modesta opinió

Bloc de jpujolar

10 de gener de 2014
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Cataluña, tarjeta roja

España quiere expulsar a Cataluña, económicamente hablando, pero no quiere asumir las consecuencias políticas que esto conlleva. En este artículo propongo analizar el conflicto Cataluña-España con una mirada de economía política. Cataluña fue “la fábrica de España” mientras la oligarquía castellana se aferraba al control del estado. Ahora los españoles quieren fabricar y vender también. Por esto, los catalanes molestan.

En el llamado conflicto Cataluña-España, salen muchos análisis y argumentos; pero aun quedan aspectos importantes no explorados. España quiere expulsar ahora Cataluña, económicamente hablando, pero no quiere asumir las implicaciones políticas que esto tiene. Sorprende que ni economistas ni marxistas no hablen de esto, o no quieran explicar lo que es a mi entender la cuestión de fondo. Hasta ahora se ha insistido mucho en el “déficit fiscal” o la “solidaridad interterritorial”, según quien hable. Y en Cataluña algunos discípulos de Solé Tura han tarareado la cancioncilla sobre la base burguesa del nacionalismo catalán, una interpretación algo parcial i dogmática. En todo caso, esto es sólo la mitad de la historia. Falta la otra mitad: la de las bases económicas del nacionalismo español, que están ahora en proceso de transformación, como las de todo el mundo.

Podemos empezar cuando, en 1812, se promulgó el acto fundacional de la España moderna: la constitución de Cádiz. A pesar de los avatares que sufrió, representó la incepción de España como estado-nación. Aunque fue uno de los más tempranos de Europa, a la práctica nació con una anomalía, ya que se sustentaba por dos patas diferentes: la pata político-militar castellana y la pata industrial-comercial catalana. No era la intención original, pero fue la realidad: España se asentó sobre un nacionalismo asimétrico fundacional. Mientras en Francia, Holanda, el Reino Unido, Dinamarca o Suecia las dos patas del estado estaban juntas y formaban de hecho una sola, en España una pata estaba en Madrid y otra en Barcelona.

La falta de una base económica fuerte para la élite castellana ya se tradujo en un problema fenomenal de entrada en la misma constitución: el de la representación a cortes de los españoles de ultramar. Con tal de asegurar una mayoría castellana peninsular, se tuvieron que introducir restricciones a la ciudadanía española que a la práctica establecieron criterios raciales, cosa que de hecho forzó a las colonias a independizarse. Los españoles de ultramar fueron pues los primeros expulsados de la España moderna.

En la península la dualidad catalano-castellana se fue gestionando; mal, pero se mantuvo, probablemente porque beneficiaba a las élites de ambas patas. Hubo complicaciones importantes, la más conocida sobre las condiciones de acceso al mercado español: proteccionismo contra librecambismo. Los catalanes (industriales y trabajadores por igual) querían la exclusiva del mercado español, ya que no se veían capaces de competir en condiciones de igualdad con la industria europea. En esto los catalanes se salieron con la suya, probablemente no a beneficio de todos.

Pero el problema de fondo y más grave era otro, y no era la lengua catalana, ni el provincianismo o regionalismo: era el problema de identidad de la élite castellana. Porque, en un estado de base liberal, como podían asegurarse las élites castellanas el mantenimiento de su hegemonía sobre las instituciones del estado? En los nuevos estados europeos, esto no era un problema por el hecho de que la etnia dominante lo era tanto políticamente como económicamente. Pero en España eso no era así, por lo que la élite castellana tuvo que crear mecanismos de exclusión basados en criterios étnicos y culturales, es decir, identificando lo castellano con lo español y guardando obsesivamente las fronteras entre lo auténticamente “español” y todo lo demás. Y estas fronteras debían guardarse sobretodo y primordialmente de los catalanes.

Así fue como mucho antes de que existiera el catalanismo, ya emergió el anticatalanismo, que no es otra cosa que el miedo a los catalanes, un miedo muy parecido al de los alemanes por los judíos. Y es que los catalanes fueron los primeros en experimentar los males del capitalismo, pero también sus externalidades positivas: emergencia de clases medias, aumento del nivel educativo, creación de cultura urbana y sociedad civil, innovación cultural y tecnológica constante, aumento de los servicios, del consumo, etc. El impulso catalán daba miedo. Madrid estaba lleno de catalanes que escalaban posiciones en la administración, que hablaban castellano y se reivindicaban como tan españoles como el que más. Cómo se podía parar a los catalanes si no era con un sistema que asegurara que las prebendas del estado se mantenían por criterios familiares y hereditarios, por tener el acento adecuado y por mostrar unas cualidades sobre lo verdaderamente español que nadie sabe exactamente en qué consisten pero que sí se sabe quién decide los que las tienen?

Por lo tanto el anticatalanismo era la única solución para salvar los muebles. Que en Cataluña se “redescubriera” la lengua y la historia, y se desarrollara finalmente una cultura nacional propia ayudó mucho a disimular. Pero el separatismo no sólo reflejaba unas trayectorias culturales e institucionales que no se habían perdido del todo, y una base económica fuerte con capacidad de reconstruirlas; también reflejaba el hecho de que España no tenía para los catalanes ninguna historia que contar ni ningún lugar para estar… bueno, excepto el de la relación de compra-venta de productos y servicios. Cataluña se mantuvo como la fábrica de España, y España como el mercado de Cataluña. Aún recién terminada la guerra civil, los industriales catalanes estaban de júbilo porque “En España nadie quiere fabricar nada y nos lo haremos todos nosotros”.

Pero esto es lo que ahora ha cambiado, poco a poco desde el inicio de la democracia y el ingreso a la Unión Europea. Ha cambiado España y Cataluña. Cataluña porque se ha vuelto exportadora y ha perdido el miedo y su dependencia del estado. Y España porque se ha puesto a producir y también quiere vender. Hay que reconocer que el nuevo capitalismo hispánico tiene sus debilidades, la más evidente la de crear una clase de grandes industriales y financieros siguiendo la antigua lógica de las “buenas familias” castellanas; digamos que un capitalismo subvencionado y un neoliberalismo cuidadosamente planificado para ensayar la retoma neocolonial de latino-américa, desde el Santander al Instituto Cervantes pasando por Repsol-YPF. Pero también está una naciente industria alimentaria, Inditex, cadenas de supermercados, etc. Ahora en España sí se quiere fabricar y los catalanes molestan en todas partes: molestan los catalanes que piden su parte de los pseudomonopolios energéticos, que piden licencias de medios de comunicación privados o que intentan comprar compañías eléctricas; molestan los catalanes que intentan ocupar cargos políticos importantes o que exigen inversiones en Cataluña; molestan los catalanes cuando su aeropuerto hace sombra a Barajas y porque tienen un puerto importante y conexión directa con Europa, y también molestan los pequeños empresarios catalanes que venden en toda España cosas que ya pueden producir y vender otros españoles.

En definitiva, que España quiere expulsar a los catalanes de una vez por todas. Y puede hacerlo, porque controla a los árbitros y las reglas de la liga. El problema es que los políticos españoles no quieren tocar la “sacrosanta unidad del estado”, y piden a los catalanes que se jodan económicamente y además se callen políticamente. Entre boicots a productos catalanes i sentencias del constitucional, el mensaje es claro: tarjeta roja y fuera. Eso sí, los catalanes no están autorizados a jugar en otra liga. Tienen que quedarse, comerse los penaltis, perder, y no rechistar.

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