Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

8 d'abril de 2008
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Com que açò de penjar articles és una tasca que hi ha persones que m’agraeixen de tant en tant, a pesar del que diga -en persona- mossén Natzari, de l’Olleria, ho seguiré fent. Per dos motius -sobretot-: primer, perquè així quedem “guardats”, i segon, perquè sempre n’hi ha algun que dirà alguna cosa a algú/na.

Avui us en penge dos sobre l’Església, millor dit, al voltant de l’Església: El primer, sobre la situació actual de l’Església basca, i el segon, sobre la Setmana Santa vista per Julián Marías. Llegiu-los.

La nueva
Iglesia vasca

El viraje del clero vasco

La línea representada por Setién y Uriarte queda desautorizada – Roma intenta
diluir la excesiva identificación de los sacerdotes con el nacionalismo

ANDER LANDABURU
 –  Bilbao

 

EL
PAÍS  –  Sociedad – 07-04-2008

LA ZONA FANTASMA
Guapa y más que guapa

JAVIER MARÍAS

 

EL
PAIS SEMANAL – 06-04-2008

La nueva
Iglesia vasca

El viraje del clero vasco

La línea representada por Setién y Uriarte queda desautorizada – Roma intenta
diluir la excesiva identificación de los sacerdotes con el nacionalismo

ANDER LANDABURU
 –  Bilbao

 

EL
PAÍS  –  Sociedad – 07-04-2008

La
iglesia de Las Mercedes en Getxo (Bilbao) -una aberración arquitectónica que
reemplazó a la iglesia destruida durante la Guerra Civil-, es
fiel reflejo de la situación de la
Iglesia vasca, que padece una profunda crisis de identidad.
Como gran parte de las 939 parroquias del País Vasco, la de Las Mercedes sólo
se llena con el funeral de algún miembro de una ilustre familia de Neguri,
alguna boda de alto copete, o las primeras comuniones. En ella ejercen el
párroco Eugenio y el legendario Félix Acha, que roza ya los ochenta años. La
falta de relevo es evidente y la parroquia, como la Iglesia vasca, ha perdido
voz y protagonismo en esta sociedad, a grandes pasos secularizada.

La identificación de la Iglesia con el
nacionalismo ha menguado espectacularmente, y parte de la jerarquía y del clero
son víctimas del viraje emprendido hace pocos años por el Vaticano y la Conferencia Episcopal
Española. La anterior línea marcada por obispos como Setién o Uriarte, connivente
con el nacionalismo, está desautorizada, y los vientos que llegan de Roma y
Madrid se orientan hacía activos movimientos conservadores representados por
monseñor Blázquez y su nuevo obispo auxiliar Mario Iceta.

Durante décadas la Iglesia vasca ha sido
objeto de controversias y críticas por su excesiva identificación con el
nacionalismo. La ideología ha marcado la labor pastoral y la actividad pública
de una gran parte del clero. A principios del siglo XX, anclada profundamente
en el ámbito rural, consiguió una fuerte implantación. Más tarde, fue
perseguida por su lealtad al Gobierno Vasco y a la República. Dieciséis
sacerdotes fueron fusilados por los franquistas, otros 250 encarcelados en
Carmona, y cerca de 700 tuvieron que exiliarse. Esta represión provocó una
enorme solidaridad dentro del clero, que comenzó a reorganizarse
clandestinamente después del destierro del obispo Mateo Múgica. Lo que más
tarde se llamaría “la
Fábrica de curas” (los seminarios de Derio y de Vitoria)
se llenó de jóvenes, en su mayoría provenientes del mundo rural y euskaldún
(vascoparlante).

En 1960, 339 sacerdotes presentaron a la jerarquía
y a la Secretaría
de Estado del Vaticano un escrito en el que denunciaban las detenciones, las
torturas, la censura y la represión del régimen. Ese texto, en el que también
se reclama “la defensa de los derechos del pueblo vasco y de su
lengua”, impacta en Roma y enfurece a los dirigentes de Madrid, pero
también a Javier Lauzirica, administrador apostólico vasco, quien declara en
Mungia (Vizcaya) que esos curas rebeldes son unos “ama putean semeak”
(hijos de puta).

“La
Iglesia que yo viví contribuyó a la lucha por las libertades
de este pueblo” recuerda el ex sacerdote Carlos Trevilla, que se
secularizó en 1978 para convertirse en líder sindical. “Fue la época de la
huelga de Bandas, de los curas obreros de la margen izquierda del Nervión, de
Altos Hornos, de la Naval,
y de las primeras manifas. Pero también hubo quien confundió su labor
pastoral con un liderazgo político en el mundo nacionalista, en su mayoría en
el PNV, llegando a militar o colaborar con ETA”.

Mientras, el episcopado anquilosado no se atrevió a
cambiar, y se produjo una gran tensión, recuerda el jesuita Rafael Aguirre,
decano de Teología de la
Universidad de Deusto: “El momento fue muy importante,
el cambio muy rápido. No sé si la
Iglesia tuvo mucha influencia en la sociedad, pero sí logró
mucha repercusión canalizando las inquietudes políticas de muchos sectores de
la juventud. Pero también se cometieron muchos errores, y se llevaron a muchos
jóvenes al matadero. Eso también se debe reconocer”.

La salida del franquismo supuso momentos muy
convulsos en la Iglesia
vasca, para la que no eran tiempos de autocrítica. Todo lo contrario: el
nacionalismo había adquirido fuerza y en torno a él se tejieron nuevas
creencias, incluso dogmas en los que se reafirmaba el imaginario nacionalista.
De hecho, y como antaño, el clero era el principal elemento legitimador y
difusor de la doctrina nacionalista, sobre todo en las zonas con tradición
carlista. Zonas, que, con el tiempo, se convertirán en muchos casos en feudos
de abertzales radicales.

“En todos esos años”, analiza Demetrio
Velasco, sacerdote y profesor de universidad, “una parte importante de la Iglesia vasca,
especialmente del clero, compartió con el nacionalismo algunos prejuicios
ideológicos, que no sólo le han llevado a tener una excesiva connivencia con
él, sino que le ha impedido ejercer tanto una necesaria crítica del proyecto de
construcción nacional como una imprescindible autocrítica de su propio
proceder”. En efecto, y según otras fuentes consultadas, es el carácter
religioso de la Nación
el que va a legitimar un comportamiento de sumisión a la autoridad, en este
caso el Gobierno Vasco o PNV: “La obediencia acrítica a la autoridad
heredada se convierte así, a su vez, en frente de desobediencia a todo lo que
se entiende que es innovación artificialista, como ocurrirá con el Estado y con
las demás instituciones políticas democráticamente constituidos”, reafirma
Velasco.

En Roma, y desde años atrás, no entusiasmaba el
proyecto de los obispos y sacerdotes vascos, y el papa Juan Pablo II lo hizo
saber en múltiples ocasiones a la Conferencia Episcopal
Española. Molestaba esa deriva nacionalista iniciada en 1968 con obispos como Cirarda
y Uriarte, y más tarde con la intensa labor del discutido y polémico obispo
auxiliar de San Sebastián, José María Setién, quien escribió en 1988 “que
la normalización del País Vasco pasa por el reconocimiento del derecho de
autodeterminación”. Diez años más tarde, de nuevo llegó el escándalo,
cuando al obispo de San Sebastián se le ocurrió decir en una entrevista a EL
PAÍS que “para hablar con ETA no es imprescindible que deje de
matar”.

Setién y Uriarte se convertían entonces en líderes
de la Iglesia
vasca. Tenían una línea pastoral más avanzada de lo que era la Iglesia de entonces, pero
aventaban posturas nacionalistas. Predominaba la afirmación o el dogma de que
“ser vasco es ser nacionalista”. Y los que no lo eran lo pasaban mal,
se sentían excluidos del colectivo. Sin embargo, dos hechos coincidentes daban
la sensación de que algo estaba cambiando. El primero, la carta del 5 de enero
de 2001 de 226 sacerdotes vizcaínos que empieza por condenar duramente la
violencia terrorista de ETA, y termina por pedir perdón a las víctimas por no
haber estado con ellas. El segundo, el relevo de monseñor Setién en la diócesis
de San Sebastián. Relevo considerado como clave del cambio de la Iglesia vasca frente a
ETA.

Pero el equilibrio también se había alterado con la
llegada a Bilbao, en 1996, de monseñor Blázquez, que fue recibido de uñas por
una gran parte del clero vasco por “no ser de aquí”, y de forma
despectiva por la cúpula del PNV, cuyo líder se permitió citarlo con el famoso
“ese tal Blázquez”. Hombre sencillo, tranquilo, chapado a la antigua,
el nuevo obispo se desmarca desde un principio de la línea oficial, muestra su
independencia, escucha a todos, y “humildemente” acude a los
funerales de las víctimas de ETA, en contra del criterio de la mayoría de su
Consejo Presbiteral.

Este nombramiento es considerado como la colocación
de la primera piedra de la nueva Iglesia vasca deseada por Roma. La primera
astuta jugada del Vaticano para desnacionalizar al clero vasco. Se
inicia entonces el lento trabajo de esa estrategia vaticanista, que da otro
paso firme obligando al obispo de San Sebastián a retirarse. Para Rafael
Aguirre la sustitución fue impuesta porque la situación era insostenible en la
dividida Iglesia guipuzcoana. “Era la manzana de la discordia, y su figura
levantaba polémica y pasiones encontradas. El Vaticano se vio obligado a
actuar, y lo hizo en una operación de enorme inteligencia, logrando a su vez
reconducir la situación de la
Iglesia vasca”.

Mientras la atención pastoral se centraba en el tema
de la violencia terrorista, y en la influencia del nacionalismo en su clero, la
jerarquía eclesial se veía desbordada por el segundo gran problema, el de la
secularización. Hoy, Blázquez está al frente de la diócesis que presenta el
problema más acuciante: la de Bilbao, donde la edad media de los clérigos en
activo es de más de 60 años.

La deserción de los seminarios, acompañada por el
golpe de timón del Vaticano para despolitizar la Iglesia vasca, es el
panorama con el que se encontrará el nuevo obispo auxiliar de Bilbao, Mario
Iceta, recientemente nombrado por Roma. Es campo abonado para los llamados teocons,
se subraya en ambientes católicos progresistas en franco descenso de
influencia. El nombramiento de Iceta, con una brillante carrera eclesial fuera
del País Vasco, ha provocado una honda preocupación en el clero vasco.
Largamente meditado este golpe de mano de Benedicto XVI y de Rouco Varela para
nombrar a una persona con perfil “más conservador” que los candidatos
vascos, es recibido como una bofetada por los círculos apadrinados por Setién o
Uriarte, que ven frustrada la promoción de clérigos como el claretiano Xavier
Larrañaga, su candidato y “hombre de la casa”.

Nuevos vientos conservadores recorren hoy las
parroquias semivacías y silenciosas del País Vasco.


Cifras en
descenso

 

 

– Parroquias. En el
País Vasco hay 939; en Vizcaya corresponden 3.839 feligreses por cada
parroquia, en Álava tocan a 723, y en Guipúzcoa, 3.116.- Sacerdotes. En
total hay 1.001. 401 en Vizcaya; 263 en Álava y 337 en Guipúzcoa. De ellos,
605 están jubilados (233 en Vizcaya, 138 en Álava y 234 en Guipúzcoa). La
edad media de los que están en activo supera los 50 años en las tres
provincias: 60 años los de Vizcaya, 54 los de Álava y 55 los de Guipúzcoa.-
Seminaristas. La tradicional cantera vasca de vocaciones está en retroceso.
Sólo hay seis estudiantes en los seminarios de la región: 5 en el de Derio
(Vizcaya) y uno en el de Vitoria.



 

LA ZONA FANTASMA
Guapa y más que guapa

JAVIER MARÍAS

 

EL
PAIS SEMANAL – 06-04-2008

El año pasado, cuando me llegó el turno de escribir mi consabido
artículo sobre la Semana
Santa, intenté enmendarme y hacer un elogio que titulé
“Presiosa”, diciendo eso, lo presiosísima que es esta Pascua tan española y que
cada vez va a más: ya participan en ella, como costaleros o cofrades, hasta
políticos de los que más o menos se sabe –en su zona– que regentan o son socios
de unos cuantos puticlubs. Pero de poco me sirvió mi nueva actitud, porque iba
yo hace unos meses por la calle cuando, desde la otra acera, un trío de
individuos de mediana edad me gritó: “¡Javier Marías! ¡Eres un futbolero!”
Bueno, eso fue lo que entendí –la calzada abarrotada de coches estruendosos,
como es lo habitual–, y sin duda entendí muy mal. Debieron de decirme más bien
“¡Eres un mierdero!” o algo por el estilo, a tenor de lo que vino a continuación:
“¡Yo soy de la Semana
Santa”, añadió el que llevaba la voz cantante, “y todos los
años me insultas!” Creo que sólo acerté a contestarle: “No, yo a usted no puedo
insultarlo, porque ni siquiera lo conozco”. El sujeto insistió, sin embargo,
con la mera repetición: “¡Sí, me insultas a mí y a todos los que son como yo!”
La cosa no estaba como para entablar un diálogo a gritos, y tampoco nos
encontrábamos a la altura de un semáforo, para cruzar ellos o yo. Así que seguí
mi camino y supongo que ellos el suyo –furiosos como iban–, y no hubo más.

Bien, no debió de bastar aquella
enmienda mía ni el canto a su presiosidad, de modo que este año decidí
participar en unas cuantas procesiones como espectador, quiero decir asistir a
ellas como al espectáculo que se asegura que son. Porque ya casi nadie, ni
siquiera la Iglesia
que las monta e impone a toda la población, hace hincapié en su religiosidad,
sino en la “manifestación cultural incomparable” y en el “sublime espectáculo”
–españolísimo, además– que constituyen. Y sí, debo admitir que son una de las
cosas más emocionantes y trepidantes que he contemplado. Más o menos como una
carrera de Fórmula-1, sólo que aquí la incertidumbre consiste en saber cuánto
tardará en llegar el paso de una esquina a la siguiente, si treinta o treinta y
cinco minutos, y cuánto durará la procesión entera, si cuatro horas o cuatro y
media. Como en Madrid había nada menos que diecinueve, me las vi y deseé para
poder estar en casi todas, porque son de una enorme variedad. Fíjense, a ver si
no: en unas los capirotes son morados, en otras negros (es lo predominante,
colores festivos), y también blancos, verdes y azules; en unas sacan efigies de
la Virgen y en
otras de Jesucristo y en algunas de los dos; en unas hay penitentes descalzos
que arrastran cadenas y en otras los hay que se fustigan; en unas hay la tira
de curas y en otras menos; en unas hay muchas señoras con peineta y de negro y
en otras no tantas; en unas se tocan tambores de guerra y en otras, además,
trompetas de ejecución; en unas se entonan ininteligibles saetas y en otras la
gente grita cosas (“¡Viva la
Madre de Dios!”, por ejemplo, o “¡Guapa, guapa, más que
guapa!”, todo dirigido a las efigies, que por desgracia no oyen nada). Una cosa
apasionante, y de lo más ameno, no hay un solo tiempo muerto. El carácter de
espectáculo es innegable, pues a lo único que en verdad atiende la gente es a
las fotografías que se dedica a sacar sin parar, y no me extraña, toda
procesión es una caja de sorpresas.

Y qué zozobra, la que se padece. Uno se
va preguntando si los costaleros podrán dar o no un paso más, y si lo harán al
unísono o se trastabillarán y durante unos segundos se habrán de parar, ay qué
nervios. Como los de una corrida, más o menos. A cada pasito casi dan ganas de
gritar “¡Olé!”, o por lo menos “¡Huy!”, como en el fútbol. Y luego, hay que ver
el buen humor de la gente, que sin duda se lo pasa bomba. Nadie va ceñudo, ni
bosteza, ni se cansa, ni se larga, ni tiene un mal gesto hacia los no creyentes
que, con osadía infinita, intentan atravesar las calles ocupadas por la
procesión, tal vez porque viven en ellas y han de entrar en sus casas. Nadie
los mira con censura y todo el mundo les abre paso con cortesía y generosidad.
La gente es que es simpática y tolerante en España, sobre todo la grey
católica, y los obispos no digamos, qué júbilo y caridad se ve en sus rostros
cada vez que salen a manifestarse contra el Gobierno ateo o a favor de la
amenazada familia, contra los matrimonios gay (ellos sí que son gays, es decir,
alegres, que no otra cosa significa esa palabra en inglés y la han usurpado los
pervertidos) o a favor de la asignatura de Religión, con sus gafas oscuras como
las del jovial Pinochet, a quien Dios tenga en conserva, como dijo aquella
buena señora en televisión.

Así que me han convencido. La Semana Santa española
es un espectáculo inigualable, y no me extraña que los turistas se mueran por
contemplarlo. Dónde si no van a ver las ciudades tomadas durante ocho días por
encapuchados enardecidos; dónde van a ver a una población que se lanza a la
calle para seguir con ánimo ligero y paso vivo a unas supermodernas efigies
rodeadas de cirios; dónde van a oír algo tan atronador como esos tambores de
guerra que casi parecen africanos; dónde se van a divertir tanto, en suma, sino
en esta Semana Santa tan nuestra, que nos la dé Dios todos los años y San Pedro
nos la bendiga. Guapa, guapa, más que guapa.

 


 

 

 

 

 

 




 


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