Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

17 de juliol de 2008
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Carlo Maria Martini

És jesuïta i cardenal. “Als seus 81 anys i malalt de pàrkindon, el cerdenal Carlo Maria Martini s’ha erigit en la darrera veu crítica a l’Església” així começava un ampli reportatge del suplement Domingo d’EL PAÍS de diumenge. Pel seu interés i pel que representa -encara avui dia- dins l’Església aquest home bo us el penge a continuació. Si voleu llegir-lo… pitgeu “vull llegir la resta”. Bon dia.


A un libro como el suyo, Martini no le hubiera aplicado su expeditivo
método de lectura. Apenas una ojeada a la portada, a la introducción y
al índice, en busca de la esencia. “El cardenal ha dicho siempre que
cada libro tiene una sola idea. Él la encontraba enseguida”. Lo cuenta
Gregorio Valerio, un hombre alto y macizo que fue secretario personal
de Carlo Maria Martini en sus últimos años como arzobispo de Milán.
Valerio guarda en el despacho de su casa parroquial, en una barriada
milanesa modesta, montones de libros, recuerdos variados y discos de
música clásica regalados por su eminencia.


Lo mejor del cardenal lo conserva en la memoria. Por ejemplo, ese
pasmoso método de lectura, gracias al cual leía en tiempo récord muchos
de los libros que llegaban a diario al palacio arzobispal. Yendo al
grano, dejando de lado lo superfluo. Un método inaplicable para su
último libro, Coloquios nocturnos en Jerusalén, porque
no contiene una única idea. Estamos ante el testamento espiritual y
personal del hombre al que muchos consideran el máximo representante en
la Iglesia de una línea liberal, dialogante, que apuesta por la
comprensión de las sociedades laicas del siglo XXI y no por la
contraposición.


En los coloquios redactados por Georg Sporschill, jesuita austriaco de 62 años, Martini habrá apreciado también ese impulso, orgé
en griego, como le gusta decir al cardenal; esa cualidad vital que
caracteriza a las obras inspiradas. Su publicación, en alemán, ha
levantado ya la polvareda que suele acompañar a las declaraciones de
Carlo Maria Martini, visto en muchos sectores de la Iglesia como la
contrafigura de Benedicto XVI. Infatigable buscador de verdades, este
turinés de buena familia parece conservar intacta a los 81 años la
capacidad de escandalizar, de remover las aguas estancadas. Sin apenas
levantar la voz, diciendo cosas que se alejan siempre del runrún
oficial, de los lugares comunes, de los raíles particularmente rígidos
de la institución a la que pertenece desde hace 56 años, la Iglesia
Católica Apostólica Romana.


“El cardenal es simplemente un hombre que se atreve a pensar”, dice el
cirujano Ignacio Marino, que mantuvo con él un diálogo famoso,
publicado por el semanario L’Espresso, en 2006. En él quedó patente el estilo Martini.
El de un hombre dispuesto a escuchar las razones del otro, a buscar un
punto de consenso, y sobre todo a no descalificar. Ahí está su sufrida
aceptación de la investigación con ovocitos, antes de que las células
que los constituyen comiencen a dividirse. O su rechazo al
encarnizamiento terapéutico. Martini se ha esforzado por comprender el
drama de los que practican la eutanasia, para evitar el sufrimiento a
un ser querido, aun considerándolo un hecho terrible. Ante una de las bestias negras
de la Iglesia, la homosexualidad, su postura es cuando menos humana.
“Tengo conocidos que son parejas homosexuales, hombres muy estimados y
muy sociables. Nunca se me ha pedido, ni a mí se me habría ocurrido,
condenarles”, declara en su último libro.


Ahí está también su crítica seria, erudita, nada reverencial al libro Jesús de Nazaret, publicado
por Benedicto XVI el año pasado. “Un libro hermoso”, declara el
cardenal, aunque se ve claramente que su autor, “no ha estudiado
directamente los textos críticos del Nuevo Testamento”. O su rechazo a
la misa en latín -“considero que el Vaticano II fue un paso adelante en
la comprensión de la liturgia”- publicado en un diario económico poco
después del motu proprio del Papa que autorizaba el viejo rito.


Martini ha tenido siempre un sello especial. El último libro, el último
escándalo, no hace más que reforzar el mito de este estudioso atípico,
autor de centenares de obras eruditas, muchas de ellas compendios de
ejercicios espirituales, homilías y pláticas. Lo que dice el cardenal
interesa. Aunque, ¿quién es realmente Carlo Maria Martini, el gran
rival de Joseph Ratzinger en el último cónclave? ¿Quién es el jesuita
que renunció a su estatus de príncipe de la Iglesia al jubilarse, para refugiarse en una austera residencia de la Compañía, cerca de Roma?


Gregorio Valerio, su fiel secretario, y Sandro, el chófer de toda una
vida, le acompañaron a su nuevo domicilio un día de septiembre de 2002.
Valerio recuerda todos los detalles. La habitación espartana, el
estudio con una nevera vacía, el saco verde para meter la ropa sucia.
El secretario se estremeció. “El cardenal suda mucho, me preocupaba que
no tuviera ropa disponible. Aquella austeridad era algo tremendo. Los
jesuitas, ya sabe como son”, dice con gesto indescifrable. Felizmente
supo antes de marchar que el cardenal -“aquí es padre Martini”, había
dicho uno de los internos- tendría baño propio. Cosas intrascendentes
para quien cambió hace años una vida de comodidades por la severidad
del mundo jesuita. Y además, Ariccia era sólo un lugar de paso. Su
verdadero destino era Jerusalén.


“El cardenal era feliz allí”, dice el cirujano Marino, senador del
izquierdista Partido Democrático italiano, que le visitó hace un par de
años en la Ciudad Santa para tres religiones. “Me citó un día temprano,
para ir al Santo Sepulcro. Fue una experiencia única”. Marino entorna
un poco los ojos, y rememora. Serían las siete de la mañana. El árabe
que custodia las llaves del sepulcro acababa de abrirlo. La soledad, el
silencio, daban al interior un aire místico. “Martini me mostraba los
restos arqueológicos con un dominio impresionante. ‘Esto es histórico,
esto otro no sabemos, aquello forma parte de la leyenda’. ¡Qué gran
guía!”. Y luego, al filo de las 10.30, como todos los días, el cardenal
le llevó a la gasolinera, cerca del Instituto Bíblico, donde preparan
el mejor espresso de la ciudad.


El sueño de Jerusalén quedó roto hace unos pocos meses. El párkinson
que le atormenta hace progresos, y Martini tiene que someterse a un
tratamiento en la residencia-hospital que los jesuitas tienen en
Gallarate (a unos 30 kilómetros de Milán). Un caserón del siglo pasado
rodeado por un jardín, donde el paciente lleva una vida rutinaria, sin
renunciar al trabajo.


Corrige, cuando se encuentra con fuerzas, las pruebas de la versión
italiana del libro de Sporschill, y avanza en el análisis de las
anotaciones marginales, o escoria, del
Códex Vaticano (el manuscrito que contiene la versión en griego más
antigua que se conoce del Nuevo Testamento, junto al Códex Sinaiticus).
¿Podría recibir a la periodista? El cardenal no se encuentra con
fuerzas. En un gesto que confirma su escaso apego a lo protocolario,
Martini llama personalmente para disculparse. “Estoy en tratamiento
médico. Mi salud falla. Siento mucho decirle que no, pero no estoy
bien”. Su voz suena infinitamente frágil a través del teléfono.
Irreconocible. Imposible relacionarla con aquella voz imperiosa,
remachando cada palabra, del arzobispo de Milán, en la entrevista que
concedió a EL PAÍS nada más recibir el Premio Príncipe de Asturias, en
2000.


“Está aprendiendo a hablar otra vez. Trabaja con un logopeda”, explica
Franco Agnesi, una de las cuatro personas con las que Martini compartió
vida en su etapa de arzobispo. Agnesi, que acaba de visitarle en
Gallarate, cuenta que sigue añorando Jerusalén. “Le duele no estar
allí, pero mantiene el sentido del humor. Yo le cité la frase del
Evangelio de San Juan, del capítulo 21: ‘Cuando seas viejo te llevarán
adonde no quieres”.


Carlo Maria Martini fue enviado adonde no quería siendo todavía un
hombre joven. La decisión de Juan Pablo II de nombrarle arzobispo de
Milán llegó en diciembre de 1979 y cayó como una bomba en los palacios
obispales de Italia. ¿Quién era aquel jesuita, estudioso de las
Sagradas Escrituras, sin experiencia pastoral alguna, que escalaba
hasta lo más alto de la jerarquía nacional? ¿Qué sabía del mundo de la
curia, de las obligaciones profesionales de un arzobispo, el estudioso
y tímido Martini? A toda prisa, el papa le consagró obispo después del
nombramiento con el que soñaban buena parte de los obispos de Italia.
Él, el jesuita alto, de porte aristocrático, tímido y reservado, no
aspiraba a la diócesis de San Ambrosio. Estaba a gusto como rector de
la Universidad Gregoriana, un puesto en el que llevaba poco más de un
año, después de casi nueve dirigiendo el Instituto Bíblico de Roma.


El salto entre un cargo y otro había sido casi imperceptible. La
Gregoriana y el Instituto están casi puerta con puerta, en un rincón
relativamente tranquilo del centro histórico de Roma. Martini pasó de
una habitación austera a otra habitación austera. De una vida en
comunidad -con baño compartido- a una vida en comunidad, un peldaño más
arriba en el escalafón académico eclesiástico. Stephen Pirani, el
jesuita estadounidense que fue su alumno y es hoy rector del Bíblico,
recuerda cuánto lamentó su marcha. “Como profesor tenía una gran
claridad de ideas. Era capaz de explicar admirablemente una cosa tan
rara como es la Crítica Textual, su especialidad”. Pirani ha mantenido
el contacto con el cardenal desde los años setenta. Porque Martini no
se apartó nunca, ni siquiera agobiado por el peso de la diócesis más
grande de Europa, de su pasión por manuscritos y papiros bíblicos.


Cambió de ciudad y de vida, después de obtener el permiso del superior
general de los jesuitas, Pedro Arrupe. Se instaló en el ala noble del
palacio arzobispal, el que se asoma a la Via del Duomo. Y aprendió
deprisa. Se percató enseguida del ritmo frenético de la ciudad. De la
peculiaridad de su tarea pastoral en tiempos violentos. Los años de plomo daban sus últimos coletazos, con acciones terribles del terrorismo negro
y de las Brigadas Rojas, que disparaban a las piernas a hombres de
negocios y profesores universitarios. Condenó el terrorismo, pero no se
negó a escuchar a los terroristas. Celebró funerales por las víctimas y
bautizó en cierta ocasión a dos gemelos concebidos durante uno de
aquellos juicios de alta seguridad contra brigadistas rojos. Martini
visitó las cárceles, convencido de que en ellas no había espacio para
la “rehabilitación de los presos”; recorrió hospitales y parroquias. Y
desde el púlpito condenó el escándalo de Tangentópolis, el
sistema de corrupción político-económica que acabaría por dinamitar la
vida política italiana a comienzos de los años noventa.


Nada de esto le distinguió de los demás obispos. Fueron otras iniciativas las que dieron pie al mito Martini.
La primera, leer el Evangelio a los jóvenes y dar espacio al silencio y
a la meditación en sus vidas. La Escuela de la Palabra, como se
denominó a estos encuentros mensuales, se revelaría todo un éxito. El
Duomo registra llenos espectaculares en cada cita. Miles de jóvenes se
reúnen ante el altar para escuchar los textos sagrados y meditar un
rato sobre la propia vida.


En medio del frenesí diario de Milán -junto a Turín, motor económico de
Italia-, Martini predica silencio y pausa. El segundo gran acierto del
cardenal (Wojtyla le concede la birreta en 1983) llega en 1987. Y será
bautizado como la cátedra de los no creyentes.
Encuentros esporádicos con intelectuales laicos para debatir sobre las
razones de la duda, de la fe, o de la falta de fe. Una frase del libro
de Ratzinger Introducción al cristianismo, en la que reflexiona
sobre el “no creyente que hay en todo creyente”, le da la idea. El
cardenal se inspira también en la sentencia del filósofo Norberto
Bobbio: “Lo importante no es creer o no creer, sino pensar o no
pensar”. A partir de ahí, la cátedra despega. Martini debate con el
semiólogo Umberto Eco y con decenas de intelectuales en aulas
universitarias y salas de conferencias. Muchos de los coloquios se
publicaron. No es casual que en 2000, tanto Eco como el cardenal
reciban el Nobel español, el Premio Príncipe de Asturias.


A Martini le costó aceptar ese honor. Normalmente rechaza los premios.
Le abruman los elogios, le interesan sólo los comentarios críticos, de
los que aprende más. Ya lo dice el lema de su escudo cardenalicio:
“Amar las cosas adversas por amor a la verdad”, sacado de las reglas
pastorales de san Gregorio Magno. Aunque Martini es, por encima de
todo, un jesuita. Aprecia el silencio y las pausas en el ajetreo
diario. Una regla de oro que mantuvo siempre en sus años de arzobispo.
“Me obligó a dejar en blanco su agenda los jueves por la mañana”,
cuenta su secretario, Valerio. Salían en coche hacia la montaña. Una
vez en el punto elegido, cada uno se iba por su lado. Eso sí, con el
teléfono móvil en el bolsillo.


Sin ser un montañero, Martini conserva de su infancia la afición por
las excursiones a los Alpes. Las largas vacaciones familiares se
dividían entre las playas de Liguria y las montañas cercanas a Turín.
Su padre prefería las marchas. De arzobispo, Martini se atrevía a
escalar los picos alpinos. Casi siempre los de la vertiente de la Suiza
italiana, para no ser reconocido. Luego, purificado por las alturas y
la soledad, regresaba a la curia y retomaba su agenda.


Gregorio Valerio le recuerda siempre correcto, incapaz de una mala
palabra, aunque siempre distante. “Es un hombre pasional, pero se
domina. Lo consigue a fuerza de voluntad y entrenamiento”. Vestía clergyman, salvo
en las salidas pastorales. Moderado en las comidas, el cardenal seguía
una dieta férrea, dirigida por un especialista, al menos un par de
semanas al año. Motivos de salud o quizá un deseo de purificación
física. Hay un lado curioso también en la personalidad del intelectual,
biblista de fama internacional y pensador rebelde: sus dotes de catador
de vinos. “Al arzobispado llegaban muchos regalos, a veces cajas de
vino. Yo siempre me fiaba de la opinión del cardenal. Cuando decía:
‘Éste es un excelente vino de mesa’, yo sabía que el vino no valía
nada”, cuenta su secretario.


El cardenal pasaba horas en su estudio privado, casi siempre con la
puerta abierta. Cuando la cerraba era una señal de que no debían
molestarle. Martini compartía mesa en el desayuno, comida y cena con
sus colaboradores directos. El entonces número tres
de la curia milanesa, Franco Agnesi, le define como un hombre con gran
sentido del humor, aunque siempre contenido, distante. Una compostura
que algunos feligreses interpretaban como insuperable frialdad. “Cuando
te saludaba, después de las misas en el Duomo, era como una esfinge”,
cuenta un milanés devoto, que no oculta sus preferencias por el nuevo
arzobispo, Dionigi Tettamanzi.


Martini siempre ha creído en la potencia de la razón, en perfecta
armonía con su fe. Algo que le ocasionó en Milán algunos problemas.
“Comunión y Liberación le hizo la vida bastante difícil”, dice Agnesi.
Era entonces un movimiento joven, muy ligado a la derecha política, en
una fase de agresiva expansión. El cardenal encajó la situación con su
autocontrol habitual. Sin dejar de apreciar por eso dos cualidades en
estos movimientos. Por un lado, su redescubrimiento de Cristo; por
otro, su capacidad de establecer relaciones muy intensas dentro del
grupo.


Amigos y adversarios, colaboradores y meros observadores coinciden en
considerar a Martini un hombre enormemente reservado. Su educación, su
historia, los golpes de la vida han hecho de él una persona casi
impenetrable. El segundo de tres hermanos, Carlo Maria Martini nació el
15 de febrero de 1927 en Turín, en una familia de la burguesía
industrial. Leonardo, su padre, era un ingeniero con una boyante
empresa constructora. Su madre, Olga, una católica extraordinariamente
devota. El niño fue enviado al colegio de los jesuitas, uno de los más
prestigiosos de la ciudad. Y allí surgió la vocación. “A mi padre no le
gustó demasiado la idea”, diría después Martini. Quizá tenía otros
proyectos para él, pero su destino estaba marcado. Sería jesuita.


Los primeros años de formación coincidieron con la II Guerra Mundial,
pero los Martini no pasaron especiales apuros. A los 25 años, Carlo
Maria es ordenado sacerdote. Una década después, tras licenciarse en
teología y filosofía y completar su formación de jesuita, ocupa la
cátedra de Crítica Textual en el Instituto Bíblico de Roma. En 1972
conoce a Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, que le invita a visitar
a los expertos bíblicos de su ciudad. Martini hizo el viaje en coche
con su hermano mayor, Francesco. Fue el último que hicieron juntos. En
octubre de 1972, su hermano muere de infarto cerebral. En apenas 18
meses, Martini pierde también a sus padres. La familia del cardenal se
reduce ahora a su hermana menor, Maria Stefania, y sus sobrinos, Giulia
y Giovanni.


Son golpes de la vida que le han marcado, como la enfermedad. El
párkinson le acecha desde comienzos del nuevo milenio. Pese a los
iniciales desmentidos oficiales, la noticia es del dominio público
antes del cónclave de 2005. La muerte de Juan Pablo II ese año brinda
una ocasión a la Iglesia para afrontar quizá la reforma que muchos
desean. Los seguidores de Martini confían en sus posibilidades de ser
elegido. “Habría sido peor”, dice el vaticanista del diario conservador
Il Giornale
Andrea Tornielli. “Martini habría dividido a la Iglesia mucho más que
Ratzinger”. El cardenal se presenta en Roma apoyado en un bastón. Los
expertos saben que el bastón significa “no me elijáis, estoy enfermo”,
en el metalenguaje vaticano.


Martini sufre el mismo mal que ha convertido en un infierno los últimos
años de Juan Pablo II, aunque en un grado mucho menos agudo. Por eso,
el cardenal sigue activo. Divide sus días entre Jerusalén y Ariccia.
Acude a las reuniones de las congregaciones vaticanas de las que forma
parte. Y sigue dirigiendo ejercicios espirituales. Los últimos, este
mismo año, vuelven a ser motivo de polémica. El cardenal habla ante un
grupo de sacerdotes, y denuncia la envidia “como vicio clerical por
excelencia”. Habla también de la calumnia. Recuerda que en sus años de
arzobispo en Milán llegaban decenas de cartas anónimas repletas de
calumnias contra sacerdotes y prelados que él mandaba quemar. “La
mayoría procedentes de Roma”.


Al día siguiente, la homilía de Martini está en el diario La Repubblica,
y es la comidilla en los corrillos vaticanos. “Creo que el cardenal es
un poco ingenuo. A veces dice cosas sin comprender que pueden ser
utilizadas erróneamente”, opina el obispo Vincenzo Paglia, amigo
personal de Martini. “No es un hombre de izquierdas, aunque se empeñan
en convertirlo en el anti-Papa. No tiene una visión política, sino una
visión evangélica de la Iglesia. Es cierto que habla con libertad, pero
muchas veces se le malinterpreta”.


No sólo sus amigos y antiguos colaboradores coinciden en lamentar la
“distorsión” mediática que ha convertido al cardenal en un personaje de
izquierdas dentro de la jerarquía católica. También quienes le
contemplan con más distancia, como el vaticanista Tornielli, creen que
el personaje
Martini es una invención de algunos periodistas. “Se empeñan en eso,
como se empeñaron en afirmar que Ratzinger fue elegido en el último
cónclave gracias a su apoyo. Lo cual es absolutamente falso”. Martini
no es un liberal, cree Tornielli, que se ha molestado en recopilar
muchas de las intervenciones del purpurado, a su juicio contrarias a
esa aureola, en un libro titulado La scelta de Martini (La elección de Martini). “Como buen jesuita, dice y no dice”, apunta el vaticanista.


Tornielli no encuentra, sin embargo, motivo de escándalo en las últimas
intervenciones de Martini. Ni siquiera en el libro del jesuita
Sporschill. “No se ha publicado aún en italiano. El cardenal está
jubilado. Sus palabras ya no escandalizan. Lo que dice lo dice porque
está obligado a mantener su personaje”, insiste.


Muchos seguidores del cardenal liberal esperan este texto con
expectación. Saben, por los resúmenes publicados, que recoge una
conversación sin reservas con Georg Sporschill. Los dos se conocieron
hace un par de décadas, en Viena. “El cardenal daba un cursillo para
sacerdotes y trabajadores sociales de cárceles”, recuerda el autor. A
partir de ahí surgió la amistad. Sporschill admiraba al cardenal, y
Martini siempre se interesó por el trabajo del austriaco, que se ocupa
de los niños de la calle de Bucarest. Así, entre los dos, fue tomando
cuerpo la idea de un encuentro a tumba abierta sobre las grandes
cuestiones de la Iglesia, y las opiniones más personales del cardenal.
“Le visité en Jerusalén tres semanas, a lo largo de varios meses.
Cuando estaba allí, nos veíamos diariamente, conversábamos horas y
horas, siempre que su salud lo permitía”, precisa Sporschill a través
del correo electrónico.


El resultado es un libro delgado, pero de contenido denso, y polémico.
Martini confiesa en él las dudas que le han atormentado durante años.
Su dificultad de comprender las razones de Dios para hacer sufrir a su
Hijo en la cruz. Siendo ya obispo, Martini considera insoportable, a
veces, la contemplación de un crucifijo. Tampoco era capaz de aceptar
la muerte, hasta que un día comprendió. “Sin la muerte no nos
entregaríamos totalmente a Dios. Nos quedarían salidas de emergencia
abiertas”. El cardenal emérito confiesa que soñó durante años en la
posibilidad “de una Iglesia en la pobreza y la humildad, independiente
de las potencias del mundo”. Hoy ha dejado de soñar. Aun así, pide
valor a la Iglesia para transformarse. Para aceptar que el mundo
cambia. Aunque sólo fuera por puro pragmatismo, tendría que abrir los
brazos a los sacerdotes casados, valorar la hipótesis de la ordenación
de mujeres.


Martini reconoce también que la encíclica de Pablo VI, Humanae Vitae,
en la que el magisterio de la Iglesia condena el uso de
anticonceptivos, está superada. A Ignacio Marino, cirujano y senador,
que considera a Martini “una de las grandes personalidades de nuestro
tiempo”, no le ha sorprendido la sinceridad del cardenal, aunque
lamenta que sus palabras sean casi siempre piedra de escándalo.
“Siempre ha hablado con libertad, pero ama a la Iglesia y es
enormemente fiel al Papa”. ¿Es un cardenal de izquierdas? “Decir eso
sería una simplificación”.


El rector Pirani teme que la imagen de Martini haya sido distorsionada
por los periodistas. “Muchas veces me ha comentado que le molesta que
intenten enfrentarlo al Papa o a otros cardenales”. Para este jesuita
no hay enigma alguno ni contradicción en la personalidad del cardenal.
La cosa es simple. “En él se conjuga una gran fidelidad a la Iglesia
con el valor de hacer preguntas”. Es lo mismo que opina el obispo
Vincenzo Paglia, que le conoció en los años setenta, cuando era rector
del Instituto Bíblico, y vivía angustiado por su falta de contacto con
los pobres. La Comunidad de San Egidio era entonces una experiencia
nueva, y a Martini le interesó. Primero acudió a ayudar a un anciano
enfermo que vivía en la miseria, luego amplió el alcance de su
actividad pastoral. “Iba a celebrar misa a una barriada pobre, en el
Alessandrino. Recuerdo que oficiaba en una antigua pizzería, y
preparaba el sermón, los sábados, con dos de los muchachos de la
comunidad”, cuenta Paglia.


Biblia y fe religiosa son un todo en Carlo Maria Martini. Él mismo ha
relatado su infatigable peregrinación por las librerías de Turín, su
ciudad natal, siendo un adolescente, en busca de un ejemplar en
italiano del Antiguo y el Nuevo Testamento, traducidos del griego. La
Biblia, que conoce de pe a pa, tan poco presente en la formación de los
católicos, es la verdadera base de la espiritualidad de Martini. Para
responder a cualquier pregunta, para resolver cualquier problema, el
cardenal echa mano de las Escrituras. Sin miedo a quedarse solo. “Sigue
la máxima de san Ignacio: ‘Solo y a pie”, añade Franco Agnesi, su
antiguo colaborador, que añora los años pasados junto al cardenal, al
que todavía pide consejo. Ése fue el motivo de su última visita:
preguntarle qué hacer ahora, que le trasladan de parroquia. El cardenal
le escuchó y le aconsejó. Y fue capaz de dominar la nostalgia cuando se
habló, de pasada, de Jerusalén. La ciudad donde quería morir. En la que
tenía reservada una sepultura. Ahora esa posibilidad es remota. El
propio Martini se lo dijo: “Jerusalén es un buen sitio para morir, pero
un mal sitio para un moribundo”.






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