Hoy te llegarán palabras desde todos. Se abrirán hasta los labios que no saben apenas revirar el sonido más allá del rumor quieto del silencio. Se soltarán las aldabas de la voz, las que la sujetan a ser el habitante del pensamiento que se guarda en las ciudades donde moran perros que ladran con preguntas, esa ciudad común y diferente que es el alma. Y se pronunciará tu nombre, acaecido en las bocas y en los ojos tantas y tantas veces.
Hoy te alcanzarán las cuerdas que lanzaremos muchas, muchísimas manos, pretendiendo anudarse a tus dedos precisos, los que bridaron pacientes, impulsivas palabras que se aquietaron, rendidas, a tu voluntad libre, a tu pregunta eterna, a tus túneles íntimos, a las tierras soleadas y a los nombres caídos entre veredas antiguas. Y te alcanzará un figurado invierno, ese ir y venir de las aves que no se someten al frío y exilian su vuelo en eterna rebeldía…
Tu voz estaba en el interior de un armario cerrado con una llave de la que colgaba una medalla de hoja de lata. En el cuarto de mi padre, la habitación grande un piso que apoyaba su espalda de ladrillos al muro gris de la estación de autobuses, habitabas silencioso. Mis hermanos y yo, nacidos como puntos suspensivos en el vientre de mi madre, que no se permitió más tiempo de aliento, entre uno y otro, que los justos nueve meses, sabíamos que aquel armario estaba cerrado, como el corazón ausente de mi padre, porque monstruos invisibles y serpientes hambrientas aguardaban inmóviles la imprudencia de una mano diminuta.
“¿Veis esto, esta llave? Ni se os ocurra acercaros a este armario y abrirlo. Una llave encajada sobre una cerradura es una prohibición encajada sobre un castigo”
Mi padre guardaba bajo la tiranía de una llave no más de una decena de libros. Tenían los lomos cubiertos de papel tupido, amarilleado con el estampado humilde que da el tiempo dejado caer sobre él, para que ninguno de nosotros pudiese leer sus títulos.
De vez en cuando, entraba en su cuarto y entornaba la puerta.
Conocíamos ya las señales que aquella hoja de madera nos susurraba. La puerta se cerraba por la noche, después de qué mi padre nos nombrase, uno a uno, y no obtuviera respuesta. Entonces sonaban sus pasos descalzos y, después, un ruido que cesaba casi al momento anunciaba que nuestro mundo de sueños, y oscuridad habitada por los seres del miedo, se quedaba indefenso y aislado, sin la protección imaginada que en nuestra inocencia le atribuíamos. Aquella puerta solo se abría, al cabo de un tiempo, cuando mi madre, intentando hacer el mínimo ruido, abandonaba momentáneamente el cuarto y entraba en el lavabo. Mi padre, cuando ella regresaba, salía hacia el baño también. La puerta de la habitación, tras unos instantes, se cerraba de nuevo y podíamos escucharles cuchichear y reír.
Yo deseaba todas las noches que aquella puerta se cerrase. A pesar de que aquel acto me hacía pensar que todos los fantasmas, sabedores de que mi padre no podría escucharles, acudirían a mi cama para aterrorizarme, me gustaba escucharles reír. Jamás reían si no era en noches como aquellas.
El resto del tiempo, la puerta del cuarto de mis padres permanecía abierta. Sin embargo, en raras ocasiones, mi padre la dejaba entornada, con una rendija mínima que para mis ojos era un precipicio que debía salvar si quería ver qué hacía tras él su silueta. Entonces, giraba la llave y la medallita de hoja de lata sonaba como un cascabel mágico que deshacía el hechizo que mantenía prisioneros a aquellos libros. Él los sacaba, uno tras otro. Los sujetaba, yo diría que con cierta ternura, leía algún párrafo y los cerraba de nuevo. La llave y la medallita se rozaban de nuevo y la prisión de madera quedaba cerrada. Jamás alteró el orden en el que estaban colocados, lo supe porque aprendí a observar, tras los cristales de la puerta del armario, cada muesca y cada rasgadura en el papel amarillento que ocultaban sus lomos.
Una tarde sentí un susurro que fue acrecentándose hasta convertirse en una voz a la que era imposible no escuchar. Eran la libertad y la rebeldía, que jugaban a salir de su escondite, de mi pensamiento ¿Y si lo abrieses? ¿Y si los abrieras? ¿Y si lo abrieses?
La tarde se convirtió en un extraño laberinto sin alicias ni conejos mágicos. Y los caminos con espejos concéntricos me llevaban irremediablemente al armario cerrado del cuarto de mi padre. Presentí, en uno de los vaticinios inocentes que brotan de la infancia, que el giro de aquella llave precedería otro giro de mayor importancia, una revuelta íntima, un recodo distinto para el cauce creciente de mi pequeña realidad.
Y abrí el armario.
Y vencí los monstruos que en silencio acompañaron cada uno de los pasos en puntillas que me llevaron a liberar de invisibles grilletes a aquellos pobres libros prisioneros. Mis manos se fueron, fortuitamente, hacía uno de ellos:
“El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre.”
Tú estabas en TODOS LOS CUENTOS.
Estabas tú en aquel acto que me permitió escuchar conscientemente la voz intraducible de la libertad que se abre paso entre los cerrojos que sepultan el alma.
Desde entonces estás en estos ojos míos, pájaros pequeños y ávidos de atrapar pensamientos distintos vestidos con el tul indefinible que cubre las palabras.