1. De José María Ridao, Obispos leninistas.
2. De Juan G. Bedoya, La divinización del todo.
JOSÉ MARÍA RIDAO
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EL PAÍS – España – 31-12-2007
El último domingo del año, la jerarquía eclesiástica ha reincidido en una decisión insólita, aunque repetida en diversas ocasiones durante esta convulsa legislatura: ha preferido predicar desde la calle en lugar de hacerlo desde el púlpito. Ni cartas pastorales ni homilías en los miles de templos diseminados por el país han debido de parecer a los obispos un instrumento eficaz para llevar adelante su ardorosa cruzada en defensa de la familia, una institución que, hasta donde se sabe, nadie ataca. Porque, por más iras que despierte entre los prelados, el matrimonio homosexual es una sorprendente e inesperada confirmación de la vigencia del matrimonio, que sólo debería soliviantar, en realidad, a quienes están en contra de cualquier intromisión de la ley en la vida de pareja.
Cada manifestación convocada por los obispos en los últimos años es, sin duda, una noticia sorprendente, puesto que su mensaje es tan rancio como inconfundible. Demuestra que la jerarquía eclesiástica española ha hecho una opción en favor del integrismo, y reclama la preponderancia de sus creencias y sus ritos, amparados por una ley de Dios que ellos aseguran conocer e interpretar en régimen de monopolio, sobre las instituciones seculares, establecidas y gestionadas por la libre voluntad de los individuos. Incluida la voluntad de quienes se declaran católicos y, sin embargo, parecen saber mejor que sus obispos que cualquier intento de establecer como obligatorio su modo de vida no es un triunfo de la religión, sino del fanatismo.
Éste es, en cualquier caso, el proyecto en el que se ha embarcado la jerarquía eclesiástica o, al menos, algunos de sus sectores más ruidosos, empeñados en actuar como vanguardia leninista en una sociedad que contempla con marmórea indiferencia la proyección de sus obsesiones morales, la exaltación de su servidumbre a la Idea, sus especulaciones acerca del sacrificio actual como inversión para la vida futura. Erigidos en vanguardia del supuesto pueblo católico al que imaginan representar, nada tiene de extraño que algunos obispos hayan adoptado medios de agitación semejantes a los que experimentaron los seguidores del revolucionario ruso.
Las manifestaciones suenan a movilización de masas, lo mismo que la incendiaria emisora que sufraga la Conferencia Episcopal recuerda a los medios de la agitprop. Incluso la estrategia de "cuanto peor, mejor", empleada en cada ocasión en la que anuncian para España plagas peores que las de Egipto, evoca las catástrofes reservadas para quienes se desentendieran de las inapelables leyes de la historia.
En el fragor provocado por esta vanguardia en la que militan algunos obispos españoles, se han perdido de vista las más elementales evidencias. La primera y tal vez más importante es que si han preferido la calle en lugar del púlpito es porque, en efecto, el púlpito no les ofrece ya la audiencia que necesitan para llevar adelante su proyecto integrista. Ni el púlpito ni tampoco los seminarios, vacíos de candidatos o, por así decir, de militantes para atender al culto de la religión católica, ni en la versión que estableció el Concilio Vaticano II ni en la que ahora defiende la jerarquía eclesiástica en nuestro país. La "crisis de las vocaciones", más que las estadísticas acerca de los españoles que practican la religión católica, es lo que demuestra la situación de privilegio que se ha concedido a la Iglesia y con la que la Iglesia no está dispuesta a conformarse. ¿Qué otro colectivo compuesto por 20.000 personas recibe una asignación del Estado equivalente al 0,7% del PIB? ¿A qué otra vanguardia, ni grande ni pequeña, se le asignan subvenciones para llevar adelante un programa que esconde detrás de la religión católica una intención política y, además, una intención política fanática?
El apaciguamiento por el que ha optado el Gobierno no es seguramente la mejor manera de contrarrestar a los obispos erigidos en vanguardia leninista. Pero no porque fuera deseable la confrontación, sino porque ha colocado al Estado en la situación del bombero pirómano, que debe sofocar las llamas que él mismo aviva a través del acuerdo económico con la Iglesia.
Una parte de la jerarquía eclesiástica está decidida a reabrir el problema religioso en España. Sin embargo, el problema religioso tendría hoy escaso recorrido si se aplicaran las políticas y las respuestas adecuadas. Y no sólo porque la Constitución de 1978 estableció un acuerdo que compromete a todas las partes, sino también porque, aunque la Iglesia parezca decidida a lanzar una cruzada, de momento no convoca ante los púlpitos a los voluntarios necesarios. Por eso, y no por otra cosa, tiene que hacer ruido en las calles.
La divinización del todo
JUAN G. BEDOYA
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EL PAÍS – Sociedad – 31-12-2007
Acostumbrada a contar los años desde la fecha —incierta, desconocida— del nacimiento de su fundador Jesús, la jerarquía del catolicismo cree también haber inventado la familia, el matrimonio, la filosofía, la ciencia, la vida misma. Adán como el principio de todo, y para espantarle la soledad, el generoso añadido de Eva a partir de su costilla. Ayer aludió a esta historieta uno de los oradores, ante la inmensa multitud concentrada en la plaza de Colón.
No hay más familia que la cristiana, sostienen lo obispos. Si cae la familia formada entre un hombre y una mujer unidos en matrimonio eclesiástico, “cae la suerte del hombre mismo”, precisó el cardenal Rouco. Las nuevas legislaciones conducen a la decadencia, el apocalipsis, la destrucción de la Constitución e, incluso, a la disolución de la democracia. Uso palabras exactas entre las muchas pronunciadas ayer. También se escuchó que el hombre es un ser conyugal, más que un ser civil, poniendo por testigo, cómo no, al mismísimo Aristóteles. Se dice esto, por cierto, en una organización que tiene prohibido a sus jefes el casarse y tener hijos, y a la mujer, desempeñar cargos de relevancia.
No es la primera legislatura, desde la muerte del dictador Franco, que los obispos salen a la calle o alzan su voz contra el Gobierno. Pero nunca lo habían hecho con tanto estruendo y frecuencia. La concentración de ayer surge, además, sin motivo nuevo aparente. El Ejecutivo de Rodríguez Zapatero no ha tomado medida alguna —ni anunciado que vaya a hacerlo en el futuro, si gana las elecciones de mazo— que deba preocupar a los prelados. Al contrario, en los últimos meses les mejoró, con sorprendente generosidad, el sistema de financiación de la Iglesia católica mediante los impuestos de todos los españoles, y ha cedido no poco en su idea inicial de impartir en las escuelas públicas y concertadas una llamada educación para la ciudadanía coherente con la Constitución de 1978, es decir, aconfesional, laica, libre de ataduras religiosas de Estado.
¿Qué ha ocurrido, entonces, para que 42 obispos, los inevitables Kikos y todo el entramado del catolicismo europeo más tradicional y movilizador se hayan echado a la calle este final de año? Las heridas del pasado, que tardan en cicatrizar. Los obispos se irritan por la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo; porque se agilizan —y abaratan, se supone— los trámites del divorcio; porque se permite investigar con embriones con fines terapéuticos, y, sobre todo, porque se diga que debería reformarse la ley que despenaliza el aborto y generalizar los métodos anticonceptivos. Es decir, están en contra de que se cumpla con lo que, parafraseando al expresidente Adolfo Suárez, debe hacerse desde un Gobierno legítimo: elevar a la categoría de legal lo que ya es en la calle normal, incluso para millones de católicos.
Los obispos superarán el trauma de estos cambios. Siempre ocurrió. Pero necesitan años. Y no exigirán a un hipotético Gobierno de la derecha que derogue la legislación que tanto les disgusta ahora. No lo hicieron cuando gobernó, durante ocho años, José María Aznar, católico confeso.
Este comportamiento recuerda lo ocurrido cuando el Estado español decidió legalizar el matrimonio civil. Entonces, 41 obispos españoles —ayer hubo 42 en Colón— execraron del Gobierno con brutalidad. Dijeron: “El matrimonio civil no será jamás otra cosa que un inmoral concubinato o un escandaloso incesto”. Fue en 1870. El Gobierno de la época sólo quería que los españoles no católicos tuvieran por fin derecho al modelo napoleónico de matrimonio civil obligatorio, manteniendo la indisolubilidad del eclesiástico. “La ley de la mancebía”, argumentaron los prelados. Ayer se escucharon descalificaciones igual de gruesas, como que con la despenalización del aborto se otorgan “licencias para matar”.
Apenas ha transcurrido siglo y medio y la Iglesia romana mantiene sus tesis: tampoco ahora el Estado puede legislar sobre el matrimonio de parejas del mismo sexo, o sobre la educación cívica de los niños. Sólo la Iglesia, sólo Dios, según el cardenal Rouco. Su idea es que el matrimonio tiene origen divino y es un contrato natural instituido con anterioridad a la sociedad civil. Por tanto, un asunto lejos del alcance del Estado. Y en el caso del matrimonio gay, que el Gobierno tampoco podría legislar porque son “derechos inexistentes”. Como si el matrimonio y la familia fuesen realidades fijas e inmutables.
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Al remat serà veritat veritable allò de: "España ha dejado de ser católica". O millor dit, no ho ha estat mai, si ens atenem al sentit real del mot i no al sentit habitual de "cristià d’obediència romana". De fet, no és ni cristiana (i que em perdonen els teòlegs la meua vaga impressió d’ateu, però em sembla que els senyors de dissabte estaven més a prop dels fariseus cridaners que fustiga l’Evangeli que no de Crist). Simplement és, com sempre, fonamentalista, barroera, emprenyada i ignorant. El mal és que nosaltres també anem cap allà: i ací teniu el conseller Superrambla que no em deixarà mentir.