Albert Vila Lusilla

Blog polític i de dèries diverses

12 de febrer de 2014
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Carta a Montevideo

Querido M.A.:

M.T. me muestra el artículo de Joaquín Roy que le mandaste (http://www.uypress.net/uc_48344_1.html); lo he leído atentamente y creo que vale la pena comentar algunos de los puntos en que incide. Espero que mis comentarios sean de tu interés y de otras personas con vínculos en Cataluña o simplement interesadas en ella.

En primer lugar, debo decir que el relato de los hechos, aunque simplificado, se supone que en atención a un lector externo a los hechos, es básicamente correcto. Sin embargo hay cuestiones de interpretación que no están tan claras.

Entre ésas hay que mencionar en primer lugar lo que Roy denomina modelo americano-francés de nacionalismo. Se trata de una distinción en la que Roy parece insistir a menudo, como por ejemplo en el artículo publicado en The Huffington Post (http://www.huffingtonpost.es/joaquin-roy/la-elusiva-nacion-y-el-pr_b_2109340.html). Si este supuesto modelo se contrapone al nacionalismo étnico – como por ejemplo al que predominó en el conflicto de los Balcanes -, hay que darle la razón.

Sin embargo el modelo francés y el americano son muy distintos, y sorprende mucho que de ambos haga uno solo. En el citado artículo en The Huffington Post, alude a la condición de millones de residentes en Estados Unidos, impecables ciudadanos de una “nación cívica”, pero que simultáneamente no dejan de seguir perteneciendo a una “nación cultural” original. Según Roy, ese es el sentimiento e interpretación, por ejemplo de una mayoría de puertorriqueños para los que su nación (cultural) es Puerto Rico, pero su nación de elección (cívica) es Estados Unidos. Ésto será cierto en los Estados Unidos, però no en Francia, en que hasta épocas muy recientes cualquier manifestación cultural y lingüística “regional” es vista con suspicacia. La tradición jacobina francesa establece que es el estado el que define y configura la nación; esta noción sería incomprensible en los Estados Unidos. Como mínimo desde el siglo XVII, en Francia las autoridades, en cualquiera de los regímenes que se han sucedido, se han obcecado en ridiculizar y prohibir las lenguas regionales – les patois – y en centralizar el país en París. Es impagable la lectura de un cuento de Alphonse Daudet, La dernière classe de français, en que un pequeño alsaciano de nombre Franz (no François!) da cuenta de como Mr. Hamel, su profesor de francés, les imparte la última lección, aprovechando para insistir que “cuando un pueblo cae en la esclavitud, si mantiene su lengua, es com si tuviese la llave de la cárcel”. “Su” lengua era el francés, a pesar de que, como alsacianos, la aprendían como se aprenden las lenguas extranjeras; el alemán, que deberían aprenderían a partir del día siguiente, y del que en rigor el alsaciano forma parte, no servía a este propósito. Gran contraste con los Estados Unidos, que ni siquiera tiene lengua oficial, y en que la principal ciudad no es la capital: Nueva York no es ni siquiera la capital de su estado.

Esta digresión debe servir para poner de manifiesto que la tradición jacobina ha servido de modelo para la configuración del estado español, especialmente desde el advenimiento de los Borbones (1700): una gran capital, Madrid, que debía crecer a expensas de todo lo demás, una instituciones totalmente centralizadas y una lengua y una cultura que debían medrar en detrimento de las demás. Hay un ejemplo contemporáneo de lo primero: la implantación del tren de gran velocidad ha tenido por norma el carácter radial con centro en Madrid, dejando Barcelona y la frontera francesa practicamente para el final, mientras el eje económicamente más dinámico de toda la península, Valencia-Barcelona, debe conformarse con un tren convencional que en parte de su recorrido sigue siendo de vía única. En cuanto a lo segundo, durante casi todo el siglo XVIII, XIX y XX el catalán ha sido prohibido en cualquier expresión pública – enseñanza, predicación religiosa, teatro, diarios, justicia… -; hoy en día, a pesar de que el catalán es oficial en Cataluña, hay un sinfín de disposiciones que limitan enormemente su viabilidad práctica.

Dice Roy que Cataluña ha elegido el nacionalismo cívico, según el cual es catalán quien vive y trabaja en Cataluña. No diré que este planteamiento no sea sincero, pero hay que tener en cuenta que entre 1950 y 1975 – por poner dos cifras redondas – Cataluña sufrió un vuelco demográfico de primera magnitud, que hizo de la necesidad virtud. La Cataluña que encontró tu padre en sus visitas no se parecía en nada a la que dejó en 1939: imagina casi un 50% de nueva población sin contar con ningún resorte de acogida a la nueva realidad lingüística y cultural. Sin embargo el carácter abierto de los catalanes ganó la partida: ser simpatizante de Barça ha sido la primera vinculación emocional a la tierra de acogida, y la inmensa mayoría de los nuevos catalanes se han adaptado a nuestros usos y costumbres – el fenómeno casteller sería una buena muestra de ello – y desean que sus hijos y nietos conozcan bien el catalán y se sientan ya totalmente integrados. Por ello los distintos gobiernos centrales – directamente el del PP, más sibilinamente el del PSOE – han hecho todos los esfuerzos posibles, desde la distancia, para hacer fracasar el modelo de integración. Sin embargo en Cataluña las opciones directamente anticatalanas se ciñen a sectores numéricamente marginales – alto funcionariado, algunos profesores universitarios, casi toda la administración de la justicia… – y los partidos que los representan son claramente minoritarios.

El primer Estatuto de autonomía fue fruto de una correlación de fuerzas muy poco favorable a Cataluña. Los partidos políticos realmente catalanistas eran claramente minoritarios y la corriente central del voto catalán en las elecciones generales fue a las opciones de izquierda, y no de una izquierda cualquiera, sino de una que consideraba el término socialdemócrata como un insulto. A pesar de ello, el nacionalismo moderado de Pujol pudo alzarse con la presidencia del gobieno autónomo catalán (la Generalitat) en las primeras elecciones autonómicas.

La reacción de los sucesivos gobiernos españoles fue de clara contrariedad, y la actuación del primer partido catalán – el PSC, sección local del PSOE – claramente contradictoria. El profesor Roy alude a la política del café para todos, es decir a la multiplicación de autonomías, como método de dilución de las que realmente preocupaban: la vasca y la catalana. Además, cuando tuvo lugar el intento de golpe de Estado de 1982, todos los partidos estatales tocaron retirada, fruto de la cual fue la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA). Al PSC se le olvidó (justificación literal) presentar las enmiendas correspondientes.

Si el balance no fue del todo negativo para Cataluña se debió a la falta de mayorías absolutas en el Parlamento español. CiU gobernaba en Cataluña y, aunque en las elecciones al Parlamento español nunca tuvo mayoría, podía condicionar la actuación de los sucesivos gobiernos, tanto de UCD (Suárez), como del PP (primera legislatura de Aznar), como del PSOE (Felipe González), ante la mirada resignada del PSC.

El segundo Estatuto de Autonomía contaba, teóricamente, con el beneplácito táctico del PSOE, que contaba con cuatro años más de oposición en Madrid y, por tanto, de los aspectos cómodos del no gobernar. Sin embargo, la desastrosa gestión de los atentados jihadistas en Madrid hundió electoralmente al PP, y el PSOE se encontró en el gobierno gestionando el problema de un nuevo Estatuto en que no creía. El PSOE se encontró en la necesidad de cercenar lo que, al menos en parte, era obra suya – o al menos de sus socios catalanes. El proyecto fue bárbaramente mutilado en las Cortes. Pero aun así, un PP totalmente enloquecido lo llevó al Tribunal Constitucional. La defensa que el Gobierno central hizo del nuevo Estatuto era, en realidad, una declaración que lo vaciaba de contenido. Y el Tribunal Constitucional acabó de destrozarlo

Ante esta situación, emerge con una fuerza inusitada el independentismo catalán, que, al menos de momento, ha rebasado ampliamente los planteamientos de los partidos catalanistas, incluso de ERC, dando lugar a la fluida situación actual.

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