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EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

24 de juliol de 2020
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La construcción del discurso del odio ​  Juan José Tamayo     Director de la Cátedra de teología y ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid. (EL PULPITO LAICO)

Estamos viviendo una situación nueva en las relaciones entre religión y política: la alianza entre la extrema derecha ultra-neoliberal, homófoba, sexista, racista, xenófoba, antiecológica, negacionista del cambio climático y de la violencia machista, y las organizaciones cristianas integristas de carácter fundamentalista. Es lo que llamo la Internacional-cristo-neofascista —expresión que ha hecho fortuna en la teoría crítica de las religiones—, que constituye la más crasa manipulación del cristianismo y la perversión de lo sagrado, ya que viene a apoyar los discursos y las prácticas de odio de los partidos de extrema derecha en todo el mundo. Diría más: el cristo-neofascismo se alimenta del odio, crece e incluso disfruta con él, lo fomenta entre sus seguidores y lo extiende a toda la ciudadanía.

En su libro La obsolescencia del odio el intelectual pacifista alemán Günther Anders (1900-1992) considera que “el vulgar y casi universalmente aceptado ‘Yo odio, por tanto, yo soy’ u ‘Odio, por tanto, existo’” es hoy “más verdadero que el famoso cogito ergo sum de Descartes”. El odio es “la autoafirmación y la autoconstitución por medio de la negación y la aniquilación del otro” (PRE-TEXTOS, Valencia, 2019, 34-35).

En otras palabras, a través del odio a los otros, a las otras, y de la eliminación de las personas y los colectivos odiados, el que odia confirma su propia existencia conforme a este razonamiento: el otro no existe, por tanto yo existo como el único que queda. Sucede, además, que la aniquilación del otro a través del odio produce placer. Por ejemplo, el torturador disfruta en el acto de torturar: “odio y placer acaban siendo una sola cosa“, dice Anders. Cuanto más se extiende y más veces se repite el acto de aniquilación más tiende a extenderse el placer del odio y el placer del ser sí mismo.

Si la filosofía africana Ubuntu afirma: “Yo soy solo si tú también eres“, el discurso del odio dice: “Él no debe existir para que yo exista; él ya no existe, por tanto yo existo como el único que queda”. Se llega así al placer del odio, que constituye la culminación del odio.

El odio no surge de la nada, tiene un contexto histórico y cultural específico, unos motivos, unas causas, unos porqués. Recurriendo a la alegoría de Shakespeare, que hace suya la intelectual alemana Carolin Emcke, alguien tiene que haber elaborado la pócima que provoca la reacción del acérrimo y encendido odio. Son “unas prácticas y convicciones fríamente calculadas, largamente cultivadas y transmitidas durante generaciones” (Contra el odio, Taurus, 2019, 53), alimentadas por foros de debate, publicaciones, medios de comunicación, canciones, discursos, tertulias.

Estos medios propagadores del odio no presentan, por ejemplo, a las personas migrantes, refugiadas, desplazadas, gais, lesbianas, negras, musulmanas como lo que son: seres humanos, personas con los mismos derechos y dignidad que quienes los juzgan, gente pacífica, ciudadanas y ciudadanos normales respetuosos de las normas de convivencia, sino como gente atípica, extraña, fuera de lo normal, monstruosa, peor aún, como delincuentes, bárbaros, violentos, enfermos.

Nunca se reconocen sus valores, sus cualidades, su cultura, su laboriosidad, cuánto menos su situación de marginación social y discriminación cultural. Y si se reconoce, se justifica diciendo que se lo merecen. Hay aquí una reducción de la realidad, más aún, una construcción social de la realidad que no se corresponde con la realidad real.

Los discursos creados y difundidos a través de estos cauces generan patrones arraigados en el imaginario social muy difíciles de de-construir. La construcción del discurso de odio sigue el siguiente proceso.

Primero, se identifica a un enemigo, generalmente colectivo, destacando sus rasgos negativos: las mujeres, las personas migrantes, refugiadas y desplazadas, negras, indígenas, musulmanas, judías, gais, lesbianas, bisexuales, transexuales. Nada hay en su comportamiento que sea incorrecto, que moleste a la ciudadanía, pero se considera que encarnan el mal. Estos colectivos no son la causa del odio, sino el objeto del mismo. El odio no necesita tener una base real que lo justifique, es una construcción humana.

Después se construyen las razones de dicha encarnación y del motivo del odio:

– A las mujeres se las discrimina por considerarlas inferiores, se ejerce dominio y violencia sobre ellas desde la masculinidad hegemónica, e incluso desde la masculinidad sagrada, y se llega al feminicidio como expresión extrema del odio a su vida, precisamente a ellas que son dadoras de vida.

– A las personas y los colectivos migrantes y refugiados se les considera culpables de todo: de la inseguridad en el país que los acoge; son desagradecidos, ladrones, pendencieros, quitan el trabajo a los ciudadanos nativos, suponen un gasto adicional al Estado, se aprovechan de los servicios sociales, sanitarios, educativos, que, se dice, pertenecen a los nativos (“los españoles… los estadounidenses, primero”). Se renuncia a su identidad cultural, a sus tradiciones, hábitos y costumbres y se les obliga a asimilarse a nuestra cultura. De lo contrario, se convierten en un peligro para la sociedad y en un elemento desestabilizador. Por eso deben ser odiados y despreciados y, si no se adaptan, son expulsados.

– A los musulmanes y las musulmanas se les acusa de fundamentalistas, violentos, machistas, atrasados, fanáticos, enemigos de Occidente, contrarios a la democracia, con un derecho de familia distinto que permite la poligamia, etc. No se les reconoce ningún valor en ellos. Todo es negativo. No es posible relacionarse con ellos en un plano de igualdad ni mantener empatía, tampoco podemos reconocer derechos ya que los utilizarán en contra nuestra. La identificación y los juicios de valor, siempre negativos, no se refieren a las personas musulmanas individuales, sino al colectivo musulmán.

– A las personas LGTBI se las odia porque mantienen relaciones afectivo-sexuales antinaturales, son personas enfermas a las que curar y, desde el punto de vista religioso, pecadoras. En incitación al odio a las personas LGTBI juega un importante el discurso homófobo de la mayoría de las religiones.

– A las personas negras se las racializa desde el supremacismo blanco, que pone toda la maquinaria del Estado, especialmente los cuerpos y fuerzas de la llamada “Seguridad”, al servicio de la represión de las minorías negras llegando a su asesinato inmisericorde, como en el caso del ciudadano afrodescendiente estadounidense George Foyd, asesinado el 25 de mayo pasado en Estados Unidos por un policía blanco.

Las personas odiadas dejan de percibirse como individuos concretos y se convierten en un colectivo abstracto “ficcional”. Se odia a los colectivos previamente desdibujados, a quienes se difama, desprestigia y desprecia.

Una vez inoculado el odio, se cree conocer a los que se odian y el conocimiento lleva a odiarlos aún más. Pero estamos ante un presunto conocimiento y ante un presunto odio, porque en realidad no se conoce a la persona que se odia. Se trata de un odio fantasmagórico, producido artificialmente, si bien resulta muy eficaz.

Una de las características de las personas y los colectivos odiadores es su seguridad, su certeza absoluta. Nunca dicen “quizá”, “tal vez”, “es posible que”, “yo creo”. De lo contrario no odiarían.

Como indicaba más arriba, las organizaciones sociales y los partidos políticos de la extrema derecha se alimentan, crecen, se engordan y hasta llegan a disfrutar con el odio. En relación con el disfrute del odio, creo que puede aplicarse a estas organizaciones la definición de “fanatismo”, que ofrecía la Enciclopedia, publicada en París entre 1751 y 1772 bajo la dirección de Diderot y d’Alembert: “El fanatismo es un celo ciego y apasionado que nace de las opiniones supersticiosas y lleva a cometer actos ridículos, injustos y crueles; no solo sin vergüenza ni remordimiento, sino incluso con una suerte de goce y de consuelo”.

También los movimientos religiosos integristas se alimentan del odio y adoptan esa actitud contra lo que no se corresponde con sus principios doctrinarios y sus morales represivas. ¿Qué sucede? Que curan la infelicidad que les produce la represión religiosa con el odio y, paradójicamente, en él encuentran su felicidad, que dicen prolongarse incluso después de la muerte. ¡Qué perversión y falso consuelo!

Tal modo de proceder implica una contradicción con los principios religiosos, en concreto, en el cristianismo, con el perdón y el amor al prójimo, predicados por Jesús de Nazaret y tristemente no practicados por muchos de sus seguidores. Ambos principios exigen renunciar a la venganza, al “ojo por ojo y diente por diente”, perdonar las ofensas “hasta setenta veces siete” (Mateo 18,22), es decir siempre, y cumplir el precepto jesuánico “amad a vuestros enemigos” (Mateo 5,43).

El discurso de odio nada tiene que ver con la orientación liberadora, igualitaria y acogedora del otro, de la otra, de las personas diferentes, en las religiones, expresada en las distintas formulaciones de la Regla de Oro: “Lo que tú mismo no quieres, no lo hagas a otras personas”.


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