Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

26 de maig de 2008
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DILLUNS I BON DIA

Encara que no guanyàrem el Festival d’Eurovisió -sols era una excusa per retrobar-nos-hi-, encara que la festivitat del Corpus anà com anà -hi ha hagut pobles on no han fet la processó, altres -com el meu- ho han fet tot-, encara que aquesta primavera fa moltíssima calor i plou també -cosa que no agrairem mai prou al bisbe de Múrcia, Juan Antonio Reig, encara que… en fi, ací estem PERQUÈ HEM VINGUT.

I passant a altres coses, ahir vaig poder llegir un article de Jaume Asens, vocal de la Comissió de Defensa del
Col.legi d’Advocats de Barcelona i de Gerardo Pisarello, professor de Dret Constitucional de la Universitat de Barcelona, intitulat Una bandera acorazada (de PUBLICO) que us deixe a continuació. Ho poden dir més fort però no més clar.

05-25.jpgLa condena a prisión de 2 años y 7 meses de Francesc Argemí, el joven
independentista que descolgó una bandera española en Terrassa, ha reabierto el
debate sobre la protección de las instituciones y símbolos del Estado. Los
valedores del severo correctivo, entre los que han despuntado algunos conspicuos
dirigentes del Partido Popular, señalan que la protección reforzada de la
bandera bicolor es necesaria para garantizar la convivencia y la unidad
nacional. También sostienen que quienes la vituperan son “radicales” que no
expresan ideas sino que incurren en actos de “incitación a la violencia”. Este
tipo de juicios, sin embargo, oculta hechos y dobles raseros difíciles de
soslayar.

El más patente es que la bandera española, al igual que la unidad del Estado,
no se encuentran desprotegidas sino celosamente blindadas por el sistema
político. En primer lugar, por lo que el británico Michael Billing ha llamado el
“nacionalismo banal”. Este tipo de nacionalismo pocas veces es reconocido por
quienes lo ejercen. No obstante, opera a través de mecanismos cotidianos como la
presencia de los símbolos del Estado central en edificios oficiales, monedas,
competiciones deportivas o sencillamente en el vocabulario asumido acríticamente
por medios de comunicación, políticos y personajes públicos, entre otros. En
segundo lugar, por el propio aparato coactivo estatal. Según la ley de banderas
de 1981, tal insignia es signo de “unidad e integridad de la patria”. La
preservación de estos valores es la finalidad que la Constitución española
encomienda al Ejército en su artículo 8, un precepto sin parangón en el ámbito
europeo que reproduce casi sin modificaciones el artículo 38 de la Ley Orgánica
del Estado franquista. También son éstos, en definitiva, los bienes jurídicos
que salvaguarda el delito de ultraje a la bandera, colocado sintomáticamente
junto al de “ofensas a España”.

En teoría las banderas autonómicas también gozan en la actualidad de
protección jurídica. En la práctica, sin embargo, los únicos agravios
perseguidos, presentados casi siempre como desordenes públicos, son los que
atañen a la bandera española. Toda la jurisprudencia del delito hace alusión a
ultrajes a la nación española o al sentimiento de su unidad indivisible. En
cambio, los grupos de extrema derecha que mancillan símbolos catalanes o vascos,
a menudo de forma disruptiva, rara vez suelen tener problemas con la
justicia.

La asimetría es evidente y la propia ley la refuerza. En 2002, el Partido
Popular impulsó un pacto con el PSOE que asegurara la presencia en la Plaza
Colón de Madrid de una enseña española de casi trescientos metros cuadrados en
un mástil de cincuenta metros de altura. El propósito era que el ejército la
izara, entre otros actos, durante el onomástico de Juan Carlos I y el día de la
Hispanidad, hasta hace poco conocido como Día de la Raza. De esa manera, se
intentaba reflejar el “lugar preferente y de honor” que la ley de 1981 reserva a
la española respecto con cualquier otra autonómica.

Los intentos de minimización de los símbolos autonómicos se extienden
igualmente a otros de importante carga político-histórica, como los
republicanos. El republicanismo, como el independentismo, son idearios políticos
considerados legítimos por el propio sistema constitucional español. A pesar de
ello, el Ministerio Fiscal solicitó recientemente una severa pena de prisión
para el activista madrileño Jaume d’Urgell, quien, en un acto simbólico de
“restitución democrática”, sustituyó en un edificio público la bandera
rojigualda por una tricolor. Hace poco, también, la Guardia Civil irrumpió en un
local de Izquierda Unida en Medina Sidonia, Cádiz, para incautar una bandera
republicana por su supuesta “inconstitucionalidad”. Todo esto mientras la
bandera franquista –la del escudo con águila de San Juan incluida– ondea sin
mayores molestias en manifestaciones de la Iglesia o de la derecha política, así
como en la fachada de locales regentados por nostálgicos de la dictadura.

En un contexto así, presentar las críticas a lo que la bandera española
simboliza como gratuitos desahogos fanáticos que quebrantan gravemente la paz
pública resulta un reduccionismo pueril. Más bien, suelen ser la reacción al uso
prepotente y no pocas veces intemperante de un emblema que, aunque remozado,
sigue representando para muchos una herencia del régimen franquista. La
utilización de la bandera como arma arrojadiza por parte de la derecha más
recalcitrante no hace sino confirmar esta percepción. Basta con recordar la
ostentación patriotera del peñón de Perejil o las arengas inflamadas de Mariano
Rajoy, cuando pedía “sin aspavientos, pero con orgullo” sacar a las calles las
rojigualdas para “celebrar” el 12 de octubre.

En 1989, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en el caso Johnson versus
Texas, consideró que la quema de la bandera por razones políticas debía
entenderse como un ejercicio simbólico de libertad de expresión y no como un
acto de instigación a la violencia. Hasta el muy conservador juez Antoni Scalia
suscribió el fallo, motivado con un argumento decisivo: las invectivas contra la
bandera, incluida su quema, deben admitirse precisamente porque la enseña
norteamericana pretende, ante todo, ser un símbolo de libertad. Cuando se coteja
esta realidad con la española, los interrogantes son ineludibles: ¿qué simboliza
una bandera que necesita armarse con una coraza institucional y penal tan
desmesurada? ¿Qué vuelve tan grave, como cantaba Brassens, el pecado de no
“seguir al abanderado”?




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