá a España, aunque les apoye Rusia, que es cuarenta veces mayor que España, yo les daré la batalla con los valientes españoles, que están dispuestos a morir antes que servir como esclavos".
Ya tenemos el mito del Caudillo, inculcado a las jóvenes generaciones. En realidad la conspiración militar la planeó, con gran sigilo, el general Mola, y Franco se mantuvo reticente hasta el último momento. Siempre cauto, al sublevarse en Canarias no voló a Marruecos, sino a Casablanca, donde esperó a que le confirmaran que el ejército se había impuesto en el Protectorado. Pero cuando se unió al golpe actuó desde el primer momento como su jefe supremo. Franco se presentó como jefe del movimiento a los representantes de Hitler y Mussolini a los que solicitó ayuda, y arrogándose una prerrogativa regia concedió al jalifa de la zona española del protectorado de Marruecos, Muley Hassan Ben el Mehdí, la laureada (¡que él tanto ambicionaba!).
El sofisma de esta obra es el mismo del Catecismo patriótico español: se proclama el deber cristiano de amar a la Patria, pero ésta se identifica con un determinado partido y, a fin de cuentas, con un jefe, el Caudillo. Con la ayuda de una historia falseada, Herrera contrapone dos Españas: "Ya estalló la guerra. Entre la España nacional, la de Don Pelayo, la de los Reyes Católicos, la del Gran Capitán y Carlos V, por un lado, y por otro la de Azaña, Prieto y Largo Caballero… Unos gritan: Somos hijos de Lenin. Otros, somos hijos de Cristo Rey. Viva Lenin. Viva Cristo Rey. Veremos quien triunfa". Así es como el padre Enrique Herrera Oria pretendía enseñar a los niños españoles quién era su madre y, sobre todo, quién era su padre.
No es difícil imaginar la suerte que hubiera corrido el maestro o la maestra que, alegando objeción de conciencia, se hubiera negado a impartir aquella educación para la ciudadanía franquista.
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