Els Papers de Santa Maria de Nassiu

EDUQUEU ELS XIQUETS I NO HAUREU DE CASTIGAR ELS HOMES (PITÀGORES)

11 de maig de 2008
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Pom d’articles (9)

Àngel de l'arpa

Ací teniu algun que altre article:

LA ZONA FANTASMA
La formación de pusilánimes

Javier Marías

EL
PAIS SEMANAL – 04-05-2008

 

‘Marujeo’

ELVIRA LINDO

EL
PAÍS – Última – 30-04-2008

Proust y su abuela: una llamada perdida

VICENTE MOLINA FOIX

EL
PAÍS – Opinión – 29-04-2008

 

La Mano Invisible

MANUEL RIVAS

EL
PAÍS – Última – 03-05-2008

EL
PAIS SEMANAL – 04-05-2008

LA ZONA FANTASMA
La formación de pusilánimes

Javier Marías

EL PAIS SEMANAL – 04-05-2008

Se me escapa el porqué, pero resulta
evidente que cada vez interesa más crear una sociedad de pusilánimes. Se ha
hecho raro que la gente dirima sus diferencias sin recurrir a alguna instancia
superior o árbitro conminatorio: policía, jueces, comités, leyes, ordenanzas.
Lo cual tiene, como primera consecuencia nefasta, la obsesión por reglamentarlo
todo, cuando no todo ha de estar sujeto a reglamentos. Es más, cada vez
que cualquier aspecto de la vida “sufre” una normativa, o algo que no lo era es
convertido en delito, se está renunciando a una parcela de libertad. Intereses
encontrados, desacuerdos, antipatías personales, individuos con afán de
dominación, persuasores e intrigantes en busca de su provecho, todo eso lo ha
habido siempre, y cada cual ha bregado con ello como ha podido o sabido, sin
necesidad de elevar una denuncia, de recurrir a la autoridad, de chivarse al
jefe, de implicar a otros en sus problemas. La cuestión principal es esa: hoy
casi nadie está dispuesto a enfrentarse con sus problemas ni a resolverlos por
su cuenta, sino que casi todo el mundo espera que “alguien” se los quite de
encima.

Hace ya
bastantes años que en las Universidades de los Estados Unidos empezó a hablarse
del “acoso sexual visual”, lo cual llevó a la mayoría de profesores a impartir
sus lecciones con la mirada perdida en el techo o en el infinito, no fuera a
ser que, si la fijaban en alguien –quienes hemos enseñado sabemos que a veces
uno la fija en un alumno o alumna de manera casual e involuntaria, sin en
realidad mirarlos ni verlos, simplemente como “personificación” momentánea de
la clase entera–, ese alguien los denunciara por “persistentes ojos lujuriosos”
o algo por el estilo. Ahora leo que el “acoso” o “intimidación” laboral –que
sin duda existe, sobre todo por parte de un superior a un inferior, pero apenas
entre iguales: quiero decir que entre iguales no debería llamarse así– puede
darse en cosas tan sutiles y nimias como eso, una mirada. “Imagínese”, dice el
pusilánime Joel Neuman, director del centro de gestión aplicada de la SUNY-New Paltz
School of Business, “que está sentado a una mesa de reuniones. Usted hace una
propuesta y alguien lo mira y niega con la cabeza todo el rato”. Oh, santo
cielo, qué terrible, y qué piel tan fina tienen tanto el señor Neuman como, por
lo visto, buena parte de los trabajadores americanos y, por extensión,
mundiales. Se trata, una vez más, de infantilizarlo todo: “Ay, Fulanito me ha
mirado mal y no ha asentido mientras yo hablaba, y eso me ha intimidado un
huevo”. Por favor. “Puede hacer mucho daño que a uno lo desprecien
constantemente delante de sus iguales”, agrega el muy cursi señor Neuman. Pero
él no es el único: la
Asamblea Legislativa del Estado de Nueva York está preparando
un proyecto de ley contra la intimidación laboral, y el catedrático David
Yamada, de la
Suffolk University Law School de Boston, ha redactado otro
borrador de ley al respecto, arguyendo que “hay un vacío real en la ley, y
alguien podría ser objeto de tormentos y humillaciones y estar sufriendo por
ello”.

¡Tormentos
y humillaciones! El mundo está lleno de personas timoratas y acomplejadas, que
“sufren” por cualquier cosilla, esto es, por las cosas normales de la vida. Es
algo corriente que uno caiga mal a unos y bien a otros, y que ambos grupos se
lo hagan notar de alguna manera. Evidentemente está mal hacerle a alguien la
vida imposible, e innegables putadas, y descarada y gratuita burla, o segarle
la hierba bajo los pies para procurar su despido y usurpar su puesto. Pero no
exageremos. “Entornar los ojos, lanzar una mirada intensa o un bufido
displicente” no son, como sostiene el artículo del New York Times que
cayó ante mi vista y ahora comento, “tácticas de intimidación en el puesto de
trabajo”. Lo que al parecer quiere exigirse es que nadie ponga nunca el menor
reparo a las propuestas, iniciativas o competencia de nadie, ni siquiera con
miradas o gestos, aunque tales propuestas e iniciativas sean estupideces o del
todo inviables y vengan de un incompetente. Y, a este paso, la restricción de
las libertades acabará por ser asfixiante. No sé. Yo no soy nada dado a
intervenir en mesas redondas, tertulias y demás inutilidades. Pero las pocas
veces en que he participado en alguna, no he podido ni he querido evitar
enarcar las cejas, o sonreír con ironía, o torcer el gesto –lo que un
pusilánime pueril llamaría “poner caras”– mientras escuchaba a otro soltar
barbaridades o majaderías (claro está, desde mi punto de vista). E, igualmente,
no se me ha ocurrido quejarme si otro participante hacía lo mismo mientras era
yo quien hablaba. Es lo normal, es lo natural y esperable, y quien se sienta
“intimidado” o “acosado” por tamañas expresiones faciales, hasta el extremo de
requerir que cesen y buscar amparo en una instancia superior o en una ley que
regule los fruncimientos y las miradas de desaprobación o guasa, es simplemente
un blandengue que no debería asomarse a una mesa redonda ni a una tertulia, ni
tan siquiera correr el riesgo de trabajar en compañía. No caemos bien a todo el
mundo, y a algunas personas les resultamos insoportables. Lo que decimos u
opinamos le puede parecer idiota a cualquiera, y está en su derecho de
hacérnoslo saber, o de hacérnoslo ver como mínimo. Eso no supone que nos estén
“acosando” o “intimidando”, por caridad. Sino que forma parte, tan sólo, de las
circunstancias de la vida. Pero ya se ve que, con tanta pamema, lo que hoy
tiende a formarse son individuos tan débiles y sensibles que resulten incapacitados
para lo único fundamental, es decir, para andar por esta vida.

‘Marujeo’

ELVIRA LINDO

EL PAÍS – Última –
30-04-2008

Definitivamente, estoy
obsoleta: todavía creo que deben respetarse ciertos protocolos en el uso del
lenguaje. Columnista e informador, por ejemplo, compartimos el mismo papel,
pero no puede ser el mismo lenguaje el de aquel que debe relatar hechos
contrastados que el que utiliza un columnista, que, aun siendo limpio y
honrado, tiene el derecho a saltarse ciertas formalidades. No debiera el alumno
hablar de la misma manera a su profesor que a un amiguete. Tampoco los padres
son amiguetes; por tanto, un respeto, chaval. No debiera el nieto hablarle al
abuelo como al hermano, ni el joven a una anciana como si fuera una coleguita.
No se trata de normas imposibles de cumplir, al contrario, el que habla
respetando al interlocutor lo hace con naturalidad y con gusto. Pero los
niveles de comunicación se han mezclado: los periodistas se muestran tan
confianzudos con el lector como el columnista, el entrevistador quiere ser más
listo que el entrevistado (la gracia consiste últimamente en ponerlo en
ridículo) y el alumno considera parte de sus derechos el dirigirse al profesor
como al tío con el que comparte pupitre. No todo el mundo actúa así, pero la
cosa abunda. Hasta el lenguaje jurídico se ha contagiado de este compadreo
verbal. La
Audiencia Provincial de Sevilla ha condenado al programa Aquí
hay tomate a indemnizar a la duquesa de Alba en una sentencia escrita con
tan elocuentes palabras: “El marujeo no puede ni debe erigirse en
una sociedad de hombres libres como modelo”. ¿He oído bien? ¿Marujeo?
Dios mío, teniendo más razón que un santo, ¿era necesario emplear una palabra
tan manoseada para describir la supuesta tendencia genética de las señoras al
cotilleo? Si seguimos así, a Roca lo acabarán condenando por fistro y al
ex teniente de alcalde mallorquín que pagaba puticlús con cargo al
Ayuntamiento por pecador de la pradera.


 

Proust y su abuela: una llamada perdida

VICENTE MOLINA FOIX

EL
PAÍS – Opinión – 29-04-2008

Una
mañana de verano, el marqués Robert de Saint-Loup le propone un experimento a
Proust (o cuando menos al narrador de En busca del tiempo perdido que
esporádicamente es identificado como Marcel). Saint-Loup, que hace su milicia
en la guarnición de Doncières, ha sabido del establecimiento de una línea
telefónica entre esa imaginaria ciudad costera y París, y conociendo el gran
amor que su joven amigo siente por su abuela, ha previsto que ésta telefonee a
una hora fijada de la tarde al nieto, quien para responder a la llamada deberá
esperar en la oficina de correos donde se halla el único aparato de Doncières.
La conversación anhelada no se produce a la hora convenida, por distintos
fallos humanos y técnicos en un servicio aún entonces, la última década del
siglo XIX, tentativo y rudimentario.

Pero “como la costumbre tarda tan poco en
despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto”,
el narrador y protagonista del episodio se incomoda, se decepciona, se indigna,
añadiendo a su enfado esta reflexión: “Como todos ahora, no encontraba
suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable
maravilla (féerie) a que bastan unos instantes para que aparezca a
nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar en el
momento en que nuestro capricho lo ha ordenado” (cito por la traducción de
Pedro Salinas).

Los caprichos que nos permite la telefonía
contemporánea han evolucionado hasta un punto que ni siquiera el clarividente y
ansioso Proust imaginó, aunque es de suponer que no todos ellos le habrían
satisfecho. ¿Es una paradoja que la ominosa medida recientemente anunciada por
Air France, permitiendo el uso del móvil dentro de sus aviones, proceda de la
patria del escritor más celoso de la palabra articulada y menos vociferante del
mundo?

A mí no me sorprende nada de esa compañía aérea
desde que leí Lâcheté d’Air France (Cobardía de Air France), el
hilarante pero demoledor panfleto del novelista y redactor de Libération
Mathieu Lindon. Los abusos que denunciaba Lindon no tenían que ver con el
teléfono sino con el racismo y el atropello de los derechos del usuario por él
sufridos, si bien yo mismo podría aportar una pequeña lista, no tan grave, de
disgustos en mis contactos con esa firma de bandera francesa que ahora se
presenta como la abanderada de un acontecimiento o prodigio feérico.
Nadie en Air France, ni en Emirates, Qantas o Ryanair, también a punto de
introducir el móvil en el interior de sus ingenios volantes, nos habla sin
embargo -como tampoco la Renfe,
otra que tal- de lo que hay detrás de ese supuesto gran

avance en el tejido de las comunicaciones
interpersonales: la codicia avasalladora de las telefónicas que, pagando de su
bolsillo (llevan en ello no menos de tres años) las investigaciones
tecnológicas pertinentes, buscan, con el acuerdo tácito y tal vez comprado
de las compañías aéreas y ferroviarias, lo que casi toda empresa persigue,
enriquecerse sin mirar a quién, o mirando sólo a su propio provecho.

En este caso, y salvando las distancias que llevan
de lo contingente a lo trascendente, yo hablaría de una invasión (como la de
Irak) motivada por los intereses comerciales de unos pocos, la complicidad de
los muchos y el daño colateral de unas víctimas sacrificadas en el cruce de
fuego entre el lucro y la grosería.

Porque, naturalmente, el dicho inglés, como casi
todos los dichos, lleva razón: “It takes two to tango”, el tango no
se baila sin el otro, del mismo modo que no hay invasora conversación
telefónica sin la persona, hombre o mujer, dispuesta a ponerse a hablar por el
móvil en cualquier lugar donde le dejen. Así que, podrían argüir Air France, la Renfe y todas las demás
empresas que se apresuran a ofrecernos esta comodidad en sus aviones y
trenes, ellos sólo facilitan un servicio, recayendo la culpa en quien
hace uso indebido de la misma.

El argumento es falaz, y se estrella contra la
evidencia más palmaria de la realidad cotidiana, en la que la inmensa mayoría
de viajeros con posibilidad de hacerlo habla constantemente a voz en
grito y recibe llamadas timbradísimas sin moverse de su asiento, situado junto
al de quienes no hemos comprado, con el precio del billete, la obligación de
dejarnos atronar por una melopea (o melonada) telefónica a menudo convertida en
el disco rayado de un dignatario mandón o una señora recién enviudada que
recibe condolencias. Y digo posibilidad porque hasta hace no mucho en
los trenes españoles se aconsejaba hablar sólo en las plataformas, e incluso
llegó el AVE a no dar “permiso” para hacerlo en el interior de los
convoyes; muy pocos hacían caso de esas normas anunciadas por altavoz al
iniciarse el viaje, algún damnificado protestó, y ahora, para evitar el
derramamiento de sangre, se ha establecido la permisividad desenfrenada.

Estos desgañitados del tren (y pronto del avión)
son, sin embargo, no me cabe duda, personas honradas, honestos padres de
familia, ejecutivas competentes, abuelas compasivas que llaman a sus nietecitos
igualmente dotados del aparato para desearles suerte en el examen de Lengua.
Pero también eran buena gente los que, cuando no había prohibición y, sobre
todo, no había castigo, se tomaban unas copas antes de conducir su coche, o se
fumaban un puro (en España se sigue haciendo con bastante facilidad) encima del
chuletón del vecino de mesa, o, amantes del mar sin aglomeraciones, edificaban
en una pequeña cala protegida o, románticos de la picaresca, se saltaban la
entrada al metro sin pagar el billete o compraban, compran, la versión pirata
fraudulenta de una película en cartel no sólo porque cuesta menos sino
“por joder a las multinacionales”.

Únicamente las medidas coactivas podrán, como en
esos ilegales casos citados, impedir la proliferación de la que para mí, y
ojalá que para muchos más (e interprétese esto, por favor, como una llamada de
alistamiento a la resistencia pasiva y, si se hace preciso, a las barricadas),
constituye una de las prácticas más desvergonzadas, odiosas y agresivas de la
vida social, en breve extensible al reducto aéreo que quedaba libre del
telefonazo del telefonino.

La
Comunidad Europea
, que inspecciona con su
aparatosa burocracia las minucias del envasado de la horchata valenciana y el
delicioso aguardiente producido por los alambiques caseros de Extremadura o
Galicia, ya ha dado a conocer que en el asunto de esta violación acústica del
espacio común no va a intervenir, dejándolo al arbitrio, sabidamente
interesado, de las compinchadas compañías aéreas y telefónicas. Como pudo verse
en asuntos de mucha mayor gravedad, por ejemplo la vigilancia marítima del
tráfico criminal de pateras entre África y Europa, la lacheté de Air
France se queda corta al lado de la cobarde ineficiencia de Bruselas.

Me temo que Gran Bretaña, tan desconfiada de sus
socios comunitarios, es en este caso de un rigor ejemplar, llevándonos una gran
ventaja civil: en sus ferrocarriles ya existe la discriminación positiva,
gracias a lo que, en un eufemismo de fino humor británico, denominan entertainment-free
carriage, es decir, vagones desprovistos del pelmazo entretenimiento que a
la fuerza imponen los esclavos del Wi-Fi, los jueguecitos electrónicos y las
llamadas de móvil. En estas quiet zones (algún otro país nórdico las
tiene instauradas) uno puede pensar, dormitar, leer incluso a Proust sin las
interferencias del griterío (“¡abuela, abuela!”,
“¡escucho!”, “¡háblame!”) que el Marcel muchacho tuvo que
proferir en aquella llamada perdida de Doncières. El día de verano en que,
víctima de las Furias del teléfono o Danaides de lo invisible que “se
transmiten las urnas de los sonidos”, cuelga al fin -elevando el tono de
heroica guasa de su relato- el aparato receptor jocosamente calificado de tronçon
sonore: el tarugo sonoro.

 


 

La Mano Invisible

MANUEL RIVAS

EL PAÍS – Última –
03-05-2008

Adam Smith no se lo contó nunca a
nadie. Un día vio la
Mano Invisible. Sostenía un juego de naipes y exhibía en los
dedos ostentosos anillos del tamaño de vitolas. La mano barajaba impaciente. El
gran filósofo del liberalismo huyó espantado como si se hubiera encontrado con
la fatídica “pata de mono” que un día haría célebre el relato de
terror de William Jacobs. Alguien había comprado aquella mano. La había hecho
visible. El autor de La riqueza de las naciones hubiera querido borrar
aquella metáfora bienintencionada, intuyendo que sería utilizada sin escrúpulos
por los trileros de la historia. La mano invisible, en su origen, era una
especie de extremidad divina, armonizadora, y que en el mercantilismo
compensaría los excesos, contendría las catástrofes y velaría por el interés
público. Pero la metáfora se escapó de su sentido. La Mano Invisible
sostendría el látigo con que azotar a quienes defendiesen una política social,
una responsabilidad humanitaria. Aquella metáfora, vinculada en principio a la Providencia, se
convirtió en un gran capo que todo lo domina. Revisemos la historia. En Espejos,
el último libro de Galeano, se cuenta que Felipe V tenía a medias con su primo
el rey de Francia un negocio de tráfico de esclavos de Guinea. En 10 años
vendieron 48.000 esclavos, aunque el contrato establecía que el tráfico debía
realizarse “en buques católicos, con capitanes católicos y marineros
católicos”. En esas cautelas se les veía la buena intención. ¿Por qué lo
hacían? Por la providencial Mano Invisible. Salvando las distancias, ¿por qué
el gurú económico de La
Moncloa pasa a dirigir el gran partido de los Constructores
de un día para otro? ¿Y qué hace Zaplana, otro patriota firme, de hormigón,
vendiendo telefoninos biodegradables a Berlusconi? Juntos cantando: “Il
sole accarezza la mia pelle delicata abbronzata un po salata… Gira il mondo,
gira”. Ellos no querían, ¿pero quién se opone a la Mano Invisible?


EL
PAÍS – Última – 03-05-2008


EL
PAÍS – Opinión – 29-04-2008

Una
mañana de verano, el marqués Robert de Saint-Loup le propone un experimento a
Proust (o cuando menos al narrador de En busca del tiempo perdido que
esporádicamente es identificado como Marcel). Saint-Loup, que hace su milicia
en la guarnición de Doncières, ha sabido del establecimiento de una línea
telefónica entre esa imaginaria ciudad costera y París, y conociendo el gran
amor que su joven amigo siente por su abuela, ha previsto que ésta telefonee a
una hora fijada de la tarde al nieto, quien para responder a la llamada deberá
esperar en la oficina de correos donde se halla el único aparato de Doncières.
La conversación anhelada no se produce a la hora convenida, por distintos
fallos humanos y técnicos en un servicio aún entonces, la última década del
siglo XIX, tentativo y rudimentario.

Pero “como la costumbre tarda tan poco en
despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto”,
el narrador y protagonista del episodio se incomoda, se decepciona, se indigna,
añadiendo a su enfado esta reflexión: “Como todos ahora, no encontraba
suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable
maravilla (féerie) a que bastan unos instantes para que aparezca a
nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar en el
momento en que nuestro capricho lo ha ordenado” (cito por la traducción de
Pedro Salinas).

Los caprichos que nos permite la telefonía
contemporánea han evolucionado hasta un punto que ni siquiera el clarividente y
ansioso Proust imaginó, aunque es de suponer que no todos ellos le habrían
satisfecho. ¿Es una paradoja que la ominosa medida recientemente anunciada por
Air France, permitiendo el uso del móvil dentro de sus aviones, proceda de la
patria del escritor más celoso de la palabra articulada y menos vociferante del
mundo?

A mí no me sorprende nada de esa compañía aérea
desde que leí Lâcheté d’Air France (Cobardía de Air France), el
hilarante pero demoledor panfleto del novelista y redactor de Libération
Mathieu Lindon. Los abusos que denunciaba Lindon no tenían que ver con el
teléfono sino con el racismo y el atropello de los derechos del usuario por él
sufridos, si bien yo mismo podría aportar una pequeña lista, no tan grave, de
disgustos en mis contactos con esa firma de bandera francesa que ahora se
presenta como la abanderada de un acontecimiento o prodigio feérico.
Nadie en Air France, ni en Emirates, Qantas o Ryanair, también a punto de
introducir el móvil en el interior de sus ingenios volantes, nos habla sin
embargo -como tampoco la Renfe,
otra que tal- de lo que hay detrás de ese supuesto gran

avance en el tejido de las comunicaciones
interpersonales: la codicia avasalladora de las telefónicas que, pagando de su
bolsillo (llevan en ello no menos de tres años) las investigaciones
tecnológicas pertinentes, buscan, con el acuerdo tácito y tal vez comprado
de las compañías aéreas y ferroviarias, lo que casi toda empresa persigue,
enriquecerse sin mirar a quién, o mirando sólo a su propio provecho.

En este caso, y salvando las distancias que llevan
de lo contingente a lo trascendente, yo hablaría de una invasión (como la de
Irak) motivada por los intereses comerciales de unos pocos, la complicidad de
los muchos y el daño colateral de unas víctimas sacrificadas en el cruce de
fuego entre el lucro y la grosería.

Porque, naturalmente, el dicho inglés, como casi
todos los dichos, lleva razón: “It takes two to tango”, el tango no
se baila sin el otro, del mismo modo que no hay invasora conversación
telefónica sin la persona, hombre o mujer, dispuesta a ponerse a hablar por el
móvil en cualquier lugar donde le dejen. Así que, podrían argüir Air France, la Renfe y todas las demás
empresas que se apresuran a ofrecernos esta comodidad en sus aviones y
trenes, ellos sólo facilitan un servicio, recayendo la culpa en quien
hace uso indebido de la misma.

El argumento es falaz, y se estrella contra la
evidencia más palmaria de la realidad cotidiana, en la que la inmensa mayoría
de viajeros con posibilidad de hacerlo habla constantemente a voz en
grito y recibe llamadas timbradísimas sin moverse de su asiento, situado junto
al de quienes no hemos comprado, con el precio del billete, la obligación de
dejarnos atronar por una melopea (o melonada) telefónica a menudo convertida en
el disco rayado de un dignatario mandón o una señora recién enviudada que
recibe condolencias. Y digo posibilidad porque hasta hace no mucho en
los trenes españoles se aconsejaba hablar sólo en las plataformas, e incluso
llegó el AVE a no dar “permiso” para hacerlo en el interior de los
convoyes; muy pocos hacían caso de esas normas anunciadas por altavoz al
iniciarse el viaje, algún damnificado protestó, y ahora, para evitar el
derramamiento de sangre, se ha establecido la permisividad desenfrenada.

Estos desgañitados del tren (y pronto del avión)
son, sin embargo, no me cabe duda, personas honradas, honestos padres de
familia, ejecutivas competentes, abuelas compasivas que llaman a sus nietecitos
igualmente dotados del aparato para desearles suerte en el examen de Lengua.
Pero también eran buena gente los que, cuando no había prohibición y, sobre
todo, no había castigo, se tomaban unas copas antes de conducir su coche, o se
fumaban un puro (en España se sigue haciendo con bastante facilidad) encima del
chuletón del vecino de mesa, o, amantes del mar sin aglomeraciones, edificaban
en una pequeña cala protegida o, románticos de la picaresca, se saltaban la
entrada al metro sin pagar el billete o compraban, compran, la versión pirata
fraudulenta de una película en cartel no sólo porque cuesta menos sino
“por joder a las multinacionales”.

Únicamente las medidas coactivas podrán, como en
esos ilegales casos citados, impedir la proliferación de la que para mí, y
ojalá que para muchos más (e interprétese esto, por favor, como una llamada de
alistamiento a la resistencia pasiva y, si se hace preciso, a las barricadas),
constituye una de las prácticas más desvergonzadas, odiosas y agresivas de la
vida social, en breve extensible al reducto aéreo que quedaba libre del
telefonazo del telefonino.

La
Comunidad Europea
, que inspecciona con su
aparatosa burocracia las minucias del envasado de la horchata valenciana y el
delicioso aguardiente producido por los alambiques caseros de Extremadura o
Galicia, ya ha dado a conocer que en el asunto de esta violación acústica del
espacio común no va a intervenir, dejándolo al arbitrio, sabidamente
interesado, de las compinchadas compañías aéreas y telefónicas. Como pudo verse
en asuntos de mucha mayor gravedad, por ejemplo la vigilancia marítima del
tráfico criminal de pateras entre África y Europa, la lacheté de Air
France se queda corta al lado de la cobarde ineficiencia de Bruselas.

Me temo que Gran Bretaña, tan desconfiada de sus
socios comunitarios, es en este caso de un rigor ejemplar, llevándonos una gran
ventaja civil: en sus ferrocarriles ya existe la discriminación positiva,
gracias a lo que, en un eufemismo de fino humor británico, denominan entertainment-free
carriage, es decir, vagones desprovistos del pelmazo entretenimiento que a
la fuerza imponen los esclavos del Wi-Fi, los jueguecitos electrónicos y las
llamadas de móvil. En estas quiet zones (algún otro país nórdico las
tiene instauradas) uno puede pensar, dormitar, leer incluso a Proust sin las
interferencias del griterío (“¡abuela, abuela!”,
“¡escucho!”, “¡háblame!”) que el Marcel muchacho tuvo que
proferir en aquella llamada perdida de Doncières. El día de verano en que,
víctima de las Furias del teléfono o Danaides de lo invisible que “se
transmiten las urnas de los sonidos”, cuelga al fin -elevando el tono de
heroica guasa de su relato- el aparato receptor jocosamente calificado de tronçon
sonore: el tarugo sonoro.


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