Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

24 de febrer de 2008
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En campanya electoral (IV)

Com ja us he dit d’ací al 9 de març aniré penjant articles i/o explicant fets que ha protagonitzat el partit de la crispació, de la mentida, el partit que encara té a les seues files fatxes, etc. Sabeu massa a quin partit em referesc. I no penseu que és per fer-li campanya a l’altre gran partit. En absolut. És perquè considere que cal tenir present que han amagat Acebes i Zaplana durant la campanya. Però ells són ací entre nosaltres, com canta Llach.

El que vull recordar avui és el cas Lamela. Ací us deixe tot un reportatge aparegut a EL PAÍS fa uns dies. I si són capaços de dur a terme tot el que es conta, de què no seran capaços si tornen al govern. Que Déu ens agafe confessats!!!!

Us reproduiré tres textos:


1. Rafael Méndez,
La infamia.


2.
La COPE: Cuatro personas han sido directamente asesinadas en Leganés.


3. Jorge Martínez Reverte,
Una muerte digna. Aquest explica com va morir la Josefina Reverte, mare de Jorge. Brillantíssim.




4. La il.lustració no té res a veure amb el tema però us la deixe de tota manera.



Gràcies.

JUSTICIA
EN EL HOSPITAL

La infamia

RAFAEL MÉNDEZ

DOMINGO
– 03-02-2008

Para
entender el caso de las sedaciones de Leganés hay que imaginarse allí, en las
urgencias del Severo Ochoa. "Llega una mujer de unos 44 años, con un
cáncer de pulmón con metástasis. Era un caso intratable. Pesaba 33 kilos.
Estaba consumida. Los hijos la trajeron a urgencias porque llevaba una semana
gritando del dolor, y eso que estaba en casa con una dosis altísima de morfina.
Eran chicos jóvenes y estaban destrozados". Miguel Ángel López Varas, el
número dos de Luis Montes, insiste en dar los detalles. Es necesario para saber
de qué hablamos cuando hablamos de sedación terminal. "Pensé que con cinco
miligramos de morfina la calmaría. Pero no fue suficiente. Le puse 15, pero la
mujer seguía gritando entre dolores terribles. Le subí la dosis, hasta 90
miligramos, y le di 95 miligramos de midazolam [un sedante] hasta que se acabó
el de la urgencia y le puse 200 miligramos de tranxilium a chorro. No le
hicieron nada porque llevaba tres años en su casa acostumbrada a tomar dos
gramos de morfina diarios. ¿Qué tenía que haber hecho?".

López Varas no ha olvidado las sensaciones de aquel
día de otoño de 2004, unos meses antes de que estallase el escándalo, y
recuerda las cifras exactas. "Entonces tuvo que venir Montes, que es
anestesista, y sedarla con pentotal", una droga que sólo los especialistas
manejan. "La mujer pasó unas 24 horas más en el hospital, con su familia,
en una habitación aparte, calmada, dormida. Sus hijos pudieron despedirse de
ella". López Varas mira al suelo y murmura: "De esto va el caso
Leganés".

El médico ya no está en el hospital. Estuvo
imputado por 10 de las 15 sedaciones que investigó el juzgado (de los 400 casos
iniciales, ése fue el número que llevó a ser investigado; el resto se cayeron
por sí solos) y ahora trabaja en Illescas (Toledo). Tras renunciar a su plaza
en Leganés por el acoso sufrido, el 9 de junio de 2006 se incorporó a su nuevo
empleo. En Toledo estaban ya sus compañeros de Leganés Jorge Olalla, Susana
Cortizo y José Luis Menéndez, todos represaliados por el Gobierno regional de
Madrid, del PP. "Me dijeron que no me molestara en buscar trabajo en
Madrid", recuerda Menéndez, uno de los imputados por el bulo de las
sedaciones y que el lunes pasado vio cómo la Audiencia archivaba
definitivamente el caso, ordenaba retirar cualquier alusión a la mala práctica
médica y limpiaba el nombre de los médicos.

Ya en Toledo creían haber pasado lo peor. Pero no
iba a ser tan sencillo. Sólo 13 días después, el PP de Toledo manifestó en un
comunicado "su preocupación" porque "cuatro médicos
supuestamente implicados en las sedaciones irregulares monopolicen" las
urgencias de Illescas. "Ahí me di cuenta de que querían acabar con
nosotros, que no iban a parar", sostiene López Varas, de enormes patillas
y lengua afilada, que ha llevado el calvario con entereza.

El diálogo se produce en la puerta del Severo Ochoa
con seis de los 11 médicos imputados por las sedaciones y dos degradaos de sus
puestos por apoyar a Luis Montes, ex coordinador de urgencias de Leganés. Los
vecinos que salen del hospital les saludan desde el coche -"enhorabuena,
doctor"- y les palmean. En media hora son seis saludos, y uno que sale
gritando del centro les espeta: "No me extraña que les denuncien, este
hospital es una mierda". Montes mira al suelo y alza las cejas con
resignación. Así será su vida durante años. Recibe decenas de cartas de apoyo y
algún insulto. El miércoles escuchó cómo en TVE el ex portavoz de Aznar Miguel
Ángel Rodríguez le llamó nazi. Sin pruebas y sin inmutarse.

Todos tienen historias similares. A Diego Gamero le
dijeron que era "uno de los mejores médicos de urgencias", pero que
tenían órdenes de no renovarle el contrato, y ahora trabaja en la sanidad
privada; Jorge Olalla llegó un día a su puesto de trabajo y le espetaron que ya
no trabajaba allí, que la noche antes le habían despedido por burofax; a
Fernando Gimeno le mandaron de vuelta a su plaza en Móstoles tras 16 años como
jefe de urología del Severo Ochoa y de haber colocado a su servicio entre los
mejores de España; Joaquín Insausti fue destituido como jefe de la unidad del
dolor; Frutos del Nogal fue relevado como jefe de la UVI… De los 14 médicos
de urgencias que había con Montes no queda nada; cinco jefes de servicio y de
enfermería fueron relevados; el hospital se llenó de cámaras para grabar a los
que protestaban.

Como la mujer que cuenta López Varas, otros 150
enfermos terminales agónicos fallecieron sedados en las urgencias de Leganés
entre 2002 y marzo de 2005.

La sedación terminal, el tratamiento paliativo
cuando todo falla para dormir al paciente incluso si acelera la muerte, está
aceptada por la OMS,
las sociedades médicas y hasta por la Iglesia católica. Pero al ex consejero de Sanidad
de Madrid Manuel Lamela, del PP, actualmente titular de Transportes en el
gobierno de Esperanza Aguirre, le debió de parecer un horror cuando el 2 de
marzo de 2005 recibió una denuncia anónima sobre "400 homicidios en el
Severo Ochoa". El texto, torpemente redactado, partió del hospital -los
médicos tienen sus sospechas, pero la investigación policial se cerró sin
culpables-. El anónimo atribuía a Montes el deseo de acabar con cientos de
enfermos "para ahorrar dinero al centro".

El caso era descabellado de principio a fin. La
forma (el anónimo) era ridícula, y los motivos (el ahorro) absurdos. Los datos
eran ciertos, pero los antecedentes recomendaban tomar distancia. A finales de
2002 hubo un anónimo similar. "El entonces gerente del centro, Jesús
Rodríguez, me dijo que quería destituir a Montes, que era intolerable. Yo era
director médico y me negué. Llevamos el caso a la consejería y ellos enviaron
una inspección", explica ahora Gimeno.

La consejería ya estaba en manos del PP. El
entonces consejero, José Ignacio Echániz, ha sido hasta ahora diputado popular.
Tras las elecciones de mayo de 2003, y mientras se dirimía si el presidente
sería el socialista Rafael Simancas o Esperanza Aguirre, Alfredo Macho llegó al
frente de la consejería. El responsable de sanidad de los socialistas madrileños,
Lucas Fernández, recuerda cómo se llevó aquella primera denuncia: "Me
llamaron a comer, me dijeron que había una denuncia y que lo iban a investigar.
Querían que lo supiera para que no me enterara por fuera. Me pareció bien y no
hubo ningún escándalo. Aunque era el verano del tamayazo, no hicimos
oposición con esto".

La
Consejería
de Sanidad encargó a dos de sus
inspectores que fueran a Leganés, que estudiasen el caso, que hablasen con los
médicos, los familiares y las enfermeras y que hicieran un informe. Tras dos
meses allí, el 18 de septiembre de 2003, los inspectores concluyen que "no
hay mala praxis" en las sedaciones a pacientes terminales. El informe
atribuye la alta mortalidad en urgencias -el argumento favorito del PP para culpar
a Montes- a la falta de camas. El hospital estaba diseñado para 240.000
personas, pero atendía a 400.000, y, ante el colapso, en 2002, el Ministerio de
Sanidad, en manos del PP, construyó en urgencias dos pequeñas salas para
terminales. No había camas en medicina interna, lugar ideal para los
moribundos. La existencia de esas salas no era ningún secreto. En los planos de
la urgencia que marcan las salidas de emergencia aparecían con un letrero:
"Terminales y aislados". Por eso moría más gente en urgencias. La
consejería no tomó medidas contra los médicos. El sentido común había
triunfado. Caso cerrado.

El día que los inspectores entregan su informe,
Luis Montes llama al presidente del Comité de Ética de Getafe y de la Comisión Deontológica
del Colegio de Médicos de Madrid, Miguel Casares, y le pide que audite su
trabajo. Sabe que le vigilan, que tiene enemigos en la urgencia que dirige
desde 2000 con mano firme, sobre todo con los médicos que estaban antes de su
llegada. El 1 de diciembre de 2003, Casares concluye que en las sedaciones no
hay mala praxis y alaba a Montes. El último párrafo no deja lugar a dudas:
"Mi respeto y admiración a todos los profesionales del servicio de
urgencias, que tantas veces en condiciones de gran presión asistencial están
comprometidos en proporcionar una asistencia de calidad a estos
pacientes".

Por si acaso, Montes aprueba un protocolo de
sedación que obliga a que el tratamiento lo firmen dos médicos y a que los
familiares consientan por escrito. Creía haberse cubierto las espaldas. No
volvería a pasar por aquello. Error.

El 10 de marzo de 2005, Lamela llama a Casares y le
pide el informe del Comité de Ética de Getafe. "Querían tener los
antecedentes del caso. Evidentemente, les dio igual lo que yo decía",
recuerda Casares, que dimitió del Colegio de Médicos porque estaba controlado
por la consejería.

Durante meses, y dado que Lamela es abogado del
Estado, mucha gente atribuyó su nefasta gestión de la crisis a que no conocía
la denuncia previa y la actuación de sus antecesores. La llamada a Casares
demuestra que sí lo conocía. "Yo creo que se puso nervioso cuando la
asociación Defensor del Paciente le escribe y le dice que también ha recibido
la denuncia y que se la ha mandado al Ministerio de Sanidad. Teme que el
Gobierno le acuse de taparlo todo porque él recibió la denuncia el 2 de marzo,
y decide golpear primero", explica una persona que trató al consejero esos
días.

El 11 de marzo, en el Bosque de los Ausentes en
memoria de las 191 víctimas del 11-M, Lamela llama a un aparte al socialista
Simancas y le advierte: "Tengo una denuncia de 400 eutanasias en Leganés
muy documentada. Es muy gordo. Hablamos de eutanasia activa, masiva y
continuada".

Montes llega a urgencias a las 7.45, como cada día.
"Me llamó el gerente, Adolfo Bermúdez de Castro, a media mañana y me dijo
que me tenía que ir, que había una nueva denuncia de las sedaciones".
Menos de media hora después, Montes paseaba nervioso por urgencias. Golpeaba un
cigarrillo habanos contra el paquete. "Estoy muy tranquilo",
dijo a este periodista. Se encerró en su despacho y sólo salió después de las
cuatro de la tarde, y escoltado por los guardas de seguridad. Comenzaba la
purga.

Lamela había decidido que lo de Leganés era muy
grave, que iba a destituir a toda la cúpula del centro. Es difícil pensar que
el consejero esperara tanta oposición: los médicos del centro se alzaron, luego
los sindicatos y los vecinos… El consejero comienza entonces una errática
huida hacia adelante. Primero denuncia el caso a la fiscalía, envía al centro a
los inspectores de la consejería para que revisen 25 casos de sedaciones que la
comisión de mortalidad del hospital había encontrado dudosos. Los inspectores
afirman que no ven mala praxis y que todos los pacientes eran terminales.
Lamela podía haber cerrado aquí el asunto, pero decide que sus inspectores
están contaminados y nombra a dedo un comité de expertos para que analicen las
historias. Ha nacido la comisión Lamela, con nombres sesgados hacia la
derecha y el catolicismo.

Uno de esos días, el doctor Javier Martínez
Salmeán, amigo de Montes, reputado ginecólogo y jefe de servicio del Severo
Ochoa, contacta con Lamela a través de Hernán Cortés Funes. Éste es el líder de
la comisión Lamela, oncólogo del hospital Doce de Octubre y compañero de
golf de Aguirre. Quedaron una tarde en un reservado del hotel Ritz. Lamela y
Salmeán con Cortés Funes de testigo. "Lamela decía que estaba todo
clarísimo, que era muy grave y que estaba escrito. Se basaba en los informes de
la comisión de mortalidad que había considerado ‘irregulares, no indicadas,
indebidas o en exceso’ unas sedaciones. Yo le llevé la respuesta que los
médicos a esos casos mandaron por escrito a la comisión y él comenzó a
leerlos", recuerda Salmeán.

En esas respuestas, de diciembre de 2004, los
médicos de urgencias detallan que los pacientes eran terminales, que uno de
ellos había sido calificado en Getafe como "pronóstico infausto en
breve" y el resto eran discrepancias médica entre si era mejor usar
tranxilium o dormicum. "Lamela los leyó muy atento y despacio, y me dio la
impresión de que no conocía esos documentos, pero cuando le pregunté me dijo
que ya los había visto", explica Salmeán.

En esa larga conversación, el médico pide al
consejero que reponga en su puesto al gerente, ya que sólo lleva unos meses en
el cargo y todo ocurrió con su antecesor, Jesús Rodríguez. Ahí, Lamela da una
respuesta que explica mucho de su actuación, tal vez todo: "Políticamente,
ya no puedo dar marcha atrás. No se entendería". Ya estaba metido en
aquello hasta las cejas y no iba a dar marcha atrás. Si lo hacía, su carrera
política estaba terminada. El escándalo era ya el mayor de la sanidad pública y
él ya había declarado: "Las irregularidades en Leganés tenían resultado de
muerte". Una acusación demasiado grave. Este diario ha intentado, sin
éxito, obtener la versión de Lamela, que se fue de vacaciones a Baqueira en
pleno escándalo.

Los médicos de Leganés están convencidos de que
Lamela dirigía una amplia campaña contra la sanidad pública y los cuidados
paliativos con motivaciones religiosas, que pretendía hacer frente a la demanda
social que las películas Mar adentro y Million dollar baby habían
impulsado ese año y desgastar al PSOE. Pero esa hipótesis sólo encaja a
martillazos. Lamela es un liberal, un hombre de Rodrigo Rato que ha acudido a
matrimonios homosexuales, no es un legionario de Cristo. Es cierto que
privatizó los cuidados paliativos a domicilio en Madrid, pero, como explica el
socialista Fernández, "lo hizo a los hermanos San Juan de Dios. Los
paliativos no dan dinero ni hay grandes intereses, y la orden no se
forró". Es probable que todo fuese más sencillo: que no podía dar marcha
atrás, y que luego se sumaron los grupos más derechistas, la emisora de los
obispos y el propio PP madrileño.

Le va en el carácter. En 1996, nada más llegar al
Gobierno el PP, Lamela organizó desde el Ministerio de Hacienda otro escándalo
similar. Denunció que el PSOE había perdonado 200.000 millones de pesetas a sus
amigos mediante una amnistía fiscal encubierta. Nunca más se supo de aquello.

Mientras Lamela maniobra con su comisión de
expertos, la fiscalía encarga a la clínica médico-forense de Madrid que analice
las historias clínicas y le diga si ve algo raro. Pero no lo ve. Cuando el
fiscal jefe de Madrid, Manuel Moix, nombrado con el PP, se dispone a archivar
el caso, Lamela recibe el informe de sus expertos. Éstos, sin hablar con los
médicos ni los familiares, concluyen que hay 73 sedaciones "no indicadas,
contraindicadas o inadecuadas".

El informe contiene errores de bulto y posiciones
de partida erróneas, como demostró la Sociedad Española
de Epidemiología. La comisión Lamela justificó sus conclusiones en que
los pacientes con más dosis de sedantes fallecían antes. Los epidemiólogos
replicaron: "Los pacientes más graves, los que se mueren antes, reciben
más dosis de sedantes debido precisamente a la gravedad de su situación".

Los expertos de la consejería no lograban
establecer la conexión causa-efecto, pero le dieron a Lamela tiempo. Con ese
informe, la consejería denunció el caso al juzgado y desactivó la investigación
del fiscal (a punto de archivarse), ya que cuando un juez se hace cargo de la
investigación, el ministerio público se tiene que inhibir. El 24 de mayo de
2005, el viceconsejero de Sanidad Arturo Canalda presenta en el juzgado la
denuncia contra sus médicos. Canalda, hoy defensor del menor de Madrid,
sostiene: "No me siento responsable de nada de nada". Ese escrito, de
tres folios, es la prueba del bulo del PP, que ahora niega en su argumentario
que judicializase el caso. Sí lo hizo, aunque lo nieguen Eduardo Zaplana y
Esperanza Aguirre. La denuncia cayó en el Juzgado de Instrucción número 7 de
Leganés, del juez Rafael Rosel, que en contra del criterio del fiscal comenzó a
imputar.

De las historias quedaron 15 sospechosas, y llamó a
los 11 médicos que habían firmado las sedaciones (en cada caso hacían falta dos
firmas). Encargó un nuevo informe, el enésimo, al Colegio de Médicos,
controlado por una persona próxima a la consejería, Juliana Fariñas, y se
emitió un dictamen plagado de errores. Consideraron que una sedación era
indebida porque el paciente había fallecido minutos después de que le aplicaran
la morfina. En realidad habían confundido las 23.00 por las 11.00, y el
paciente no había pasado minutos con la sedación, sino 12 horas y minutos. Más
de dos años después, el 22 de junio pasado, el juez no tuvo más remedio que
archivar el caso. Pero lo hizo dejando abierta la posibilidad de que se hubiese
registrado en algún momento mala práctica.

El caso se había cerrado en falso, y Montes y López
Varas recurrieron a la
Audiencia para eliminar esa referencia. Los otros nueve
médicos imputados no recurrieron porque les defendía una empresa de seguros que
no quiso correr el riesgo. El resultado es conocido: la Audiencia Provincial
considera que esa referencia fue un exceso del juez y ha ordenado retirar
cualquier referencia a la mala práctica.

Montes está ahora tranquilo. "No dejé de venir
ni un día a trabajar. Al día siguiente de mi relevo me llamó Canalda al móvil y
me preguntó si me interesaría irme a otro centro. Le dije que no. Era un pulso
desde el primer momento. Al día siguiente estaba a las 7.45 en mi plaza de
anestesista. Estuve cuatro meses reciclándome antes de entrar en
quirófano".

El médico era un desconocido para la opinión
pública, pero no en el mundo médico. En los años setenta militó en un
grupúsculo anarquista llamado Solidaridad y fundó la editorial ZYX. Su nombre
de la clandestinidad era Felipe; el de Frutos del Nogal, jefe de la UVI hasta que fue relevado, era
Macario. A principios de los ochenta, si una chica quería abortar en España
tenía que ir al hospital de Móstoles. Salméan era de los pocos que hacían
abortos en España, y Montes era su anestesista. El grupo era conocido como
Sendero Luminoso ,y juntos fueron a Leganés cuando abrió en 1985. Esto también
explica la inquina que el PP ha mostrado en el caso contra los médicos.

En 2006, Lucas Fernández se reunió con Lamela para
acordar un pacto sanitario en la Comunidad. Cuando el socialista le pidió que arreglara
el caso del Severo Ochoa, el consejero respondió: "Se arreglará cuando
haga lo que tengo que hacer: destituir a cinco jefes de servicio". Lo hizo
en agosto. Del grupo de amigos, sólo queda Salmeán en el cargo.

Los represaliados no tienen ninguna duda de que
hicieron lo correcto. Andrés Bernardo Aranda fue el único que vivió una
instrucción por separado. La familia de Cándido Pestaña fue la única de las 151
fallecidas que se sumó a las denuncias. El juez archivó el caso. Pestaña tenía
78 años, un cáncer y una enfermedad pulmonar. Entró terminal y la familia apoyó
la sedación. El juzgado alabó la actuación del médico.

Andrés, que hoy rota en unas prácticas por varios
hospitales, pasa unas semanas en el hospital Severo Ochoa. No tiene duda de que
hizo lo correcto. "Hace seis meses murió mi suegro, una persona joven, de
un cáncer de pulmón. Él pidió que cuando se fuera a morir lo sedaran. Lo hice
en su casa y murió tranquilo y dormido en lugar de hacerlo entre ahogos y
dolores. Quizá habría podido vivir unas horas más en la agonía. Pero eso no
merece la pena. La gente en España muere mal, con dolor, sufriendo ellos y sus
familiares, pero no hay necesidad".

De esto va el caso de las sedaciones de Leganés.

La Cope: "Cuatro personas han sido directamente asesinadas en
Leganés"


DOMINGO
– 03-02-2008

26
de mayo de 2005. La locutora de la cadena Cope Cristina López Schlichting abre
su editorial de la tarde:

"Al menos cuatro personas han sido
directamente asesinadas en el hospital Severo Ochoa de Leganés por la vía de la
sedación irregular […]. No nos confundamos, no confundamos esto con el
asesinato de personas a las que un médico supuestamente progre considera
indignas de seguir viviendo".

El 22 de abril de ese año, a las 6.13, el locutor
de las mañanas, Federico Jiménez Losantos, es menos directo, aunque igual de
duro: "El equipo médico del doctor Montes, porque era un equipo, no era
sólo este señor, no era un Kevorkian [pionero en el suicidio asistido], no era
un Doctor Muerte, era un grupo que, por lo visto, compartía no se sabe muy bien
qué criterios, desde luego no los del juramento hipocrático; era conocido
dentro del hospital por Sendero Luminoso. El 90% de los sedados por el doctor
Montes murió en menos de 24 horas; ¡que eficacia, claro!, eficacia de la
morfina".

En esta línea se movió la Cope durante meses. Los
abogados de Luis Montes, del prestigioso despacho de Rafael Burgos, pagados por
la asociación de defensa del hospital, grabaron lo que allí decían, y cuando se
cumplía el plazo presentaron una querella contra Losantos, César Vidal,
Cristina López y contra la cadena de los obispos. El caso está pendiente de
fallo, pero en sus declaraciones los periodistas admitieron que no contrastaron
la información con Montes y que su fuente principal de información era el
diario El Mundo.

El problema es que este diario cometió errores de
bulto en el caso. Tras semanas sin apenas informar sobre el asunto, el 11 de
abril de 2005 dio como apertura a cuatro columnas del periódico una noticia
falsa: "El 90% de los sedados por el doctor Montes murió en menos de 24
horas". La primera página iba ilustrada con una foto de Montes. El
periódico reproducía el libro de registro de urgencias, con un código muy
repetido. "Muerto en 24 horas desde el inicio de s. [sedación]". El
Mundo aseguró que esa "s." correspondía a sedación, cuando, tal y
como establece la Clasificación Internacional de Enfermedades de la OMS, significa simplemente
síntomas, un término que introducen los trabajadores de admisión o el ordenador
lo pone por defecto si el paciente fallece antes de 24 horas y el médico
todavía no ha rellenado el acta, según fuentes médicas. Pero nada de sedación.
El caso era falso porque además Montes apenas sedaba pacientes. Era el jefe y
veía pocos enfermos. De los 15 casos que investigó el juez, la firma de Montes
aparecía en cuatro, y siempre como segundo médico. El diario no rectificó ni
admitió el error.

La entonces periodista de El Mundo y hoy
candidata del PP al Congreso Cayetana Álvarez de Toledo, mano derecha de Ángel Acebes,
afirmó en la Cope
el mismo día que el diario publicó esa información: "¿Qué lleva a este
señor a aplicar este tipo de tratamientos médicos?, ¿es una psicopatía, es una
forma muy particular de entender, digamos, el fin de la vida de las
personas?", siempre según la querella.

Ahora, la Audiencia Provincial
de Madrid ha archivado definitivamente el caso y ha ordenado eliminar cualquier
referencia a la mala práctica médica.

LA MUERTE DE JOSEFINA
Una muerte digna

Se sentó a su lado, le tomó la mano, le dijo unas palabras de despedida, la
besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado que harían de
su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar.

JORGE M. REVERTE

DOMINGO
– 03-02-2008

Josefina
Reverte era una mujer guapa, madre de seis hijos, cariñosa y de derechas, que
tenía 75 años cuando, en la clínica de la Concepción de Madrid, le diagnosticaron un cáncer
de mama tan avanzado que ya no tenía remedio. Se habían perdido seis preciosos
meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de éxito. Un
médico de una mutua privada le había dicho que tenía una erisipela, y se afanó
en curarle de esa afección que había identificado sin realizar una mamografía.

A Josefina no le dijeron que su pronóstico era fatal.
Tan sólo le hablaron de la grave enfermedad y de que tenía que ser tratada con
quimioterapia y radiología. Su hija Isabel, que la acompañaba, fue quien
recibió la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital, los hijos, que tenían
amigos médicos que se lo recomendaron, la llevaron a la unidad del dolor de
otro hospital madrileño, el Gregorio Marañón. El director del servicio fue más
preciso, cuando estudió la historia clínica, para hacer su pronóstico: le
quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que a Josefina la
trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el médico se lo aseguró. La
paciente recibiría un tratamiento ambulatorio que daría, en las posibilidades
de la ciencia médica, una protección frente al dolor y una mínima calidad de
vida.

Las semanas pasaron y la enfermedad fue avanzando
de la manera exacta a como había sido previsto por el médico. No es preciso
describir sus manifestaciones en forma de úlceras y otros espantos. Ni los
estragos, perceptibles día a día, que el cáncer provoca en quien lo sufre. El
tiempo galopó para todos.

Josefina siguió con disciplina el tratamiento
paliativo que todos sus hijos suponían que ella pensaba que podía ser curativo.
Llevaba la situación con un humor que parecía insensato, y su chiste favorito
de aquella época era uno en el que una mujer acude al médico y le dice:

-Entonces, doctor, dice usted que Géminis.

-No señora, cáncer, cáncer.

Lo que provocaba una nerviosa hilaridad general
entre sus vástagos, que seguían pensando que ella era ajena al poco tiempo que
le quedaba. La última vez que contó el chiste coincidió con una situación
insólita: todos sus hijos, los seis, acompañados por alguna nuera, habían
coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna literatura, de
dolor. Aquella reunión multitudinaria la hacía tan feliz que quiso demostrar su
buen humor con una extravagante petición:

-Quiero un gin-tonic.

Y la moribunda se calzó, con aire festivo y la
ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo, su dosis, acompañada
de todos sus directos descendientes, en un ambiente de risas francas y mimos
desbordados. No le faltó algún comentario sobre la forma mejor de construir el
cóctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese lugar de perdición que
era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en cuando acompañada, eso
sí, por su marido y otras parejas de amigos tan jóvenes y mundanos como ellos.

Al acabar la reunión, uno de los hijos, sin que
nadie más que ella supiera el porqué de la elección, se tuvo que quedar para
recibir una confidencia de Josefina que reventó en sus oídos como un bombazo:
ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sentía con fuerzas para
acudir más veces al hospital a recibir sus periódicas dosis de morfina y engaño
piadoso.

Pero a la revelación salvaje le seguía una cola de
mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir una doble misión. La
primera parte consistía en mantener el suministro de la medicación que
garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera soportable. La
segunda, mucho más dura, era la de responsabilizarse de que su madre tuviera
una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los demás hermanos no deberían ser
consultados ni informados de la petición. Es sensato suponer que en el ánimo de
Josefina estaba evitar debates sobre una decisión de la que era soberana. Y la
dulzura con que estaba hecho el encargo no engañaba sobre su calidad de
indiscutible. Llegada a un punto la evolución de la enfermedad, el hijo tenía
que tomar la decisión de hacer que la muerte fuera más fácil y de que el
desenlace se produjera en el momento preciso. Y no había más que hablar.

Parte de la misión era sencilla. Una íntima amiga
del hijo, una curtida profesional de la anestesiología que trabajaba en otro
hospital público de Madrid, se haría cargo del suministro y aplicación a
domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La otra parte cayó como un metro
cúbico de plomo sobre el alma del recadero.

Ya no hubo más reuniones con gin-tonic. Josefina
había sabido medir sus fuerzas a la perfección, había sido capaz de discernir
cuándo podía tomarse la última copa con la que se saltaba a la torera las
recomendaciones convencionales de los médicos, que, obligados por la solemnidad
de su papel, son a veces capaces de prohibir a un desahuciado los excesos que
podrían acortarle la vida a medio plazo. Ella había sido tan fuerte como para
todo eso, y le ordenaba al hijo que lo fuera él para escoger el momento de su
muerte. Las palabras clave que se grabaron en la cabeza del hijo, las que
estaban recalcadas en el discurso de su madre, eran dignidad y sufrimiento.
Mantener la primera y evitar el segundo.

A partir de aquel día del gin-tonic, la
rutina en el domicilio familiar se fue haciendo más oscura y los chistes sobre
el cáncer y los signos del zodiaco se fueron espaciando hasta desaparecer,
porque Géminis había dejado de importar. Los gestos de cariño ya no se
impostaban, para que una caricia jamás pareciera casual. Y cada una de esas
caricias era como la última. La jovialidad se mantenía; la naturalidad al lavar
a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al leerle un artículo del periódico
en voz alta, surgía sola, como surgen en muy poco tiempo las rutinas en los
comportamientos de todos los seres humanos. Los nietos que acudían a visitarla,
ignorantes por supuesto de la gravedad de la enfermedad, se abrazaban a ella
intuyendo que aquellos abrazos no formaban parte de una cantidad infinita de
abrazos. Ella sonreía entonces forzada para darles lo que le había sobrado
siempre, alegría.

Pero la habitación estaba en penumbra muchas horas
al día, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis de medicación para
poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas en las piernas, la
escasez de aliento. Pasaba cada día unos minutos más que el anterior
dormitando, dejándose llevar por la creciente potencia de la morfina y los
demás venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas.

En realidad, estaba ya a la espera de que se
cumpliera la atroz certeza que se había instalado en su ánimo. Y pedía, con
insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la ventana, que el
cáncer olía. No podía soportar que ese olor se instalara en su entorno, que lo
percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un beso en la frente.
Sus hijos pensaban que su madre olía igual de bien que siempre, y se creían que
le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos así, un beso cambia su
naturaleza y se torna temeroso, leve.

Un día, y de forma desprovista de importancia,
añadió otra orden, esta vez sí a todos los hijos que andaban por allí haciendo
como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba siempre ventilándose estaba
dentro de la normalidad, que allí no había nadie muriéndose. Josefina dijo que
quería que incinerasen su cuerpo, y dónde deberían ser esparcidas sus cenizas.
Pero el aviso no contenía ninguna referencia temporal, podría haber sido un
reclamo para veinte años más tarde. Todo iba quedando atado.

Las jornadas pasaban una tras otra con una
insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una monotonía
asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus hijos tuvieran
que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de turnos de
guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables noches de
padecimientos en torno a un gotero que se nutría de sueros y fármacos cada vez
más potentes.

Un viernes de invierno, en 1992, el hijo que estaba
encargado de cumplir los terribles encargos de Josefina se despidió de ella
porque iba a pasar el fin de semana fuera de Madrid. Y antes de irse, cuando la
iba a besar para decirle que el domingo por la tarde volvería, Josefina le
oprimió el brazo con la mano que apenas era capaz de sostener un vaso de agua.
Y le miró de una manera que no dejaba lugar a la duda. Luego cayó otra vez
presa del sueño morboso de la química.

Dos días después, la amiga anestesista acudió a la
cita cargada de cariño y de algunos frascos. Exploró a Josefina, que respiraba
con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y coincidió con el lego en que el
momento había llegado. Ya no contestaba a las preguntas, ya no besaba cuando
era besada, ya sólo respiraba con una cierta agitación. Las instrucciones eran
muy sencillas: si no había recuperación de la conciencia, era que el momento
había llegado.

De madrugada, el hijo aprovechó un momento de
soledad, se sentó a su lado y le tomó la mano. Le dijo unas palabras de
despedida y la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado
que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar. La
respiración de Josefina se hizo paulatinamente más pausada, y su vida se
extinguió sin que pudiera escucharse un estertor, porque no había agonía, sólo
una expresión de serenidad. Cuando el pecho se quedó en calma, la muerte se
convirtió en una de tantas muertes.

Los hijos de Josefina cumplieron sus deseos de ser
aventada en un precioso rincón de la sierra de Madrid, y no volvieron a hablar
del proceso de su muerte, plagado de sobreentendidos, porque no había nada que
aclarar. Pero todos sabían que había pasado como ella quería que pasase.

Años después, muchos años después, las noticias de
la prensa sobre la acción de las autoridades sanitarias madrileñas y la Iglesia española contra
los médicos que habían aplicado métodos paliativos para aliviar el dolor y la
pérdida de dignidad a muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron
coincidir a todos los hijos de Josefina en el recuerdo del final de su madre y
en el carácter atroz e injusto de la persecución emprendida contra los médicos
y, sobre todo, contra los enfermos del hospital Severo Ochoa de Leganés.

Uno estaba ilocalizable en Kenia. Los demás
coincidieron en que sería duro, pero que sería bueno recordar su historia, la
de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que significa una
acción así. Decidieron romper el tácito pacto de silencio que una vez hicieron,
y violar el carácter íntimo de su pequeña historia, para enviar a quien pudiera
llegar una reclamación de piedad y de decencia.

Los hijos de Josefina se llaman Javier, José,
Jorge, Cristina, Isabel y María José. La anestesióloga que les ayudó no puede
tener nombre.


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