En contra:

els Poders i els seus servidors

25 de gener de 2010
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La memòria silenciada d’Haití. ?La maldición blanca? d’Eduardo Galeano.

Haití ha sigut el primer país del mon en abolir l’esclavitud,
molt abans que els Estats Units i europeus. Ha sigut un país rebel
i lliure durant molts anys, i ho ha pagat car. L’imperi nord-americà,
com a escarment, l’ha reduït a esdevenir el país més pobre del
continent. Ens ho explicà fa cinc anys Eduardo Galeano en l’article
“La maldición blanca”, afegit a continuació.

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Un article a llegir i rellegir per a recordar com els EUA i
França han espoliat, i reduït a la misèria un país que ha sigut
durant molt de temps un dels països més lliures d’Amèrica. “La
maldición blanca
” és un article ple d’actualitat.

Ara els EUA aprofiten la desgràcia d’un devastador terratrèmol
per acabar de controlar el país i introduir un exèrcit d’ocupació
militar. No és la primera vegada que ho fan.

Als haitians els preocupa l’arribada de tropes dels EUA , 15 mil
soldats per a pacificar el país, quan fan falta metges, menjar,
paletes; quan el que sobren son soldats que tiren menjar com si els
haitians fossin animalots. Els fa més por l’exercit nord-americà,
que un pròxim terratrèmol. La comparació no és meva; és dels
propis haitians.

 

La maldición blanca

Por Eduardo Galeano, 4 abril de 2004

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Arte haitiano de la chatarra.

 

El primer día de este año, la libertad
cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi
nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó
a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no por
el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí
un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.

Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin
embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos
de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad
que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido
campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica
ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y
resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver
a prohibir la esclavitud.

Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos,
sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad
y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal
ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”.
Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en
otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones.
Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la
violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del
haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud.
Fue el último país en el mundo.

Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima
carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a
principios de este año, los medios trasmitieron confusión y
violencia y confirmaron que los haitianos han nacido para hacer bien
el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá,
Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia
próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio
occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas,
conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la
tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia
que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición
negra, que empuja al crimen y al caos.
De la maldición blanca,
no se habló.

La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero
Napoleón la había resucitado:
–¿Cuál ha sido el régimen
más próspero para las colonias?
–El anterior.
–Pues, que
se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití,
envió más de cincuenta naves llenas de soldados.
Los negros
alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional
y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra
arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un
país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda
francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a
Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse
a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho
liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150
millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa
soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a
21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití
de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la
deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se
cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití
pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.

A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la
nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había
nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar la
reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había
dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y
pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de
que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le
había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de
independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una
espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las
colonias españolas que habían pasado a ser países independientes
seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes
que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad
no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia
abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.

 

En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron
diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la
oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación
retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a
firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en
sucursal del Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás
negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y
clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se
atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo
forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil
apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero,
Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue
exhibido, para escarmiento, en la plaza pública.

La misión
civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando
en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para
exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron
en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después,
Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.

Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se
fueron sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura
rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El
gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo
sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos
de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en
este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los
marines, que siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos
internacionales son mucho más devastadores que las tropas
invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo
Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le
pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a
pesar de que había desmantelado el Estado y había liquidado todos
los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional.
Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se
convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a
parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no
son cubanos y raras veces aparecen en los diarios.
Ahora Haití
importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos
internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado
de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción
nacional.

En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza
Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro
lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En
ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen
la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua
maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que
se ofrecen en los mercados populares.
Haití es un país
arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace,
como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.

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