Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

29 de novembre de 2024
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CAP DE SETMANA DE RELAX

Hem començat un cap de setmana de relax. Descansarem i farem el pas de la cadira de rodes al caminador. Així dilluns podré anar a rehabilitació amb caminador… i fem passos.

La inundación, los romanos y Maquiavelo

Durante estos días aciagos se ha repetido hasta la saciedad que las riadas han sido una constante en nuestra historia. Se ha hablado mucho de los registros que tenemos de las mismas desde la Edad Media hasta nuestros días, pero se ha olvidado que los romanos, fundadores de la ciudad, fueron los responsables de todos estos padecimientos. Y no es porque erraran en su localización, sino porque se iba a evolucionar más allá de lo previsto por ellos mismos. Al principio hicieron lo que tocaba. Tuvieron buen cuidado de elegir un punto elevado a resguardo de las avenidas periódicas junto a un buen punto para vadear el río Turia. Una pequeña ciudad militar, un estratégico castrum para vigilar la Edetania, en la forma jurídica de una colonia latina, que necesitaba apenas de la zona circundante, hostil por sus habitantes e inhóspita por su naturaleza, rodeada de marjales, especialmente en la zona sur. Pero esta situación no duró mucho tiempo. La virgiliana auri sacra fames (la maldita ambición de dinero), vino después. La paz augústea impulsó un extraordinario desarrollo demográfico y urbanístico, que trajo su refundación como colonia romana, y que obligó a habilitar zonas agrícolas en el entorno para el sustento de una población en expansión y un comercio en auge. Hasta el momento hay registradas dos centuriationes o colonizaciones agrarias, una al norte, hacia Saguntum, y otra al sur, a partir de la porta Sucronensis, que se distribuían a ambos lados de la vía Augusta, con villae rurales y recreativas que aportaban una buena parte de los productos que necesitaban los habitantes de una ciudad floreciente. Los canales de riego, ya identificados en la zona de Riba-roja, debieron aprovechar para los cultivos las aguas fluviales del Júcar (Sucro) y del Turia, a tenor de lo que hoy sabemos de este tipo de comunidades de regantes romanas, que tenemos bien constatadas en el río Ebro –la conocida como lex rivi Hiberiensis- y que sin duda se aplicaron en el entorno agrícola de Valentia. Pero esta explotación del ager valentinus, con su desecación y puesta en cultivo, dejó expuestos a los pagani a las terribles avenidas. Un duro precio a pagar si se quería estar acorde con la cornucopia que ostentaban sus primeras monedas, símbolo de la opulencia agrícola y comercial de la ciudad. Cuando en los años setenta del siglo pasado el profesor Pereira publicó las inscripciones romanas de Valentia, propuso que un gran sillar, perteneciente a una inscripción monumental de la ciudad, en donde aparecía la palabra clades, hiciera referencia a una calamidad consecuencia de una devastadora crecida del río, que fue recordada por sus contemporáneos con un monumento conmemorativo, quizá de índole religiosa. Ni que decir tiene que no deja de ser una hipótesis, pero no puede descartarse. Por cierto, el sillar ha desaparecido para disgusto de nuestros eruditos y oprobio de nuestro patrimonio. Dado el esplendor de la ciudad en la época imperial, hay que pensar que pese a los ímpetus del Sucro y del Turia, los magistrados de la ciudad y la munificencia de sus ciudadanos paliaron sus daños, echando mano de la acreditada ingeniería romana para reparar grandes infraestructuras, y a los recursos de las arcas municipales, auxiliadas con la acreditada filantropía de sus ciudadanos, de la que los epígrafes conservados nos ofrecen muestras reveladoras. De aquellos barros estos lodos. Llevamos más de dos mil años igual. Se dice pronto, pero asusta. No me resisto a traer a colación la opinión de un gran especialista en historia romana, el florentino Nicolás Maquiavelo, tan injustamente denostado, y que sagazmente apunta más allá de cualquier solución técnica:

«Puede ser verdad que la fortuna sea árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que la otra mitad, o casi, nos la deja en nuestras manos. La comparo a uno de esos ríos torrenciales que cuando se enfurecen inundan los llanos, arrasan árboles y edificios, levantan la tierra de un lugar y la llevan a otro. Todos huyen ante él, ceden a su paso sin osar oponerle resistencia en parte alguna. Y aunque los hechos sucedan así, esto no significa que los hombres, cuando los tiempos son tranquilos, no pueden preparar provisiones de diques y espigones, de tal forma que, en crecidas posteriores, o bien sus aguas corrieran por un canal o su ímpetu no fuera tan irregular y tan perjudicial. De manera semejante acontece con la fortuna: demuestra su poder donde no hay una virtud organizada para resistirle, y arremete con su ímpetu donde no hay espigones ni diques para contenerla» (El Príncipe XXV). Como se advierte, Maquiavelo utiliza la metáfora del río desbordado, tan insuperablemente descrita, para poner en evidencia cómo el hombre virtuoso y honorable –en nuestro caso, el político íntegro, cabal y bien formado- debe estar preparado para hacer frente a las desgracias. Y si la mala fortuna le impide cambiar el rumbo de los acontecimientos –que con la técnica y recursos actuales me resulta incomprensible-, al menos con su prudencia y previsión, con su resolución y su temple, será capaz de sobreponerse a los infortunios y, en todo caso, minimizar sus efectos. Y me pregunto, como Cicerón: «¿Hay alguien de un ánimo tan indolente que, a la vista de todo esto, pueda callar y mostrarse indiferente?».


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