Notices from nowhere

Democracy now finds there can be ample for all, but only if the souvereing fences are completely removed.

TRÀNSIT O CIUTAT.

L’article li l’he manllevat al meu amic Joan Olmos i Llorens. Enginyer de camins. Joan fou, a l’inici de la Generalitat d’avall, Director General d’Infrastructures, eixint-ne a la segona o tercera legislatura esperitat del departament.

Avui fa classes d’urbanisme a l’EScola d’Arquitectura de la Politècnica. Xerrant amb ell, la setmana passada, el vaig trobar com desencisat i vaig intentar de reconfortar com vaig poder. Tot el que estan fent donarà fruit en un tèrmini curt de temps. Tenen un llibre, avui, imprescindible "Pensar València" editat per la Politècnica.

Un ciutadà compromés amb la ciutat, és a dir, amb la seua gent. Pertany al col·lectiu TERRA CRÍTICA, al qual vaig estar lligat. Conformen un col·lectiu de tècnics de tota mena que, al meu parer, escolen un pensament que d’alguna manera va reequilibrant el munt de barbaritats que ens preparava Grans Projectes de València, que sembla actuar, encara, sense ordre ni previsió.

Hem viscut una època (vint anys) en la que qui realment, feia i desfeia, tot ordenant ciutat eren els tècnics de la Regidoria de Trànsit de València. Això, de moment, ja s’ha acabat.  

Tot oblidant Ildefons Cerdà, que en el seu Teoria General de la Urbanització, explicitava contundentment:

Un carrer de la ciutat no és una carretera, per això, la suma de l’ample de les voreres ha d’ésser el de la calçada circulatòria.

Hi dese l’article, tal com el va parir. (Llegiu-lo i doneu-hi parer)   

El automóvil ha supuesto, a lo largo del siglo XX, algo más que una revolución en la manera de desplazarse. Ha modificado las costumbres y ha cambiado radicalmente la forma y funcionamiento de las ciudades. En los últimos cuarenta años, las ciudades españolas se han esponjado y extendido, han consumido tanto espacio como en toda su historia anterior, pasando de estructuras compactas y eficientes a otras dispersas y antiecológicas. El ferrocarril primero, y el automóvil después, han hecho posible el crecimiento en extensión de las zonas urbanas.

En su funcionamiento, el principal cambio se opera en la calle: de ser un espacio "multiusos" y público -encuentro, paseo, fiesta, mercado, manifestación- ha pasado casi exclusivamente a ser el espacio de la circulación y el aparcamiento. La zonificación (separación de las funciones urbanas básicas, como trabajo, vivienda, estudio) ha aumentado las necesidades de desplazarse. Con la llegada de las máquinas a la ciudad, los ciudadanos se convirtieron en peatones, y poco a poco, en una especie urbana amenazada y en vías de extinción. Los sectores más frágiles de la sociedad -personas mayores, niños, discapacitados- han perdido en gran medida su autonomía de movimiento en la ciudad, dependen de los demás para trasladarse o se han resignado a permanecer "inmovilizados" en sus casas.

¿Y qué han hecho las políticas urbanas ante esta progresiva invasión de máquinas? En lugar de prever sus efectos y adoptar medidas correctoras, en la mayoría de nuestras ciudades la respuesta ha consistido en facilitar esa invasión. Ampliando las calzadas, reduciendo aceras, destruyendo bulevares y paseos, eliminando arbolado, construyendo nuevos accesos, túneles y rondas, el espacio de todos ha quedado desfigurado y monopolizado por la minoría motorizada. Adaptando, en suma, nuestras ciudades al automóvil, cuando lo racional habría sido justamente lo contrario. Algunos efectos, como el ruido, los gases nocivos o el aumento de las temperaturas, invaden la totalidad del hábitat urbano, incluido el espacio edificado.

Y los costes de todo tipo (contaminación, deterioro económico de los centros históricos) hace tiempo que superaron con creces el límite de lo razonable. Las víctimas de los accidentes merecen, a mi juicio, una consideración aparte y una reflexión que prefiero no abordar en este escrito. Permítame tan sólo el lector denunciar la tolerancia -social y gubernativa- frente a la alarmante escalada de infracciones que se cometen y que se amparan en una todavía más preocupante impunidad.

Hace casi cuarenta años, Colin Buchanann señalaba en Inglaterra que la creación de más vías agravaría el problema de la congestión de las ciudades, puesto que iba a funcionar -como de hecho ha sucedido- como estímulo del tráfico privado y en perjuicio del transporte colectivo, que inició, a partir de ese momento, un declive imparable. Más tarde, diversas instituciones internacionales han insistido en este principio y en la necesidad de cambiar la tendencia.

Confundiendo los síntomas (congestión) con la enfermedad (deterioro del hábitat urbano), los países desarrollados siguen apostando, en general, por crear más espacio para los coches. Las épocas de bonanza económica, con todas las desigualdades sociales inherentes, estimulan el aumento de la motorización y el uso indiscriminado de los coches. Algunos sectores sociales, no demasiado boyantes, son capaces de prescindir de otros bienes teóricamente prioritarios antes que renunciar a ampliar o renovar el parque móvil familiar. Estímulos de todo tipo, e incluso ayudas oficiales, no les faltan.

La posición oficial sobre la movilidad ha creado una serie de falsos tópicos y recetas: que si las restricciones al tráfico privado perjudican a sectores económicos de la ciudad, especialmente al pequeño comercio, que si la gente "se nos echaría encima si restringiéramos el uso del automóvil", que no hay que poner trabas a la libertad de desplazarse… y en definitiva, que los problemas del tráfico se solucionan con más asfalto. Ahí tenemos, gobierno tras gobierno, nuevos planes billonarios de infraestructuras, como si partiéramos siempre de cero. Esta parálisis ideológica, con cierta complicidad social, nos priva de recuperar, como en otras zonas de Europa, los valores colectivos de la ciudad.

La alternativa a la ciudad de los coches no es la ciudad sin coches, porque éstos han producido ya cambios irreversibles. Pero este hecho no impide una racionalización a fondo de su uso. Más del 30 por ciento de los desplazamientos urbanos en Europa son de tamaño inferior a los tres kilómetros, así que no solo el transporte colectivo, sino también la bicicleta y el caminar pueden absorber una buena parte de los viajes motorizados sin que se nos caigan los anillos de la modernidad.

Al mismo tiempo, creando proximidad en vez de lejanía, evitando desplazamientos innecesarios y combinando inteligentemente los diversos modos de transporte, se puede recuperar la calidad ambiental y urbana de la calle.

Estas medidas, coherentemente ensambladas, han sido aplicadas indistintamente por gobiernos conservadores y de izquierdas en muchas ciudades europeas, y han conseguido una amplia aceptación social. En algunos países, como Alemania, Holanda o Dinamarca, se ha creado una nueva cultura de la movilidad.

En nuestro país, llevados por la "moda ecológica" muchos municipios se han adherido a la Carta de Aalborg o a la Declaración Europea de los derechos del peatón, aunque a diario actúan al revés de lo que esos compromisos significan. El catálogo de "Buenas Prácticas" en España es, por desgracia, todavía muy reducido.

Seguir apostando por el modelo vigente, por mucha tecnología punta que le añadamos, nos lleva a un callejón sin salida. Por el contrario, recuperar el espacio público de nuestros barrios supondría, como ha ocurrido en otros países, la revalorización de la ciudad, su patrimonio, su comercio, y en definitiva, el orgullo de sus habitantes por volver a ser, definitivamente, ciudadanos.

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