Ante la repetida imposición de la administración educativa de aumentar cada año el número de días lectivos, querría invitar a un debate social que hasta la fecha no sólo no se ha producido, sino que su ausencia parece interesada.
En primer lugar, el aumento supone la silenciosa y discreta sustitución de un modelo de profesor que se distinguía por sus conocimientos y se elegía en reñidos concursos, por otro al que no se le exige tanto saber, aunque en muchos casos de hecho sepa, como ejercer de elemento transmisor entre los alumnos y el libro de texto, milagrosamente vuelto a la vida después de una transición -también la hubo en lo educativo y algunos somos hijos de ella- en que su uso se redujo y se discutió. Salta a la vista que el profesor subyugado por el libro de texto y que exige los temas de memoria, quizás no necesite de muchas horas de soledad y recogimiento para preparar sus clases, pero también hay quien no se somete a él y que prefiere los textos de verdad. Por muy anticuado que suene, la tarea del pensamiento no puede regularse como la del trabajo a destajo, ni medirse por la productividad. Se nos objetará, como a diario se hace, que pretendemos evitar cualquier control, y respondemos diciendo que, al menos los trabajadores de la enseñanza pública, fuimos seleccionados del modo apuntado. Además, es imposible que un sistema funcione si la Administración desconfía de sus funcionarios y los inunda con una farragosa normativa que no pretende sino alargar artificialmente el curso para cubrir las apariencias sociales, a base de reglamentos y circulares que apenas dan para garantizar la paz de los cementerios.
En segundo lugar, la sociedad debe saber que el aumento del calendario escolar es la única de las innovaciones cumplidas prometidas en su día por las diversas reformas educativas que nuestro país ha soportado. Algunas de ellas porque eran, sencillamente, irrealizables no porque su contenido fuese utópico, sino porque estaba expuesto con toda la intención de distraer respecto a lo político, de modo que la escuela, más incluso que el hospital, ha quedado como el único ámbito en que le está permitido participar directamente al castigado individuo de la sociedad de masas, y colaborar con la escuela de sus hijos constituye la única compensación contra las pocas oportunidades de enterarse en áreas tan importantes, al menos, como la educación: el urbanismo, la gestión medioambiental o la transparencia en el uso de los fondos públicos. Todo lo que se ha incumplido tiene que ver con la desidia y conformismo del profesorado, sin duda, pero también habría que preguntarse qué futuro le espera en las circunstancias actuales a quién intenta ir en otra dirección.
En tercer lugar, todo indica que un día no muy lejano será aislada la neurosis del enseñante como antaño se aisló la neurosis de guerra. Queremos llamar la atención sobre algunos síntomas que conocemos demasiado bien y a los cuales este calendario ni siquiera contribuye a aliviar: soledad atroz e impotencia frente a un alumnado cada vez más infantil como corresponde a los hijos de países ricos en avanzado estado de industrialización, los cuales, sin embargo no han hecho sus deberes en materia educativa y han preferido atajar por la vía del populismo. Desdoble de la personalidad transitorio pero frecuente en el caso que por obligación, es decir, sin complicidad alguna del ánimo, hemos de resistir en el aula explicando, mientras notamos que son pocos los que nos atienden y, lo más terrible, «nos escuchamos» como si de otro, mejor aún, de una máquina o un androide, se tratara. Nos cuesta creer que alguien pueda aceptar que el aumento de la obligatoriedad favorezca a los mal llamados objetores, mientras ocupan un lugar del aula esperando a que el viento arranque hojas del almanaque. Pensamos que es el fruto de una decisión política profundamente equivocada.
En cuarto lugar, hay que decir que no existen datos que avalen la bondad de un sistema que produce un modelo de enseñante que después de obtener la titulación y aprobada una oposición, no tiene nada más que hacer durante los próximos 30 ó 35 años de su vida que verter información durante diez meses del año, más uno de burocracia, sin más meta ni más estímulo que la repetición mañana de lo que fue ayer. Es imposible, en este punto de la cuestión, evitar la rutina en el ejercicio de la profesión y, menos aún, avanzar en las cacareadas atención a la diversidad y personalización. Lo que, en cambio, sí es posible es la apariencia de éstas en una red de burocracia paranoica: programaciones dirigidas a alumnos y situaciones que sólo conoceremos el día que pisemos el aula, atención a padres que no siempre están por la labor. ¿Quién y con qué respaldo ha podido apoyar la difusión y la elevación a rango de peligroso prejuicio de la distinción entre saber y saber enseñar?
Somos bien conscientes que una vuelta a la relativa moderación de los calendarios de ayer mismo, por sí sola, no arreglaría el gran problema en que la educación se ha convertido, si es que siempre no lo fue. Se trataría, en cualquier caso, de no echar más leña al fuego, de no aumentar más la cantidad de disparates que tienen como fondo la sistemática confusión de necesidades sociales con necesidades educativas.
*Profesor del I.E.S. Rascanya-Antonio Cañuelo (Valencia) |