Jaume Renyer

per l'esquerra de la llibertat

29 de novembre de 2007
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La reforma del Estatuto catalán: balance y perspectivas

El 24 de novembre de l’any passat, vaig intervenir en el col·loqui “Democracia, participación ciudadana y derecho a decidir”, celebrat al Col·legi d’Advocats de Bilbao, i organitzat per la Fundación Euskaria (www.euskaria.eu). Aquestes foren les meves paraules, que em semblen un any després, plenament actuals.

 

Tres años de debate estatutario

 

Tras elecciones al Parlamento de Cataluña del 2003 se inicia una nueva etapa para el autogobierno catalán por la concurrencia de dos circunstancias: la primera es la formación de un gobierno de coalición integrado por el PSC, ERC y ICV y la segunda, el consenso entre todas las fuerzas con representación parlamentaria, excepto el PP, para iniciar un proceso de reforma del estatuto de 1979. El método de elaboración del proyecto estatutario pretendía ser el consenso interparlamentario, descartando la iniciativa del gobierno, en un intento de marcar, expresamente, la diferencia con respecto al denominado Plan Ibarretxe, confiando que un texto unitario basado en un amplio apoyo en la cámara catalana, y además encauzado dentro de los límites constitucionales, no podría ser rechazado por la Cortes Generales.

El mismo presidente Zapatero había manifestado expresamente que respetaría la propuesta de nuevo estatuto surgida del parlamento catalán.  Esta estrategia era conocida como la “vía catalana”: consenso interno en Cataluña sobre el contenido de la reforma y posterior consenso con el Estado, todo ello dentro del marco de la legalidad vigente a la que se le daba la interpretación más favorable en un sentido autonomista y descentralizador. El pactismo catalán, un valor transversal presente en todas las fuerzas políticas, se presuponía que obtendría mejores resultados prácticos que la “vía vasca”. Tras casi dos años de debate en comisión parlamentaria, (no hubo un debate social que implicara realmente a los sectores más activos de la población por lo cual el estatuto era percibido como un tema reservado a la clase política), el proyecto aprobado el 30 de septiembre de 2005 en el Parlamento catalán era un punto de encuentro entre las fuerzas políticas nacionalistas (CiU y ERC –que había aparcado su proyecto de Estatuto Nacional que incluía la formula de Estadio Libre Asociado para Cataluña-) y federalistas (PSC y ICV- que carecían, ambas, de propuestas concretas al respecto).

El texto resultante era además un intento de hacer compatible la satisfacción de las necesidades socio-económicas, culturales y nacionales catalanas dentro del marco constitucional y autonómico vigente. Los derechos históricos que la nación catalana había tenido en el pasado (hasta 1714) y el concierto económico (que se había planteado reiteradamente sin éxito durante el siglo XX) quedaban fuera del articulado, aunque se hacían referencias elípticas a los mismos en diversos artículos. A pesar de esto una corriente de autoestima colectiva, de consciencia por estar dando un paso adelante como país, recorrió los sectores más politizados de la sociedad catalana. Pero ese día fue también el punto culminante del periodo ascendente del proyecto reformista estatutario, a partir de este momento empieza el descenso para retornar al orden establecido.Al día siguiente de su aprobación y nada más salir el proyecto de Estatuto en dirección al Congreso de los Diputados para su aprobación definitiva, en lugar de mantener una posición común del cuatripartito –que representaba el noventa por ciento de los diputados del Parlamento catalán- para negociarlo en Madrid, el protagonismo partidista de CiU, la inhibición del PSC  (alineado con el PSOE) y el seguidismo de ICV, llevaron al pacto Zapatero-Mas de enero del 2006 y a la profunda desnaturalización, en la letra y en el espíritu, del proyecto surgido del Parlament. Ni los citados partidos respetaron su compromiso con el texto que ellos mismos votaron, ni el presidente Zapatero hizo honor a su palabra.

ERC, por su parte, quedó al margen del nuevo consenso que intentó renegociar hasta el último momento, con la esperanza que el PSOE aceptaría mejoras que le permitieran incorporarse al acuerdo estatutario. No fue así y ERC permaneció unos meses en una posición indefinida hasta que el no al estatuto, impuesto en un proceso asambleario por la militancia, desautorizó a la dirección y provocó su expulsión del gobierno. Estos meses de oscilaciones continuas acabaron pasándole factura en el referéndum del 18 de junio, cuando la mayor parte de su base electoral no siguió la consigna de votar no. Los bruscos cambios en el escenario político catalán a partir del acuerdo del parlamento del 30 de septiembre del 2005 se deben a diversas causas.

En primer lugar, las enormes presiones ejercidas desde todos los poderes fácticos: eclesiales, empresariales, mediáticos y militares contra el texto surgido del parlamento catalán y el sentido de progreso y unidad nacional que impregnaba sus contenidos. Mientras que estos mismos poderes desde Madrid se oponían frontalmente al estatuto, fuera cual fuera su contenido, desde Barcelona los sectores hegemónicos autóctonos propugnaban una rebaja de principios que permitiera un acuerdo con los partidos españoles (PP y PSOE) y desactivara la reacción  impregnada de anticatalanismo que se ha extendido por tierras españolas y que se ha traducido en campañas de boicot a los productos catalanes. Restablecer la estabilidad alterada por el debate del estatuto era la prioridad. Estas presiones hicieron efecto sobre las cúpulas de los partidos integrados en el sistema institucional y de poder, habituadas a unos cauces de relación, y dependencia, con los poderes reales que se sentían superadas por la irrupción en el debate público de propuestas que ponían en cuestión pilares del sistema autonómico como la supuesta solidaridad entre comunidades autónomas y el expolio fiscal sistemático de Cataluña. Sin una idea clara de hacia donde conducir el país más allá del estatuto y sin capacidad para asumir que las relaciones con el Estado se podían tornar en conflicto político, los partidos de orden  se avinieron a rebajar bajo presión el proyecto estatutario en el trámite de debate en la Cortes Generales. De esta manera los aspectos innovadores, y fundamentales, del texto aprobado en el Parlament de Cataluña desparecían del articulado: medidas reductoras del expolio fiscal, bilateralidad, gestión de los recursos propios y reconocimiento nacional. De este comportamiento débil, y frívolo, de la clase política mayoritaria se derivará una fuerte perdida de confianza y credibilidad de la ciudadanía hacia todos los partidos, en mayor o menor grado, y que se manifestará en un incremento de la abstención en el referéndum del 18 de junio y en las elecciones al Parlamento de Cataluña del 2006.

En segundo lugar y más importante aún que el desgaste de la clase política catalana, se evapora la confianza en la capacidad de evolución del sistema político, todos los partidos han sostenido que con la reforma del Estatuto de Autonomía se podían dar pasos hacia adelante en el autogobierno dentro de un proceso gradual hasta la soberanía. Ha habido nuevo estatuto y nada fundamental ha cambiado. La situación de dependencia económica y política de la sociedad catalana tiene carácter estructural dentro del sistema constitucional y de poder español, y no se aminora con el nuevo estatuto, más bien al contrario, con el mantenimiento del expolio fiscal y de las competencias básicas estatales, ésta se puede incrementar en los años venideros aunque la gestión del gobierno autónomo en la administración de los recursos propios sea óptima. El nuevo estatuto que surgió inicialmente como una idea-fuerza dinamizadora de las energías latentes de la sociedad catalana adormecidas en los largos años de oasis pujolista ha devenido a la fin expresión de un orden estatal y autonómico  que se da por cerrado dejando una sensación de frustración entre los sectores más avanzados de la población.

En tercer lugar, el debate estatutario ha reabierto las contradicciones políticas que habían estado diluidas durante la transición bajo la fórmula del consenso constitucional. Ha aflorado, azuzado desde el conglomerado mediático que hace de punta de lanza de los intereses económicos y políticos del integrismo español, una corriente de opinión que niega cualquier forma de convivencia plurinacional entre los diversos pueblos que existen –sin estar reconocidos-  en el Estado español. Esta dinámica unitarista, que pone por delante la integridad del Estado a la democracia, está desvirtuando las más elementales reglas de funcionamiento de las instituciones basadas en la división de poderes: integrantes destacados de la judicatura, la administración y el ejército adoptan impunemente posturas amenazantes y denigrantes hacia las reivindicaciones nacionales catalanas, en clara actitud de desafío a las instituciones, resquebrajando los principios de equidad y no discriminación de los poderes públicos. Quienes desean ver en el Estatuto pactado por Mas y Zapatero el fin de les tensiones Catalunya-España se equivocan, ya que la dinámica de confrontación emprendida por el nacionalismo español, representado políticamente por el PP, pero socialmente auspiciado desde la CEOE o la jerarquía católica, no se detendrá por más rebajas que se hayan introducido en el texto inicialmente aprobado en el parlamento catalán. Derivada de la reflexión anterior es el fin del espejismo de la España plural anunciada por Zapatero: la actitud adoptada por el PSOE en contra del reconocimiento nacional de Cataluña en el estatuto y la posición adoptada con respecto a la lengua catalana en los restantes proyectos de reforma estatutaria del área nacionalitaria catalana (secesionismo lingüístico en el estatuto valenciano, hegemonía del castellano sobre el catalán en el proyecto balear y desconocimiento de su existencia en el aragonés), siempre de acuerdo con el PP, muestran los límites del aperturismo socialista. Puede haber una excepción en caso de acuerdo en el proceso de paz actualmente en curso en Euskalherria, es posible un reconocimiento de la realidad nacional en el conjunto institucional vasco-navarro, pero no llegará a admitir el derecho de autodeterminación. Esto es debido a que el PSOE no ha sido capaz desde la transición de crear un sistema de valores democráticos, laicos y republicanos articulado para disputar la hegemonía ideológica al españolismo integrista representado por el PP que embarcado en una dinámica de confrontación permanente puede recuperar el poder en las elecciones previstas para el 2008.

El referéndum del 18 de Junio

 

El resultado del referéndum sobre la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña es la primera expresión de la etapa de reconducción del proceso de reforma estatutaria. Supone la certificación de la continuidad de las fuerzas garantes del orden socio-político vigente desde la transición sobre las pretensiones reformistas de ERC y los sectores soberanistas de CIU, que parecía estar en posición de superar las ambigüedades de la etapa Pujol. El Estatuto del 2006 no es más que una actualización competencial que en nada substancial mejora la capacidad de autogobierno. La opinión mayoritaria de los ciudadanos que han acudido a las urnas (menos del cincuenta por ciento del censo) votando si significa aceptar este régimen de dependencia como mal menor. La alta abstención se explica por la defección de un diez por ciento del electorado que normalmente participa en las elecciones autonómicas que, en esta ocasión, se ha unido a la población indiferente a las llamadas de adhesión en una consulta preparada para la confirmación de lo pactado anteriormente. Si nada ha de cambiar, para qué participar. La no participación es preocupante para las fuerzas que se plantean algún cambio pero es una aliada para las que se oponen a los mismos. Y se ha utilizado  precisamente contra los planteamientos soberanistas aflorados durante el debate estatutario con el argumento que, si no hay interés por un estatuto, como lo va ha haber respecto de una propuesta que vaya más allá del mismo.

El «no» soberanista defendido por ERC y diversas plataformas ha sido superado por el de carácter españolista del PP y el promovido por la brunete mediática entre los sectores sociales que viven al margen de los factores cotidianos de complicidad con el resto de la población catalana. Este segundo colectivo, integrado por elementos de procedencias tan dispares como tecnócratas con mentalidad de ocupante, intelectuales elitistas castellanizados, resentidos sociales y antidemócratas diversos se ha agrupado en el partido de la ciudadanía –Ciutadans-. Más allá de estos sectores existe una franja de población marginal, sobretodo jóvenes desarraigados en las periferias de las grandes ciudades sobre los cuales influye la propaganda ultraespañolista y neonazi pero que todavía no está organizado como fuerza de choque del españolismo violento.  Todo este contingente poblacional, con referentes exclusivos en la españolidad (PP, más Ciutadans y antisistema), puede ir a más e incrementar la agresividad contra las instituciones autóctonas y sus políticas de normalización lingüística y cohesión social basadas en una catalanidad integradora, abriendo un conflicto interno en la sociedad que impida en el futuro la aparición del verdadero conflicto, latente pero real, entre Cataluña y España.

El «no» catalanista, basado en la dignidad y la defensa de la soberanía del Parlamento catalán y el texto surgido de éste, ha fracasado por no responder a una estrategia política coherente de construcción nacional. ERC, el partido de referencia de este espacio, puede exhibir la honestidad en la práctica diaria y la claridad de los objetivos finales, pero ha llegado al referéndum sin capacidad de iniciativa ni dirección política, excluida del gobierno que ayudó a crear y con un balance de gestión discreto (el principal logro ha sido el Pacte Nacional per l’Educació). La falta de cohesión interna y las oscilaciones a la hora de decidir la forma de expresar el posicionamiento contrario al estatuto rebajado en Madrid (voto nulo o no) influyeron en el precario resultado obtenido. A ello hay que añadir la débil articulación del entorno social soberanista y la falta de capacidad  para crear espacios de poder propios (por ejemplo un periódico afín para romper el cerco mediático o un sindicato nacional) además de la ausencia de un discurso y una práctica de poder que vaya más allá de la gestión de la autonomía y de hacerse un lugar entre la clase política y los notables locales. El resultado del referéndum deja a ERC sin proyecto de recambio a corto plazo a la vez que se evapora el efecto revulsivo y ilusionante de una fuerza política que emergió en las elecciones del 2003 y 2004 con un lenguaje innovador y con unos objetivos finales claros que la diferenciaban del resto de la clase política. Tras el ascenso, ERC vive una fase de repliegue, que en ningún caso supone volver a los niveles de representación política anteriores, se consolida como tercera fuerza y, aceptando la dura realidad que supone tener enfrente resistencias poderosas, consolida posiciones en las instituciones y entre el tejido social para transitar por un período de retorno al orden político alterado por los propósitos, finalmente frustrados, por avanzar a través de la reforma del marco autonómico.

 

Perspectivas sobre el nuevo Estatuto

 

Los partidos que han apoyado el nuevo texto autonómico lo presentan como un renovado pacto entre Cataluña y España que ha de valer como mínimo para una generación y que cierra, en palabras de Maragall, el contencioso entre Cataluña y España. No obstante, estos propósitos se ciernen, sobre el texto normativo recién alumbrado, diversas interrogantes. La primera deriva del hecho que el nuevo estatuto ha sido impugnado por el PP y por el Defensor del Pueblo ante el Tribunal Constitucional. En el ánimo de los litigantes está la pretensión de liquidar el más mínimo vestigio de poder político autónomo y hasta el más tímido reflejo de una identidad nacional catalana.

También se han apuntado a la impugnación los gobiernos de las comunidades autónomas vecinas (Valencia y Mallorca gobernadas por el PP copartícipes de la estrategia de acoso a Cataluña y Aragón, gobernada por el PSOE, argumentando aspectos puntuales más bien ligados a un sentimiento de autoafirmación identitaria frente a Cataluña). Las posibilidades de que el Tribunal Constitucional estime parte de las pretensiones de los recurrentes son altas, atendiendo a la trayectoria de la jurisprudencia de este organismo que reiteradamente se ha decantado por interpretaciones proclives al reforzamiento de la unidad del Estado en momentos clave. Hay que recordar las primeras sentencias del alto tribunal en el periodo 1981-1982, cuando a través de diversos pronunciamientos (diputaciones catalanas, cajas de ahorros) desnaturalizó la noción de competencias exclusivas de las comunidades autónomas, distorsionando el sentido y el contenido del pacto estatutario catalán en los meses posteriores al 23-F. Si la sentencia llega a producirse en términos restrictivos para la autonomía catalana, será el primer caso que el Tribunal Constitucional corrige un texto sometido a consulta popular, y aprobado, lo cual supondrá una desautorización al Parlamento catalán que se verá sometido a la humillación política de acatar una decisión inapelable. Esta eventualidad planteará a la clase política el dilema de cómo reaccionar ante la liquidación de la ilusión de que la autonomía era un proceso abierto a todas las posibilidades.

Una sentencia reductora del margen de autogobierno será interpretada, desde los partidos españoles, como el punto final a las reivindicaciones catalanas, como el límite infranqueable más allá del cual solo está la inconstitucionalidad de toda otra propuesta nacionalista. El sistema constitucional español no es abierto como el anglosajón o los escandinavos, es cerrado como el francés, blindado a los cambios estructurales y en especial, a los que puedan provenir de las nacionalidades, puesto que los quórums para la reforma constitucional son inalcanzables. Se puede dar probablemente una contraposición entre legalidad y voluntad política, si en Cataluña se forma una mayoría parlamentaria partidaria de un proyecto soberanista. Un sistema constitucional cerrado como el español carece de mecanismos de solución para estos casos, aparte de las facultades represivas extraordinarias que la Constitución pone en manos del gobierno del Estado, para tratar estas eventualidades exclusivamente como problemas de orden público.

Sin esperar a esta eventualidad, el desarrollo del nuevo estatuto se va a encontrar con las mismas resistencias que ha sufrido el de 1979, y que han impedido su pleno desarrollo. Aparte de otras comunidades autónomas con intereses políticos y sociales opuestos, los gobiernos de la Generalitat que hayan de aplicarlo, tendrán siempre asegurado el recurso puntual del PP a cualquier ley sectorial políticamente relevante. Pero también van a tener conflictos constitucionales con el mismo PSOE como ya  se ha puesto de manifiesto al impugnar el Gobierno de Zapatero ante el Constitucional la ley del Consell Audiovisual de Catalunya. El PSC votó favorablemente una de las pocas iniciativas legislativas modernizadoras de carácter específicamente catalán de los últimos tiempos, (virulentamente atacada desde los  medios españolistas), cuando, posteriormente, el PSOE apuesta per neutralizarlo en defensa de las competencias estatales presuntamente vulneradas.  Pero sobretodo hay otro factor esencial que va a poner a prueba, desde el primer día, la validez del nuevo estatuto como instrumento idóneo para la satisfacción de las necesidades y las aspiraciones de la sociedad catalana. Nunca como ahora, la presión económica, mediática y política del Estado sobre las instituciones y la sociedad civil catalana ha sido tan fuerte y la respuesta tan débil.

Hasta los años ochenta del siglo pasado existía un contrapoder empresarial que desde Barcelona paliaba los efectos del poder político centralista, hoy esto no es así, la economía catalana se ha provincializado y ha desaparecido la clase empresarial autóctona como factor influyente ante el poder central. Madrid, es una verdadera megalópolis, y el símbolo de un estado-nación en clara expansión que no respeta las garantías preventivas del subsistema político catalán que ha venido funcionando desde la transición, ni tampoco el espacio cultural catalán que ha subsistido como referente identitario propio. Desde el gobierno del Estado, en la etapa en que lo presidía Felipe González, se  crearon las nuevas “empresas nacionales” reestructurando el antiguo INI. Posteriormente, en los años noventa, ya bajo la presidencia de José María Aznar, estas sociedades han sido libradas a los grupos financieros privados que las han convertido en multinacionales. También desde el gobierno del Estado se han favorecido, a base de obras públicas y de inversiones intensivas,  territorios emergentes en detrimento de los ejes económicos naturales, como el mediterráneo, sobre el que se asienta casualmente la nación catalana. El diseño de infraestructuras ha reforzado la radialidad madrileña y ha consolidado un tejido de intereses que vinculan directamente su prosperidad al mantenimiento de la arbitrariedad fiscal y redistributiva que ha tenido en Cataluña, y significativamente también a Valencia y Baleares, como grandes perjudicados, y pagadores.

El Estatuto no es obstáculo capaz de resistir a una política de Estado que, como motor económico que es, tiene unas prioridades y una dinámica que en nada coincide con los intereses de la sociedad catalana. El caso del aereopuerto del Prat es un ejemplo significativo, no el único, de todo esto. Las declaraciones del señor Cuevas, presidente de la CEOE, descalificando a las comunidades autónomas como un obstáculo para el desarrollo económico y la libre competencia, buscan acabar con las precarias protecciones que el ordenamiento jurídico autonómico puede oponer a la presión económica y política de un centralismo que no conoce límites y que une, al interés por monopolizar el mercado español, un nacionalismo integrista ajeno a los valores democráticos de libertad y pluralismo. Las estructuras económicas y sus gestores se han modernizado en los últimos treinta años, pero no se han democratizado: el caudillismo de los partidos españoles, la falta de transparencia de la administración, el verticalismo de las relaciones entre Estado y sociedad, predisponen a un resurgimiento autoritario. La declaración de la Conferencia Episcopal Española a favor de la unidad de España es una muestra de la tendencia involucionista de los sectores tradicionalmente representativos del integrismo español.

En la mentalidad de la mayoría de la población española, es decir de sus medios y sus dirigentes, predomina la convicción que las autonomías vasca y catalana son un privilegio arrancado durante la transición, en un momento de debilidad del Estado. Ahora que el Estado vuelve a ser fuerte, es el momento de acabar con esta situación, que es vivida como una afrenta a la españolidad. Ello no quiere decir que se acabe con el Estado de las Autonomías, pues ha consolidado unos territorios emergentes que se articulan perfectamente con el proyecto de resurgimiento español. Con lo que hay que acabar son con las aspiraciones nacionales de Catalunya y Euskalherria, para las que igualarse con las otras autonomías significa la desaparición como pueblo. Mientras, en un esfuerzo por modernizar y reformular los consensos ciudadanos sobre los cuales asentar la identidad vasca y catalana, cada una con su peculiar contenido, la españolidad vive un proceso de reafirmación sin ningún atisbo de replanteamiento.

La “Cataluña social” y los partidos de orden

 

La campaña electoral de las elecciones al Parlamento de Cataluña del 1 de noviembre se ha caracterizado por la falta de debate sobre los retos de futuro del país (inmigración, cohesión social, normalización lingüística, derecho a decidir), como si con la aprobación del nuevo estatuto (del cual casi nadie ha hablado) fuera suficiente garantía para afrontarlos. Tras la experiencia del tripartito y a la vista de los resultados obtenidos, las fuerzas de izquierda han reeditado un gobierno de coalición con el nombre de Entesa Nacional pel Progrés. En el ánimo de los partidos coaligados prima  la voluntad por demostrar ante la ciudadanía la capacidad de gestión por encima de debates ideológicos, dando prioridad a los aspectos sociales por delante de los nacionales, haciendo del bienestar un símbolo de identidad. Orden y buen gobierno son los ejes programáticos de todas las fuerzas parlamentarias catalanas, no sólo de las que integran el nuevo gobierno de la Generalitat. Ello es así porque existe una exigencia social de soluciones a los problemas económicos, ambientales y de seguridad que afectan a una población que se siente discriminada por las políticas estatales y desatendida por la clase política autóctona. Los medios de comunicación privados abundan en este estado de ánimo pidiendo más gestión y menos política y los partidos se avienen a este juego interesado para intentar recuperar en el día a día la frustración cosechada en los grandes proyectos superestructurales.

Existe una voluntad expresa por desideologizar la vida pública y por desconflictivizar la relación Cataluña-España, aparentemente ya resuelta.A pesar de estos condicionantes, el nacionalismo no es un fenómeno desligado de las relaciones de poder dentro de una sociedad determinada. Al contrario, es la expresión, real o simbólica, de intereses sociales que, o bien buscan mantener la hegemonía que ejercen a través del Estado, o bien romper con el orden estatal, o como mínimo alterarlo, en beneficio de los grupos sociales que se sienten representados a través de otro nacionalismo alternativo. El españolismo económico, político y cultural de los sectores dominantes en el subsistema social catalán es manifiesto. Por el contrario, el catalanismo de las clases medias y populares en ninguna de sus variantes, no ha podido, hasta la fecha, presentar un proyecto social y nacional alternativo al orden estatal dominante. No es pues ninguna casualidad que entre los defensores del orden social y económico que se deriva del poder estatal español se insista en presentar los problemas de la «Catalunya social» como ajenos e incluso antagónicos respecto de las reivindicaciones nacionales catalanas. En ello insisten, tanto los Ciutadans como PP, que apuestan por un nacionalismo español en clara actitud de confrontación con el nacionalismo catalán. Hay un substrato común en todos estos planteamientos: la defensa de la unidad del Estado. El pensamiento político español parte del poder estatal, no de la noción de pueblo, ni de la identidad colectiva, ni de la voluntad de los ciudadanos. Para esta mentalidad estatista y integrista,  no existen los derechos colectivos de carácter nacional: son una creación abstracta de los «nacionalistas». En esta construcción ideológica, más allá de los individuos, sólo está el Estado, que es neutral y dispensa un trato igualitario a todos los ciudadanos. Se trata de separar la persona del grupo social, se pretende presentar la realidad política desvinculada de las causas históricas  que la han generado (guerras, represión). Todo ello con la finalidad de consolidar una visión estática y antidialéctica de la sociedad en beneficio del orden establecido.

Por su parte, PSC y ICV mantienen una posición ambigua ante la cuestión nacional: no comporten el antinacionalismo españolista de la derecha autoritaria, pero coinciden en separar lo social de lo identitario y se parapetan en una interpretación de la realidad según la cual, catalanidad y españolidad, no son contradictorias sino que se complementan en un orden desigual: la prioridad es la unidad y la solidaridad ente los pueblos del Estado español. Estos sectores admiten un cierto grado de catalanismo en su ideario (algo así como un particularismo compatible con la españolidad) contraponiendolo al nacionalismo (catalán) al que se tilda de excluyente por esencia. Tanto PSC como ICV carecen de proyecto para construir un poder político propio para la comunidad nacional catalana, sin un sistema de valores específico y consecuentemente se abstienen de todo planteamiento superador del marco constitucional y autonómico vigente. Se mueven dentro del orden establecido y toda la acción transformadora pasa por la gestión de las competencias atribuidas a la Generalitat. Desde los medios de comunicación afines al orden establecido, los opinadores toman partido decididamente a favor de estos planteamientos, que eluden la cuestión nacional y banalizan (a base de cosmopolitismo displicente) contra las identidades colectivas concretas, la catalana en primer lugar, en un intento de deslegitimar las potencialidades del factor nacional como aglutinante de un nuevo consenso social. La debilidad de los proyectos de poder político propio lastra la capacidad de gestión y de transformación de los partidos nacionalistas catalanes.

Hasta el momento, el pujolismo ha sido un intermediario necesario entre los sectores de población que le confiaban sus intereses y los poderes reales, económicos y políticos, del Estado español. CIU no ha ido nunca más allá de un planteamiento autonomista y es coparticipe, junto con el PSC, del actual marco estatutario. ERC tiene ideario definido y voluntad de ocupar el espacio político de la izquierda nacional desplazando la actual hegemonía socialista. Tras el tortuoso debate estatutario ERC ha retomado en esta campaña el discurso de la construcción nacional, de la necesidad de integración en una nueva catalanidad de la emigración llegada a Cataluña en los últimos años, de los derechos (y deberes) económicos, políticos y culturales de una sociedad en plena transformación como la catalana. ERC busca un común denominador en términos políticos y sociales, un entendimiento colectivo en clave nacional, aunque los llamados a participar del mismo no tengan un proyecto coincidente. Esquerra pretende prefigurar mayorías sociales para poder dar en el futuro pasos hacía adelante en el terreno nacional. Es una estrategia pendiente de perfilar y de contratar su viabilidad teniendo en cuenta que los socios de gobierno no comparten este horizonte y tienen a favor la complicidad del conglomerado mediático.

 

Democracia y derecho de autodeterminación

La refutación de las construcciones ideológicas que separan la problemática social de la nacional catalana, ha de basarse, necesariamente, en que una y otra nacen del tronco común de los derechos democráticos. En concreto, el derecho de autodeterminación no és una cuestión identitaria si no el principio democrático mediante el cual una comunidad nacional puede decidir su futuro, esto es, ser reconocida como tal y dotarse de unas instituciones de autogobierno, con capacidad para garantizar su supervivencia en un mundo global. Reintroducir el debate sobre el derecho de autodeterminación en la vida pública catalana supone ofrecer la oportunidad a la sociedad de plantearse como se quiere organizar también internamente y cuestionar el orden establecido. Solo en contadas ocasiones el derecho de autodeterminación ha aflorado en la vida política catalana, en noviembre del 1989 el Parlamento, a propuesta de ERC y con el apoyo de CIU y ICV, acordó declarar que Cataluña no renunciaba a ejercer este derecho en el futuro cuando las condiciones políticas lo permitieran. Ocasionalmente el tema ha resurgido con motivo de algún acontecimiento internacional, pero no se ha desarrollado un trabajo sistemático en este sentido. Ni parece que lo vaya a haber a corto plazo.Puede ser que se produzca un resurgimiento de la reivindicación a favor del derecho de autodeterminación desde las entidades cívicas y los movimientos sociales, como ya sucedió el 18 de febrero de este año con el éxito de la manifestación por el derecho a decidir, celebrada en Barcelona (que significativamente partió de la plaza de España para llegar a la plaza de Cataluña). De todas formas, para que prospere  un movimiento de estas características, debe contar con la implicación de la intelectualidad con compromiso nacional (actualmente minoritaria con respecto a los defensores del estado-nación español), también con la de los emprendedores que vinculen la prosperidad de sus negocios a la del país en general y, finalmente, se precisa la colaboración  de los agentes sociales y sindicales.

Una convergencia de intereses, como la expuesta, precisa necesariamente de un proyecto político que la cohesione y potencie. Esta por ver si, ERC será capaz de asumir esta responsabilidad de forma complementaria a la labor de gobierno o si, quizás, aparecerá alguna plataforma política nueva abiertamente autodeterminista. Existe un sector de la población que, o bien da su apoyo crítico a CIU o a ERC, o bien se abstiene de votar pues carece de referente político de carácter rupturista y soberanista al margen de la vía parlamentaria. El éxito obtenido por el movimiento antitrasvase del Ebro en las comarcas ribereñas, o el reconocimiento del dominio “cat” en internet, ha abierto nuevas expectativas para las formas de acción directa como vía para alcanzar objetivos concretos a partir de iniciativas sociales al margen, o por delante, de los partidos políticos. Estos movimientos, previsiblemente, irán en aumento en un futuro inmediato, puesto que no se prevén cambios institucionales surgidos desde el propio sistema de partidos.El catalanismo como movimiento político, a pesar de sus contradicciones y deficiencias estratégicas, vive una etapa ascendente a lo largo de todos los territorios de habla catalana: las movilizaciones contra el cambio de denominación de la región Lengadoc-Roussillon por el de Septimanie, con un claro trasfondo identitario en la Cataluña del Norte o el renacimiento de la conciencia lingüística y cultural catalana en las comarcas administrativamente integradas en Aragón, desde la instauración de la división provincial, son ejemplo de ello. La dinámica del conjunto nacional catalán tiene una evolución que no encaja con el orden estatal y ello llevará, en los próximos años, a una acentuación de un conflicto político para la solución del cual no son suficientemente aptos los instrumentos del sistema institucional español.

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