Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

2 de maig de 2008
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Pom d’articles (7)

El passat 23 d’abril celebràvem el Dia del Llibre i de la Lectura. Aquests dies he anat recollint diversos articles al voltant d’aquest tema, que, com a ensenyant, em preocupa bastant. Ací us els deixe tot seguit:

El libro y la dentadura postiza

JUAN CRUZ

EL
PAÍS – Opinión – 23-04-2008

 

¿Para qué tanto leer?

VICENTE VERDÚ

EL
PAÍS – Sociedad – 26-04-2008

Elogio del lector

MONIKA ZGUSTOVA

EL
PAÍS – Opinión – 24-04-2008


El libro y la
dentadura postiza

JUAN CRUZ


EL PAÍS – Opinión –
23-04-2008

El taxista que hace un año me
preguntó si él debía leer Cien años de soledad, me dijo ayer que ya se
había comprado el libro, en edición de bolsillo. “No es muy grande”,
me dijo. “Lo acabaré”. Pero aún no lo había comenzado. Los libros a
veces son como las dentaduras postizas: se guardan en un bolsillo hasta que sea
el momento de masticar. El taxista estaba a punto de masticar.

Pero él no
es distinto a tanta gente que va a las librerías, o a las bibliotecas; se lleva
los libros, los pone en el mostrador de su propia estantería, y los deja ahí,
como si los libros se fueran leyendo solos. En los años sesenta, cuando leer
era igual que masticar, la gente llevaba los libros bajo el brazo por si salían
en la conversación; ahora se los deja en la mesa de noche por si se rompe la
tele. Como se deja la dentadura.

Hay un
ensayista mexicano, Gabriel Zaid, autor de Los demasiados libros, que
inventó una frase que hubiera hecho la fortuna de un publicitario en los
lejanos sesenta, “Hay que poner el libro en la conversación de la
gente”, un eslogan, por cierto, que entusiasmaba a la añorada Isabel
Polanco. Pero el eslogan, como su propósito, nació cuando ya no importa tanto
conversar con libros; no importa conversar, cómo va a importar conversar con
libros.

Así que
los libros, que ahora reciben el espaldarazo anual del Sant Jordi, de las
lecturas quijotescas, regresan de vez en cuando más como una intemperancia que
como una necesidad social. Es mejor no tener libros: los libros cambian las
ideas, hacen distintas a las personas, las convierten en rebeldes o en
melancólicas. Son horribles.

La
dormidera televisiva es mucho más eficaz para pasar el rato, y para pasar por
la vida. Si ese debate de ideas que parece querer abrirse paso en la derecha
española (o en la izquierda, da igual) se sustentara de veras en lo que se
piensa, en lugar de en los dimes y diretes que se oyen en la tele, en la radio
o en los periódicos, estaríamos escuchando títulos de libros que amparasen la
ignorancia o la inteligencia de los debatientes. Pero ni dios cita un libro,
para qué, los libros le podrían cambiar las ideas.

Pero el
libro está ahí, glorificado ahora, pero virtualmente aparcado. Las autoridades
que deberían preocuparse de su salud los sacan al sol como a los desempleados,
cuando quieren arrimarse a los autores de su marca o de su zona; lo que ha
pasado ahora (¡tantos años después!) con el Premio Cervantes consolida la
vergüenza del pasado: quien más quien menos, al mando de su machito
político-cultural, ha querido ese codiciado premio para los suyos. Pues porque
los libros y sus autores siguen en esta sociedad del consumo formando parte de
una parroquia u otra, y sólo algunos rebeldes privilegiados por la fortuna
melancólica de no ser de este mundo se apartan de la tentación de pertenecer.

Pero no
era el Cervantes el propósito de esta nostalgia libresca, y sobre todo este año
en que tenemos la gloria de ver premiado a un poeta cuya escritura tiene que
ver tanto con la rabia de existir en contra, Juan Gelman. El propósito
es hacer eficaz la nostalgia de los libros leídos, de los libros que han de
leerse, y de que los libros formen parte de la vida común como la conversación
o como la risa.

Y no
forman parte, desengáñense, no forman parte. Las estadísticas dicen siempre lo
mismo; nos ponen en la cola, pero vienen los políticos y cambian la tabla a su
antojo, como si ésta fuera una liga de fútbol en la que sumamos los puntos
positivos hasta cuando no se han ganado todavía.

Esos paños
calientes que se le ponen a la vida cultural de este país, animada, o
desanimada, por una red de comunicación que pone la exigencia del libro en
último lugar en las programaciones y en las preocupaciones, son los que siguen
haciendo que el libro falte de la conversación de la gente. Y seguirá estando,
ahí afuera, a quién le importa. Miren las parrillas, miren los horarios de
lectura en las escuelas y en los colegios; miren los libros que llevan los
universitarios, miren los libros que leen o citan los políticos, miren las
crisis de las librerías, miren las dotaciones de las bibliotecas… Mírenlo
todo y luego záfense de las tramas de la farsa de las estadísticas, o miren las
estadísticas para leer algo.

En fin.
Ahora el taxista que ya compró Cien años de soledad estaba leyendo la
séptima entrega de Harry Potter, donde acaba la serie de J. K. Rowling.
Es curioso, le dije al taxista, en ese libro hay un párrafo que parece de Cien
años de soledad. “Es que al final todos los libros son iguales”,
dijo el hombre al volante, y acarició el libro, como si ahí estuviera el tacto
de la trama. “Pero éste es más grande”, añadió.


¿Para qué tanto
leer?

VICENTE VERDÚ


EL PAÍS – Sociedad –
26-04-2008

El libro constituye un bien tan
significativo de una determinada cultura que esperar a que se lea cuando su
sistema desaparece es lo mismo que reclamar que perviva una hormiga sobre una
superficie de alquitrán. La vida de la hormiga es tan improbable en la Gran Vía como la vida del
libro es exigua en el angosto y hasta alicatado ocio de la cotidianidad

El insecto queda
exterminado sin infligirle un mal directo, pero no se reproducirá en la ciudad.
Igualmente, el fin del libro y su lectura no proceden, en especial, de la
educación deficiente, la impericia de las editoriales o una siembra de cizaña
(¿televisión?, ¿videojuegos?) que lo matan directamente y de raíz. Simplemente,
la lectura va a menos porque no encuentra suelo donde arraigar ni espacio donde
esponjarse.

La actualidad del mundo,
la realidad de los intervalos de trabajo y tiempo libre, coinciden con una
disponibilidad para leer tendente a cero. Y no se diga ya para leer a fondo.
Los momentos en que aún se lee se obtienen de intersticios de una construcción
cuya fachada central repele lo libresco como materia ajena a su iluminación
natural. Se lee, efectivamente, en los cantones del sistema, en los estrechos
itinerarios de transporte público, en los puentes o en las vacaciones, en los
tiempos muertos.

Todo tiempo oreado y
candeal se ocupa, generalmente, en otros gozos, sean los viajes, el sexo,
Internet, las copas, los juegos en las pantallas, las cenas o los cines.
¿Tiempo para leer? Quien lee se extrae literalmente de la cadena nutricional
reinante para insertarse en un nicho marginal. Todo lector, y tanto más cuanto
más lo es, traza su fuga y, a su pesar, se convierte en fugitivo de la
contemporaneidad.

Efectivamente, los lectores
de Harry Potter y otros best sellers internacionales no abandonan el
reino, pero ¿quién puede decir que encarnan al profundo lector? Son lectores
mutantes que como la presunta clase de himenópteros futuros hallará albergue en
el asfalto. No ya en la fisura del asfalto sino en el mismo piso puesto que
esta tipología no alude a un lector convicto, sino al libro de recreo importado
de lo audiovisual. Son lectores de letras pero no letrados, siguen la línea de
la página pero según los patrones del hilo cinematográfico o del musical.

El resto, los lectores
conspicuos que aún permanecen, son hoy trabajadores autónomos, artistas
profesionales, jubilados, impedidos, enfermos, críticos literarios, editores,
directores de colección, traductores, autores. Fuera de ese ejército marcado y
en declive creciente, apenas unas unidades más pueden sumarse al mundo lector.

Los libros, infantiles,
juveniles, de autoayuda, de intriga, de salud, de consejos prácticos, de
empresa, de texto, etcétera, componen la mayoría del tonelaje que trasladan
todavía los contenedores del sector editorial y que pronto serán reemplazados
masivamente por la superior eficiencia de las pantallas. No hay ocasión, pues,
para complacerse en los libros literarios o en los libros del saber, ni tampoco
una razón firme para confiar en su ventaja utilitaria.

En consecuencia, toda
lectura de El Quijote con el ánimo de propagar la lectura como signo de
salvación social no será sino la chusca representación de una función agotada y
la teatralización de la impotencia. No se lee por El Quijote, no se lee
siquiera por consejo o ejemplo de los padres, se lee cuando el bocado de tiempo
que pertenece al libro procura sabrosas y efectivas sensaciones de placer. Sin
embargo, para ello no basta cualquier tiempo marginal, contaminado o
intersticial, ni tampoco el tiempo urgido o el intervalo fatigado del fin del
día. Quienes leemos y leen el libro no se alistan entre quienes se integran más
y mejor, sino entre los que añoran ese producto que aprendieron saludablemente
a paladear.

¿Escuelas gastronómicas
para la lectura? Todas las escuelas gastronómicas se dirigen a acrecentar la
variedad de los restaurantes, esos espacios donde efectivamente el mundo joven
acude con insólita frecuencia y cuyo disfrute pertenece de pleno derecho a los
entretenimientos de esta cultura reinante que atiende, en sus acortados tiempos
libres, a las benditas sensaciones del cuerpo y no a los enrevesados ejercicios
que a menudo exige la degustación mental.

www.el
boomeran.com.

Elogio del lector

MONIKA ZGUSTOVA


EL
PAÍS – Opinión – 24-04-2008

Elogio del lector

MONIKA ZGUSTOVA


EL
PAÍS – Opinión – 24-04-2008

Hace
poco, Antoine Gallimard afirmó que, en el presente, Proust no encontraría
editor para su novela En busca del tiempo perdido. Al decirlo, el
presidente de la mítica editorial francesa que lleva su apellido se refería a
lo que viene comentándose desde hace algo más que una década: que “el
panorama editorial” se vislumbra como “poco atractivo y
mercantilista” (recojo esas palabras de un artículo publicado en las
páginas de Opinión de este diario).

Pienso que el señor Gallimard profirió su máxima
sobre Proust a modo de boutade. Evidentemente, existen editoriales
-siempre han existido- especializadas en libros comerciales. Pero monsieur
Antoine no pudo hablar en serio: al igual que muchas otras editoriales
europeas, la que él preside sigue apostando por los nuevos talentos.

¿Es realmente poco atractivo y mercantilista el
panorama editorial, según se suele afirmar? Yo no opino así. Y ello por tres
razones. En primer lugar, porque en España, por circunscribirnos a nuestro
país, sigue habiendo editores, decenas de ellos, que anteponen el valor
literario al mero negocio. Como en toda Europa, también entre nosotros hay
editores que descubren a esos autores que buscan ir más allá de lo que se ha
dicho y cómo se ha dicho hasta ahora, autores que venden unos pocos miles de
ejemplares de cada libro (y a veces menos de mil). Es cierto que esos editores,
para equilibrar las cuentas, añaden a su catálogo de descubrimientos algún que
otro libro de menor riesgo comercial. Pero no por ello renuncian a sus
principios.

En segundo lugar, porque por toda España subsiste
un amplio tejido de librerías comprometidas con los buenos libros. Y ello tiene
aún más valor en un momento en que el coste del inmobiliario hace cada vez más
difícil mantener la rentabilidad exigida.

Y en tercer lugar porque el número de lectores
crece, como lo muestran las estadísticas, especialmente entre las mujeres y los
jóvenes de entre 25 y 30 años.

En la
España contemporánea, un lector puede llegar a formarse una
imagen bastante exacta tanto de la literatura clásica como de lo que ocurre en
el presente, y no sólo en las letras occidentales. Sólo en los últimos años se
han publicado, con éxito fulminante de crítica, lectores y ventas, novelas de
muy alta calidad: La mujer justa, de Sándor Márai; Soldados de
Salamina, de Javier Cercas; Vida y destino, de Vasili Grossman, y Las
benévolas, de Jonathan Littell, entre otras. En todos esos casos son los
lectores, con la complicidad de los libreros, quienes volcándose a comprar esas
grandes novelas por decenas y centenares de miles, permiten que los editores se
lancen a la aventura de publicar más libros arriesgados. Sí, en el fondo son
los lectores los que hacen que el panorama literario sea más atractivo y menos
mercantilista.

Pero no siempre la buena literatura se vende por
cientos de miles -ni la mediocre tampoco-. A muchos editores su deseo de
aportar al lector lo valioso, sorprendente e innovador de la literatura les
hace perder dinero y correr el peligro de derrumbarse. Los directores
literarios con un gusto exigente se juegan a diario su puesto de trabajo. Pero
a pesar de todo, muchos siguen arriesgándose.

Ésos son, junto a los tozudos libreros que se
oponen a ceder sus locales a bancos y otros negocios, los quijotes del mundo
editorial que batallan no contra los molinos de viento sino contra algo mucho
más peligroso: contra el poder del más fuerte.

Así pues, al contrario de lo que suele comentarse,
estoy convencida de que el presente del libro no es peor que en épocas
anteriores. Lo de “cualquier pasado fue mejor” es un lugar común que
no se cumple la mayoría de las veces. Tampoco en ésta.

Por mencionar algunos ejemplos, de su libro De
l’amour, Stendhal vendió veinte ejemplares ¡en diez años!; Proust tuvo que
pagar de su bolsillo la edición del primer volumen de A la búsqueda del
tiempo perdido; Joyce publicó su Ulises en París porque no
encontraba editor en Inglaterra, y Kafka, en vida, no pasó de los 800
ejemplares vendidos. Hoy, al contrario, cualquiera puede, como mínimo, colgar
su novela en Internet.

De todos los campos de la creación, el del libro es
el más dinámico y diversificado: ni las artes plásticas, ni la música o el cine
pueden ofrecer anualmente tanta riqueza de nuevos talentos como lo hace el mundo
del libro.

Aunque quedan muchos libros sin publicar, y sin
duda algunos de ellos lo merecen, pero ya quisieran los pintores, los cineastas
y los músicos tener las mismas oportunidades que brinda el mundo editorial. Y,
además, cada año aparecen, como contrapeso a los grandes grupos editoriales que
siguen afianzándose, varias nuevas editoriales privadas que buscan a autores de
valor literario y encuentran a sus lectores.

Y toda esa efervescencia es posible gracias,
finalmente, al lector que, en la soledad, sigue dispuesto a descubrir tanto a
los clásicos como los nuevos autores. Celebrémoslo, pues, y que sea por muchos
años.




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