Solían afirmar los politólogos que un país era susceptible de
democratizarse y prosperar económicamente cuando en su seno se daban
las condiciones necesarias para crear una amplia clase media. O dicho
en otras palabras, a medida en que la mayoritaria clase de los
proletarios pasaba a engrosar las filas de los pequeños propietarios y
crecía el número de los poseedores de bienes de consumo adquiridos a
plazo, los intereses oligárquicos y los de la burguesía acomodada se
sentían mejor protegidos y flotaba en el ambiente una agradable
sensación de paz social, al abrigo de peligrosas tentaciones
revolucionarias.
Por ejemplo, de la dictadura franquista se dijo que había
podido evolucionar hacia un régimen democrático, porque durante su
predominio se formó en España una clase media cada vez más amplia,
despolitizada y consumista. Y de la Segunda República, en cambio, se
opinó que había fracasado precisamente porque la burguesía liberal que
la propugnaba se encontró sin una clase media que la apoyase, y fue
desbordada por un proletariado que tenía pendientes de resolver
injusticias seculares, y por una oligarquía, una iglesia católica y un
ejército mayoritariamente reaccionarios, que no querían perder sus
privilegios.
Sobre la desproletarización de las sociedades occidentales y
sobre la creación de amplias clases medias se ha teorizado bastante y
hay abundancia de bibliografía. Pero ahora mismo nos enfrentamos a un
nuevo fenómeno como el de la desaparición de esa clase media, y de su
sistema de valores, y a la aparición de una nueva masa social
caracterizada fundamentalmente por el consumo de bajo coste y la
imitación, en plan barato, de los modos y maneras de las elites de
referencia; o al menos del rastro de imágenes que estas van dejando en
los medios. Es decir, de esa masa que consume moda en Zara, mobiliario
en Ikea, viaja en Ryanair, se alimenta en McDonalds, llena el carro de
la compra en Lidl, y está permanentemente ojo avizor de las ofertas de
rebajas, oportunidades, liquidaciones, y restos de naufragios
comerciales.
Sobre este proceso han escrito algunos, desde una inevitable
perspectiva eurocentrista, y entre ellos los italianos Gaggi y
Narduzzi, que ven en esa nueva clase un aspecto muy preocupante como es
la indiferencia ante la degradación paulatina de los servicios públicos
que caracterizaron al llamado Estado del Bienestar. Al parecer, a la
masa consumidora de bajo coste, o low cost, le es indiferente que la
sanidad, la educación, los medios de comunicación social, o los
transportes pierdan calidad, mientras el poder le garantice una mayor
abundancia de ellos. Y eso explicaría el éxito de la llamada prensa
gratuita, de la televisión basura, y hasta de los mensajes políticos
mendaces que padecemos.
Según los autores de El fin de la clase media, estamos
abocados a una sociedad donde coexistirán una «burguesía del
conocimiento» formada por elites ilustradas y bien pagadas, y una masa
consumidora, despolitizada y crecientemente embrutecida. Nada que no
haya profetizado mucho antes Aldous Huxley en su Mundo feliz.
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