Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

18 d'agost de 2015
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En la mort de Rafael Chirbes

Ací teniu algun article dels que s’han publicat a la premsa al motiu del seu decés:

El único consuelo que nos queda a los lectores, cuando un gran escritor desaparece, es su legado, la obra que nos deja. En el caso de Rafael Chirbes resulta impresionante, pues desde su primera novela,Mimoun (1988), que llegó a Anagrama de la mano de Carmen Martín Gaite, casi su único editor en todos estos años, donde él se sentía apreciado y cómodo, su literatura no ha parado de crecer en matices, sugerencias y complejidad, hasta las más recientesCrematorio (2007) y En la orilla (2013), reconocidas con sendos premios de la Crítica, y la última además con el Nacional de Narrativa, pero sobre todo por infinidad de lectores. Era una de esas recomendaciones que nunca fallaban, pues no recuerdo una sola persona a la que le hubiera recomendado sus libros que se sintiera defraudada. Pero su obra no ha sido apreciada únicamente en España, sino también en la exigente Alemania, donde no solo tuvo muy buena acogida sino también generosas ventas. Así, La larga marcha fue muy elogiada, en un célebre programa de la televisión alemana, por el exigente crítico Reich-Ranicki, y esa misma obra, junto a La buena letra, recibió el premio SWR/Die Bestenliste (La mejor lista).

Chirbes era un valenciano reeducado, al quedarse pronto huérfano, en la España profunda, en Ávila, León y Salamanca, como Rafael del Moral, el personaje de La larga marcha, tierras que él adoraba, lo que lo decantó hacia el castellano, ya que su lengua familiar era el valenciano. Estudió Historia, militó en la Universidad en grupos de izquierda, y luego, tras ejercer de profesor en Marruecos, trabajó como periodista en diversas empresas del grupo Z, y finalmente, antes de dejar el oficio, en la revista Sobremesa, que le permitió viajar por el mundo, para escribir sobre ciudades y gastronomía.

Su aportación fundamental ha consistido en contar, primero, las consecuencias de la Victoria, la represión del régimen franquista; luego, la rebeldía, pero también cómo fueron acomodándose las nuevas generaciones, por desmemoria y codicia, tras la llegada de la democracia, y la estafa que para él supuso la Transición; y finalmente, la falsa modernización, la corrupción, económica y moral, la crisis —en suma— de estas últimas décadas. Se trataba, por tanto, de dejar constancia de setenta años de historia española, de lo público y lo privado, de la educación sentimental y la política, los negocios y la intimidad. Su empeño consistió, en suma, en narrar la otra versión de la historia oficial, aquella que se nos ocultaba, devolviéndoles la dignidad a los vencidos, pero también consiguió mostrar con lucidez, mediante un relato ambiguo y complejo, el fracaso no solo de la política sino de una buena parte de la sociedad española. Eran, en efecto, novelas duras, de difícil digestión, pero necesarias. Es probable que fueran las historias que los lectores más críticos necesitaban leer.

Sus novelas pueden interpretarse como relatos generacionales y suelen tener un protagonista colectivo, pues a menudo están narradas desde una perspectiva múltiple, valiéndose de una polifonía de voces distintas que se complementan, lo que él llamaba una tercera persona compasiva. Como a él le gustaba recordar, citando a Balzac, la novela consiste en contar la vida privada de las naciones, un empeño que él ha cumplido. No en vano, él se sentía continuador de una tradición que tiene sus mejores eslabones nada menos de Galdós, Valle-Inclán, Baroja, Max Aub, Miguel Espinosa y Juan Eduardo Zúñiga. Creo que estaba satisfecho de sus dos últimas novelas, él que era tan inseguro y exigente, aunque siempre tuvo una especial querencia por La buena letra (1992). Nos deja un diario, del que dio un anticipo en el homenaje que le tributó recientemente la revista Turia, que ojalá podamos leerlo pronto. Chirbes ha muerto de un cáncer de pulmón que le diagnosticaron hace un mes. Quienes tuvimos la fortuna de tratarlo sabemos que Rafael Chirbes ha sido un hombre bueno, pudoroso, honesto y a veces un poco hosco, pero ¡el jodido se hacía querer!, con una gran cultura en todos los ámbitos del saber (fíjense en las cubiertas de sus libros), y uno de los novelistas más exigentes y respetados de las últimas décadas. Un hombre y un escritor al que nunca nadie logró domesticar.

Fernando Valls es profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

 

Hay estupor y tristeza al enterarse en una tarde de sábado silencioso de agosto que acaba de morir Rafael Chirbes. A uno le cuesta todavía pensar que la muerte pueda llevarse así a personas que conoce y que son más o menos de su edad, a las que ha visto hacerse al mismo tiempo que se hacía uno, dedicarse al mismo oficio, ir escribiendo libros a lo largo de los años. De todos los que empezábamos a publicar novelas hacia finales de los ochenta, Rafael Chirbes era el que tuvo desde el principio una vocación más recta, una presencia literaria y personal más invariable. Otros tanteábamos posibilidades narrativas diversas, incluso a veces impostábamos la voz, llevados por un impulso de búsqueda que podía estar contaminado por la moda, por los aires de época. Rafael Chirbes, desde que irrumpió conMimoun, adoptó una manera de escribir y de estar en el mundo que resaltaba doblemente por su integridad y su discreción. La memoria literaria es tan corta en España como la política, de modo que no hay nada más fácil que inventarse pasados a la medida de las conveniencias del presente. Por eso habrá que recordar que el Rafael Chirbes que tuvo tanto y tan merecido éxito con las novelas testimoniales de los últimos años venía ejercitando las mismas convicciones estétivas desde unos tiempos, no tan lejanos, en los que podían provocar indiferencia y hasta desdén.

No me refiero solo al filo de denuncia social de sus novelas, sino a una concepción completa de la literatura. Chirbes tenía, desde el principio, una idea de la novela como narración honda de la vida humana enraizada en su tiempo: No un juego postmoderno de broma ingeniosa o autoindulgencia narcisista, pero tampoco reportaje ni crónica, sino construcción soberana hecha de estilo y de habla, empeñada en contar lo que quizás sabe contar mejor la novela, el modo en que las vidas y las conciencias se hacen en el tránsito de unos tiempos a otros, los lazos muchas veces ocultos que conectan el pasado y el presente. Ahora no se recuerda, pero la victoria del Partido Socialista en 1982 y sus largos años de gobierno propiciaron la celebración de un presente al parecer cegador de tan luminoso que volvía inapropiada cualquier mención del pasado. En los tiempos de la Expo de Sevilla y de la Olimpiada de Barcelona mirar atrás, políticamente o literariamente, o empeñarse en ver los filos sórdidos de la época, o su dosis de espectáculo y fantasmagoría, no estaba de moda. Tal vez por eso las novelas que publicaba entonces Rafael Chirbes tuvieron menos resonancia de la que merecían: a algunos críticos le parecían rancias, anticuadas, culpables de ese realismo al que enseguida llaman galdosiano.

Libro a libro, Chirbes construía un mundo, reconocible para muchos de nosotros, pero que él hizo, ejerciendo la potestad suprema del novelista, exclusivamente suyo. Sus límites no eran geográficos, sino temporales: el mundo de las novelas de Chirbes es el de los que fueron jóvenes al final de franquismo y participaron en la resistencia clandestina, y quedaron para siempre fijados en una escisión en el tiempo: hacia atrás alcanzaban el recuerdo de la pobreza y la persecución, testigos y herederos de la generación devastada por la derrota republicana en la Guerra Civil; hacia adelante, sus vidas se proyectaban en el choque entre lo deseado o esperado y lo vivido, entre la claudicación a la indignidad o al cinismo y la persistencia de las lealtades, su descrédito lento, vinculado al declive personal, al aprendizaje del paso del tiempo.

El único patrimonio de un novelista es su experiencia íntima y completa de la parte del mundo que el azar de su biografía le ha hecho accesible. Esa experiencia Rafael Chirbes la transmutó en personajes y en historias de una variedad, una hondura y una ambición que parecen más propias de otras épocas en las que la novela era la forma suprema de la expresión de lo real. Él mismo explicó con admirable precisión sus ideas sobre el oficio en dos libros excelentes de ensayos. La intensidad sintética de las primeras novelas se fue volviendo más abarcadora y expansiva con el paso de los años. La construcción y el estilo los cuidó tantos en sus novelas de cuatrocientas páginas como en las de cien. A su manera austera y algo áspera estoy seguro de que disfrutó de ese éxito que él no habría hecho nunca nada por cortejar.

En su trato había una ternura sobria que se parecía a la que se respira entre algunos personajes de sus novelas. De vez en cuando nos intercambiábamos cartas a la antigua, con sobre y sellos, manteniendo la costumbre de nuestros primeros años de lecturas mutuas y atentas. Llevaba tiempo sin verlo, y nos encontramos brevemente en la Feria del Libro de Madrid, el año pasado. Nos dimos un abrazo entre el barullo y el polvo. Nos despedimos quedando vagamente en vernos y ya no pudo ser. Quién imagina que un abrazo normal puede ser una despedida para siempre.

Antonio Muñoz Molina

Rafael Chirbes escribía cada vez peor. Esa es la conclusión a la que llegó él mismo cuando hace dos años releyó La buena letra y Los disparos del cazador para agruparlas en un volumen que empezó llamándose Posguerra y terminó titulándose Pecados originales. Las palabras eran importantes para Chirbes. Por eso consideraba que, mientras en aquellas novelas de los años noventa todo estaba en su sitio, las últimas eran puro caos. Cuando En la orillaganó el Premio Nacional de Literatura respondió así, vía sms, a una felicitación: “A los que los dioses quieren perder primero los vuelven locos. En eso estamos”. En medio de una oleada de rechazos (Jordi Savall, Colita), algunos se sorprendieron de que él aceptara tal honor. Reconocía que sus personajes le tirarían el premio a la cabeza pero pensaba que el galardón no era propiedad del Gobierno sino del “pueblo español”. Cansado de verse en los papeles, rechazó la oferta de exponer por escrito unas razones que tenía bien fundadas: el día de la entrega —“si me dejan hablar”— le diría al ministro lo que pensaba de su política. El dinero lo destinaría a una asociación de gente que “lo está pasando mal”, añadió por teléfono antes de remachar: “Esto no tiene por qué saberse”. Supongo que no importa que se sepa hoy. Tal vez es cuando importa más.

Así era Chirbes. Cuando la crítica elogiaba Crematorio como el gran retrato de la España de la corrupción, respondía que todos los personajes eran él. Ponía rasgos suyos en los peores porque odiaba el maniqueísmo fácil. Le gustaban los malos inteligentes. Como dijo de Goya —uno de sus pintores favoritos junto a Francis Bacon— “pinta la España de su tiempo, pero pinta también sus propios fantasmas”.

Se sabía de memoria a Galdós y le gustaba pensar en sus libros como en unos nuevos episodios nacionales. “No me invento nada”, aclaraba. “Si algunos leyeran lo que escribo… A muchos constructores los he visto desayunar con champán en el bar de Beniarbeig”. Sus historias cierran todas las salidas a la bondad de los personajes pero él era un hombre generoso capaz de elogiar con vehemencia a un novelista joven o de fijar una entrevista en Madrid en la fecha que conviniera a un vecino al que quería traer al médico en coche.

Cinéfilo sin pose, siempre recordaba que de niño le gustaba ir con su abuela al cine a Valencia porque en la capital le dejaban entrar a ver películas que en Tavernes tenía prohibidas. No sabemos si llegó a verLeviatán, la asfixiante película de Andréi Zviáguintsev que parece salida de una de sus novelas. “La veré en cuanto pueda”, agradeció apasionado la recomendación. “No te digo yo que no tenga cierta tendencia rusa (y soviética), he frecuentado mucho a esa gente (en los libros; en la realidad sólo conozco a un ruso melancólico que vive en Madrid). Quizá haya llegado el momento de atreverme de una vez a huir al frío. La verdad es que me marchito en esta California en la que nunca llueve, ni nieva ni puedes ponerte una bufanda, pura tripita de buey”. Ya no escribía novelas sino testamentos, decía con fastidio. Hablaba en serio. No sabíamos cuánto. Maldita sea.

Javier Rodríguez Marcos


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