Juan Luis Cebrián, El honor de dios és d’obligada lectura. Per tal de facilitar-vos-la (i per si no hi heu pensat) ací el teniu:
LA CUARTA PÁGINA
El honor de dios
JUAN LUIS CEBRIÁN
EL PAÍS – Opinión – 09-01-2008
Sabemos que el cardenal Rouco Varela no es partidario del divorcio y así nos
lo dio a conocer a finales del año pasado, con gran aparato propagandístico y
mediático, rodeado de sus pares y jaleado por sus fieles. Pero sabemos también
que la excepción confirma la regla y que hubo un divorcio concreto que sin duda
no le debió sentar tan mal. Me refiero al de la princesa Letizia (con z de
Zapatero), gracias al cual pudo el clérigo oficiar con la pompa debida los
esponsales del heredero de la Corona en una escena digna del mejor Anouilh, en
la que el honor de dios y el del rey parecieron, por un momento, evidenciarse
absolutamente unidos.
Viene esto a cuento de las reacciones públicas tras la
reciente manifestación episcopal en defensa de la familia, que no fue tanto un
acto religioso como político, en el que los discursos se impusieron a las
plegarias, y los prelados, lejos de la cristiana costumbre de implorar por los
que nos gobiernan, se dedicaron a acosarlos. A partir de ese día se ha
organizado un pequeño guirigay en torno a las expresiones de la Iglesia sobre
los asuntos de la política y las interferencias que el Estado padece por parte
de los poderes fácticos, entre los que no es el menor el de la Conferencia
Episcopal, aunque tampoco quizá tan grande como los obispos quisieran y los
gobernantes temen. Merece la pena insistir en lo que oí por la radio al
vicepresidente socialista de Castilla-La Mancha: los obispos y la Iglesia tienen
todo el derecho a opinar de política, igual que cualquier ciudadano. Pues este
es el punto: también los ciudadanos tenemos derecho a replicar a los obispos,
sin ningún respeto diferencial hacia ellos más que el que se debe a todo
individuo, pudiendo discrepar no sólo de sus opiniones políticas, sino polemizar
también sobre sus recomendaciones morales y lucubraciones dogmáticas. Carecen
por eso de fundamento las farisaicas quejas de algunos portavoces eclesiásticos
por la supuesta campaña de descrédito organizada contra la Conferencia Episcopal
tras la manifestación litúrgica. En cambio, hay que agradecerle a Rouco y
compañía que, al sacar las masas a la calle en defensa de su particular visión
del mundo, hayan propiciado el debate que nuestra sociedad necesita sobre el
papel de la religión en general, y de la Iglesia Católica en particular, en la
convivencia española. Un debate que, en aras del consenso de la Transición y del
respeto a valores que se pretendían intocables, se ha venido escamoteando a los
españoles durante estas tres décadas de democracia.
La casualidad quiso que el señor García Gasco, arzobispo de Valencia, espetara
su apocalíptica profecía de que las leyes propiciadas por el Gobierno amenazan
con la disolución de la democracia al tiempo que yo andaba inmerso en la lectura
de un interesante libro de Daniel Dennet, profesor en Tufts University, sobre la
religión como fenómeno natural. El libro de Dennet [Romper el hechizo,
Ed. Katz] presta atención a la eclosión religiosa que la sociedad mundial
experimenta en nuestros días, en los que el fundamentalismo parece ganar espacio
y protagonismo en todas las confesiones, de modo que se pregunta por la conexión
evolutiva entre los chamanes de la Amazonia, las creencias populares en el más
allá y las religiones organizadas. Durante casi quinientas páginas insiste en
que es preciso "cambiar el clima propiciado por quienes sostienen que la
religión está por encima de toda discusión, de toda crítica y de todo desafío".
Entiéndase que hablamos no sólo de los aspectos políticos de la religión, sino
también de los propiamente religiosos, que obstinadamente los guardianes del
templo se han reservado para sí y sobre los que hay muy poco debate en el mundo
académico y científico. Llaman la atención, por ejemplo, las expresiones de
escándalo (aunque sean, por otra parte, justificadas) que muchos exhiben al
conocer el carácter de las madrazas islámicas mientras reclaman con toda
naturalidad que en las escuelas públicas se adoctrine a los niños sobre la fe
católica, sin otra alternativa que la sumisión a los dictados de la Iglesia.
Pero no de otra cosa se ha venido debatiendo (aunque por elevación) cuando hemos
discutido sobre la eliminación de la religión como asignatura curricular y la
inclusión de la educación para la ciudadanía. En ese debate, la Iglesia
española, verdadero ariete intelectual e instrumento de propaganda del Partido
Popular, puso de relieve su confusión y sus contradicciones entre el carácter
profético de su función religiosa y las demandas de poder que la agitan. Las
sociedades democráticas son, por principio, abiertas y no hay materia en ellas
que no deba estar sometida a debate, incluidas las creencias espirituales de los
diversos grupos de ciudadanos y los comportamientos morales que de ellas se
derivan. Nuestros jóvenes tienen derecho a una formación integral que les
permita en el futuro tomar decisiones informadas en todos los aspectos de su
vida y ejercer sus opciones de la forma más libre y responsable. Las religiosas,
también.
Pero, como decía al principio, no se trata ahora de incoar un debate
teológico sino de una disputa por definir quién manda. Durante siglos, la
Iglesia se ha visto a sí misma como el aglutinante de España. Una estrecha
alianza entre el trono y el altar permitió que la Monarquía católica liderara la
unidad política del país por encima y al margen de las instituciones civiles y,
con sus variantes históricas, dicha alianza se prolongó hasta el final de la
dictadura franquista. A los jóvenes de hoy conviene recordarles, o enseñarles si
es que no lo saben, que el consejo que asumió la regencia del Estado a la muerte
de Franco estaba compuesto por tres miembros, un civil, un militar y un prelado.
La Iglesia ha ejercido de manera directa el poder temporal en este país hasta
hace apenas tres décadas, permitiendo incluso a sus cardenales sentarse en las
Cortes franquistas y sumarse al coro de los aplausos al dictador, a quien
bendijeron como cabecilla de una auténtica cruzada de su fe. Ha disfrutado de
prebendas, privilegios y prerrogativas como probablemente ninguna otra comunidad
católica lo hizo durante el siglo XX en el mundo, desarrollando una actividad
tan variopinta que le permitía lo mismo determinar la legislación con arreglo a
sus conceptos morales que establecer el calendario de los días festivos. Esto se
acabó con la democracia, pero no del todo. Precisamente porque, aunque la
Constitución establece la no confesionalidad del Estado, la capacidad de
influencia del lobby clerical se ha mantenido como martillo pilón.
Los sucesos de ahora guardan estrecha relación con la escalada del
fanatismo religioso en todo el mundo y el mayor protagonismo de las
organizaciones que lo sustentan. La presencia de Ratzinger en el solio de Roma
ha consolidado las corrientes integristas y retrógradas dentro de la
institución. Se aprecia por doquier un revisionismo de las doctrinas y
comportamientos que emergieron en la década de los sesenta como consecuencia del
Concilio Vaticano II. Éste intentó definir la relación de la Iglesia con el
mundo de su tiempo, dando así lugar a una "teología del mundo" en la que destacó
por sus trabajos el español José María González Ruiz. En su famoso libro El
cristianismo no es un humanismo, abordó la necesidad de un diálogo abierto
con el ateísmo contemporáneo, singularmente el marxista, expresándose con
palabras tan contundentes como éstas: "La Iglesia no ha recibido de Cristo una
misión de producir técnicas políticas, sociales o culturales…, por eso no
tiene por qué crear una política cristiana, una cultura cristiana, una sociedad
cristiana, un Estado cristiano, ni siquiera un partido cristiano". Para añadir:
"… la Iglesia como tal es un ámbito puramente religioso y no debe contaminarse
ni siquiera de la apariencia de poder civil". Otro teólogo católico, Olegario
González de Cardedal, en su obra El poder y la conciencia señala por su
parte que "la moral civil de una sociedad no siempre coincidirá con el proyecto
social ni con una legalidad inspirada en el evangelio. Lo contrario supondría
una eliminación del pluralismo social o de las vías democráticas de su
expresión" (el subrayado es mío). Opiniones como las citadas ponen de
relieve que en el propio seno de la Iglesia existen voces cualificadas y
discrepantes respecto a la condena del laicismo radical que el señor García
Gasco hizo en la manifestación de Madrid.
El laicismo, en la medida que exista, sólo puede ser radical, pues ha de
garantizar la absoluta separación entre el Estado y cualquier tipo de confesión
religiosa, por mayoritaria que sea, en la sociedad a la que representa. Pero el
laicismo de nuestros gobernantes lejos de ser radical está más que descafeinado,
al punto de permitir y promover la presencia de toda clase de símbolos, ritos y
actos litúrgicos católicos en funciones estrictamente civiles, como los
funerales de Estado o las tomas de posesión de los cargos públicos. Desde el
punto de vista de la construcción democrática, estos hechos son más perniciosos
incluso que la financiación con dinero público de las confesiones religiosas
porque transmiten un permanente mensaje de la supuesta catolicidad del Estado.
Por lo demás, si los obispos y sacerdotes quieren entrar en política, en su
derecho están. Pero a la hora de recibir sus lecciones sobre democracia habrá
que recordarles que la Iglesia es una de las sociedades menos democráticas de
las imaginables. No guarda los más mínimos de los requisitos exigibles a
cualquier formación política que concurra a unas elecciones libres y, desde
luego, llama la atención el machismo, éste sí, radical de su estructura de poder
y la ausencia de cualquier sombra de igualdad de género en sus filas.
En un mundo crecientemente globalizado y multicultural, donde tantas
religiones sirven de excusa o aval para casi cualquier cosa, es preciso discutir
con transparencia y honestidad las relaciones entre el poder político y las
iglesias. Se trata de un debate pertinente y apasionante, que nos devuelve al
escrutinio de la modernidad emanada de la Ilustración, defensora de la radical
igualdad de los ciudadanos, y enfrentada ahora a sentimientos de identidad de
todo tipo. A este respecto recordaba yo, en un reciente artículo para el
semanario Expresso de Lisboa, el refrán de que en España siempre hay que
ir detrás de los curas o con un palo o con una vela. Viene al pelo para coronar
este artículo. Aunque, a fin de escapar de tan horrible dilema, los Gobiernos
democráticos han preferido mostrar a los clérigos la zanahoria. Parece que el
experimento no funciona.