Pues Señor, están las grandes ciudades
perdidas y disueltas;
como fuga ante el fuego es la más grande,
y no hay un alivio que la conforte,
y su pequeño tiempo se evapora.
Allí viven hombres, mal y con penas,
en cuartos hondos, de medrosos gestos,
más asustados que hato de novicios;
y fuera alienta despierta tu tierra,
mas ellos existen y no lo saben.
Allí medran niños junto a ventanas
envueltas siempre por las mismas sombras,
sin saber que afuera llaman las flores
por un día amplio, dichoso y con viento,
y han de ser niños, siendo niños tristes.
Allí se abren muchachas a lo desconocido,
y echan de menos la tranquilidad de la infancia;
pero allí no está aquello por lo que ellas ardieron,
y temblando se vuelven a cerrar.
Y en ocultos cuartos trasteros tienen
los días de su maternidad desengañada,
y helados los años sin contienda y sin vigor.
Y en la oscuridad están los lechos mortuorios,
y hacia allí se sienten atraídas;
y mueren largamente, mueren como en cadenas,
y desaparecen como mendigas.
(Del Libro de las horas, 1905)