Jaume Renyer

per l'esquerra de la llibertat

12 d'abril de 2013
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Rellegint Eduardo González Calleja: “El Holocausto que no cesa”

L’historiador Eduardo Gonzalez Calleja (Madrid, 1962) està especialitzat en l’estudi de la violència política en l’Europa contemporània i en aqueix article publicat al diari madrileny ABC, el proppassat 19 de març, ofereix una visió panoràmica sobre els genocidis del segle XX. La seva és una aproximació no gens habitual ja que els prejudicis ideològics  fan que els investigadors de matèries relacionades amb els genocidis (juristes, psiquiatres, sociòlegs…) eludeixin encarar a fons aqueixa problemàtica, inclús els que s’autoidentifiquen com a progressistes. González Calleja, doncs, no hi inclou la mortandat ocasionada per la guerra del 1936-1939 a l’Estat espanyol, (per això cal llegir els historiadors forans com Paul Preston, autor del llibre recentment publicat “El holocausto español”, Editorial Base, 2011), però el seu article és una síntesi que mereix ésser tinguda en compte.

 

“El trabajo de cuantificación de las víctimas de los grandes genocidios del siglo XX parece no tener fin. Desde hace trece años –labor que no concluirá hasta dentro de otros doce– se está desarrollando una importante investigación sobre los campos nazis y los guetos judíos que proliferaron en la Europa ocupada de 1933 a 1945. Con sede en el United States Holocaust Memorial Museum de Washington, el proyecto cuenta con la participación de más de 400 estudiosos de nivel internacional y se está beneficiando de la caducidad del periodo de restricción para la consulta de documentos que está en vigor en muchos archivos europeos, especialmente alemanes. Este numeroso equipo ha censado nada menos que 42.500 campos de concentración y exterminio, más del doble de los que se tenía noticia hasta la fecha.

El primer volumen de resultados, que en 2009 recibió el National Jewish Book Award y otros galardones a obras históricas sobre el Holocausto, censó 110 campos iniciales, 23 campos de concentración de las SS (incluyendo Auschwitz, Buchenwald y Dachau), 898 subcampos, 39 brigadas de construcción de las SS y tres campos de «protección» de la juventud. La historiografía especializada acostumbraba a clasificar demasiado convencionalmente estas instalaciones por su función oficial. De este modo, había campos de concentración (980); de trabajo forzado (unos 30.000); de prisioneros de guerra (un millar); para mujeres; «refugios» juveniles; guetos; campos de tránsito y de exterminio, además de 500 burdeles repletos de esclavas sexuales para los militares alemanes y miles de otros centros cuyo uso era practicar la eutanasia en los ancianos y enfermos, realizar abortos o «germanizar» a los hijos menores de los prisioneros.

Los deportados pasaban a través de los centros más conocidos, pero luego eran transferidos a otras localidades en un número y con una frecuencia aún no determinados. Por decenas de miles, si no más, los prisioneros murieron en todas las modalidades de Läger que se extendieron desde Francia a Rumanía o Polonia, por culpa de las inhumanas condiciones de trabajo, higiene, alimentación o, simplemente, por los malos tratos recibidos o por quedar marcados para un «tratamiento especial».

Del mismo modo que la geografía concentracionaria –que gracias a esta obra aparece como mucho más vasta y compleja de lo que se creía hasta la fecha–, el cómputo total de víctimas sigue abierto. Los juicios de Núremberg establecieron una cifra oficial de 5.700.000 judíos muertos. El historiador Gerald Reitlinger («La Solución Final», Grijalbo, 1973) calculó entre 4.194.200 y 4.581.200; Raul Hilberg («La destrucción de los judíos europeos», Akal, 2005) sumó 5,1 millones, de los cuales un millón en Auschwitz y 800.000 en Treblinka; y Saul Friedländer («El Tercer Reich y los judíos», Galaxia/Círculo, 2009) aventuró la cifra de 5-6 millones de víctimas, de las cuales casi 1,5 millones tenía menos de 14 años. Entre prisioneros y muertos, habrían sido entre 15 y 20 millones los judíos víctimas de la Shoa.

Pero el balance del terror genocida nazi no se detiene ahí: aunque los hebreos fueron el objetivo preferente de su obsesión eliminatoria, también se dio muerte a tres millones de polacos católicos, otros 3,3 millones de prisioneros de guerra (sobre todo soviéticos), de 220.000 a 250.000 gitanos, 12.000 homosexuales, 80.000 resistentes alemanes y otros grupos menores, como 2.500 Testigos de Jehová. En total, entre 13 y 15 millones de civiles muertos en los territorios ocupados, especialmente en los años iniciales (1941-1942) del apocalíptico «Drang Nach Osten» hitleriano.

Hasta la guerra, el terror nazi apuntó efectivamente hacia algunos grupos de oposición, como socialistas, comunistas, anarquistas y sindicalistas, 20.000 de los cuales fueron asesinados con o sin juicio en los campos y las prisiones políticas que comenzaron a construirse en marzo de 1933. Pero durante la guerra el terror entró en su fase extrema, cuyo ejemplo más conocido, pero no el único, fue el exterminio de los judíos. El hecho de mantener después de 1933-34 los campos de concentración sin necesidad objetiva significó la voluntad de mantener un estado de excepción permanente; con la guerra, sin embargo, los campos se convirtieron en un gigantesco aparato de represión y luego de eliminación, sobre todo desde la asunción de su control por las SS el 30 de junio de 1934.

El sistema organizativo del campo piloto de Dachau (donde los malos tratos se elevaron a la categoría de «penas») se extendió luego a los otros centros de detención. El terror entró entonces en su etapa más aguda, y su radicalización acumulativa quedó ejemplificada en la proliferación de campos de exterminio y en la acción represiva de los «Einsatzgruppen» (Grupos Operativos) que pulularon en la retaguardia de los territorios soviéticos conquistados durante los dos primeros años posteriores a la «Operación Barbarroja».

El otro gran proceso genocida del siglo XX –sin minusvalorar el turco sobre la minoría armenia en 1915-16, el del jemer rojo sobre la población camboyana en 1975-79 o el de la etnia hutu sobre los tutsis en Ruanda en 1994– fue el estalinista. En este caso, las cifras se han ido ajustando y reduciendo gracias a la apertura parcial de los archivos soviéticos (sobre todo del NKVD), y se ha llegado a la conclusión de que la mayor parte de las víctimas no fueron asesinadas, sino que sufrieron las consecuencias de muertes catastróficas (por la guerra, el hambre y las epidemias) al margen de la deliberada voluntad eliminatoria del Estado.

La más importante operación represiva de la primera etapa estalinista fue la «liquidación de los antiguos ”kulaks”, criminales y otros elementos antisoviéticos», cuyo momento culminante se alcanzó en 1930-32. El número de hogares a depurar se calculó arbitrariamente en un millón, lo que afectaba a entre cinco y seis millones de personas. Sobre ese total, unos 63.000 cabezas de familia fueron detenidos, expropiados y deportados a regiones remotas por «actividades contrarrevolucionarias», y otros 150.000 fueron desplazados a la fuerza junto con sus familias. Las 400.000-700.000 familias restantes fueron expulsadas de sus casas y obligadas a establecerse sobre terrenos menos fértiles, en su propia localidad o en los alrededores. En total se estima que del 10 al 20 por ciento de estos campesinos –entre 315.000 y 420.000 individuos– murieron de hambre, enfermedades, agotamiento o frío. Un gran número de «kulaks» (pequeños y medianos propietarios) deportados fueron obligados a trabajar en la industria y en las obras públicas en condiciones igualmente infrahumanas.

El Gran Terror desencadenado desde fines de 1936 a fines de 1938 se desarrolló en dos planos diferentes: hubo una docena de grandes operaciones terroristas en masa, con cuotas de arrestos y ejecuciones por grupos étnicos, sociales y territorios (según la Orden Operacional del NKVD nº 00447 de 30 de julio de 1937), que afectaron a más de un millón de personas, pero también una represión centrada específicamente contra una parte de las élites políticas, económicas y militares, que pretendía destruir todos los lazos generadores de solidaridad que no tenían como origen la adhesión directa a la política de Stalin o a su persona. Se trataba de promover la aparición de una nueva clase dirigente que debiera su carrera al líder supremo.

El trabajo pionero del antiguo agente del servicio secreto británico Robert Conquest sobre el Gran Terror, publicado en 1968 y realizado sobre la base de los recuentos proporcionados por emigrados y exiliados rusos y ucranianos a partir de la década de 1930, así como en el análisis de documentos soviéticos oficiales, como el muy sospechoso censo soviético de 1937, evaluaba en un mínimo de seis millones las personas detenidas en 1937-1938, un 5 por ciento de la población total del país.

Las cifras de víctimas del terror para fines de 1938 eran doce millones de detenidos en cárceles o campos, de los cuales un millón habrían sido ejecutados (700.000 de forma «legal») y dos millones habrían muerto en los vericuetos de Gulag por malos tratos o ausencia de atención. A fines de 1938 seguían en cautividad nueve millones de individuos, ocho millones de ellos en campos de trabajos forzados y el resto en cárceles. En total, 16 millones de personas fueron arrestadas en la época de Stalin, y de ocho a diez millones fallecieron en los campos de trabajo. Si se añaden los campesinos que perecieron durante la colectivización y el hambre de 1932-33 (9,4 millones), Conquest obtenía una cifra de víctimas mortales no menor a los veinte millones.

Aunque gracias a la política de «glasnost» archivística propiciada por Gorbachov, Conquest publicó en 1990 una versión revisada y corregida de su libro, «The Great Terror: A Reassessment», sus cifras han sido muy criticadas por sovietólogos revisionistas como Roberta Thompson Manning, que las consideran infladas. De acuerdo con una información del KGB aparecida en la época de Gorbachov, 786.098 personas fueron condenadas a muerte por «crímenes contrarrevolucionarios y de Estado» por varios tribunales y cuerpos extrajudiciales entre 1939 y 1953. Entre 1937 y 1938, el NKVD detuvo a 1.575.259 personas, de las cuales 1.350.000 fueron condenadas por una jurisdicción de excepción, y ejecutadas 681.692 (esto es, unas mil al día, contra 1.118 personas para todo el año 1936), en su mayor parte por delitos políticos.

Según la documentada obra de J. Arch Getty y Oleg V. Naumov, «The Road to Terror. Stalin and the self-destruction of Bolsheviks», 1932-1939 (1999), si sumamos las ejecuciones efectuadas hasta 1940 con el número de personas que murieron en el Gulag, aportamos las escasas cifras disponibles de la mortalidad en las prisiones y las colonias de trabajo, y añadimos el número de campesinos muertos en la deportación, alcanzamos una cifra total de 1.473.424 muertes debidas directamente a la represión en los años treinta. Si incorporamos los centenares de miles de víctimas del periodo más caótico de la colectivización y las víctimas en custodia, podríamos alcanzar la cifra máxima de dos millones.

En el año 2000, Vladimir A. Isupov, tomando datos oficiales del NKVD, llegaba a la conclusión de que las muertes por represión en 1937-1938 se habían acercado al millón, y Michael Ellman, en un estado de la cuestión sobre el terror estalinista publicado en 2002 en la revista Europe-Asia Studies, situaba las víctimas mortales entre un máximo de 1.200.000 y un mínimo de 950.000. Del número de deportados o arrestados por razones políticas desde 1921, el número de muertes sobre la que tenemos información fiable sería como máximo de 3-3,5 millones, de los que un millón fueron fusilados, 1-1,5 millones murieron durante la deportación y otro millón falleció en prisión.

Con ser atroces, las cifras recientes revisan a la baja las estimaciones de Conquest: las víctimas del estalinismo fueron el 2-3 por ciento del total de la población. Pero el tiempo del Gran Terror concentró más del 85 por ciento de las condenas a muerte durante el conjunto del periodo estalinista, y entre el 70 y el 75 por ciento del conjunto de las condenas a muerte pronunciadas entre el fin de la guerra civil en 1921 y la muerte de Stalin en 1953.

Fue una operación de «ingeniería social» dirigida en todas direcciones, caótica, ciega, bárbara e incontrolada, desencadenada en una atmósfera de pánico y exceso de celo competitivo que evocaba la caza de brujas medieval, y que marcó el apogeo de la violencia intimidatoria como instrumento de dominio político del totalitarismo. Las detenciones eran arbitrarias, ya que el régimen estalinista no escogía a sus víctimas por su presunta culpabilidad, sino por su pertenencia a cualquier categoría de personas que estuviera bajo vigilancia en ese momento.

Conquest culpa exclusivamente a Stalin del desencadenamiento de este proceso de violencia extrema, mientras que algunos historiadores revisionistas norteamericanos consideran que el «Vozhd» (caudillo) no planificó con detalle el desarrollo de los acontecimientos, sino que el desencadenamiento del Gran Terror tuvo más que ver con los crecientes conflictos que se planteaban entre las autoridades centrales y los poderes locales, que trataron de dirigir el terror contra innumerables «chivos expiatorios», para demostrar su celo e intransigencia en la lucha contra los «enemigos de clase».

Desde la Guerra Civil de 1918-1921 se fue desarrollando una faceta complementaria del terrorismo soviético: los campos de prisioneros. En su época de apogeo, a fines de los años treinta, el Gulag albergaba a cerca de dos millones de detenidos. En 1940 existían 53 campos principales y 425 menores vigiladospor una dotación de 107.000 miembros de la policía especial. La población reclusa, que era de unos 190.000 individuos en 1930, subió a 1,3-1,5 millones en 1938-1943. En esta última fecha descendió a 731.000 para elevarse de nuevo a más de un millón en 1947.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial se asistió a un nuevo endurecimiento de la penalización de los comportamientos sociales que tuvo como consecuencia un crecimiento ininterrumpido de los efectivos del Gulag, pero también el inicio de su crisis por causa de su hipertrofia y el creciente descenso de su rentabilidad económica. Tras la muerte de Stalin, Beria, persuadido de la imposible gestión de un Gulag superpoblado y cada vez menos rentable, decretó el 27 de marzo de 1953 una amnistía que afectó a 1.200.000 reclusos. A la muerte del dictador en 1953 había 2,5 millones de presos, a los que habría que añadir 2,7 millones más de «desplazados especiales» y «colonos de trabajo» deportados.

El balance humano final fue de 28.700.000 trabajadores forzados. Los presos políticos oscilaron entre el 12-18 por ciento en los años del Gran Terror, el 30-40 por ciento en la Guerra Mundial y el 60 por ciento en 1946. El trabajo esclavo finalizó con el estalinismo, pero el sistema se mantuvo hasta el derrumbamiento final del régimen soviético en los célebres «hospitales psiquiátricos». Sin duda, la accesibilidad de nuevas fuentes documentales someterá a revisión las cifras de víctimas de los grandes regímenes genocidas de la pasada centuria. Y lo que es más importante, aportará información que nos permitirá reevaluar los móviles, procedimientos y objetivos de esa gigantesca caza del hombre que transcurrió en lo que Eric J. Hobsbawm denominó «el violento siglo XX».

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