Ja sé que no és políticament correcte, i que els amics i coneguts que acaben de tindre criatures probablement m’odiaran pel que ara diré, però és que no puc més. He viatjat durant 24 hores seguidetes, i a tot això en arribar a la destinació, la maleta no apareix. Amb sort, arribarà en unes hores. Si no, no vull ni pensar-ho.
Però anem al que volia dir: no podrien fer una zona dels avions per a les persones que viatgen amb xiquets? Ja sé que costa fer-los callar, i que si comencen a bramar no paren, i que els pares poc poden fer (i alguns ni ho intenten). Però quina culpa tenim la resta de passatgers? Si estigueren tots junts, almenys la resta podríem estar una mica en pau, que prou fastigós és ja passar-se tantes hores de viatge.
Exemples de hui: matrimoni de jueus ortodoxos jovenets. Ella no devia tindre més de 18 anys. Amb xiqueta d’uns mesos que en el trajecte Barcelona – Nova York ha començat a plorar més o menys per Finisterre i no ha parat fins Terranova (m’encanta el mapa que et permet veure per on vas passant). Els pares no han fet cap intent per calmar-la. Ni alçar-se i passejar-la una miqueta, o canviar-la de postura… Res. Només se l’han passada de l’un a l’altre en l’estona de menjar, per poder tindre les mans lliures.
Segon exemple: parella coreana de Nova York a Seattle, amb xiquet d’un any i mig. Abans de despegar ja ha mostrat la capacitat pulmonar. Amb breus descansos, el concert ha durat fins les muntanyes rocoses. El pare ha passat de tot. La mare ha intentat passejar-lo una mica, sense gaire èxit.
Tercer exemple: xiquet d’uns cinc anys en trajecte Seattle-Spokane; avió per tant xicotet i sense tele. No ha parat de remugar en els cinquanta minuts de vol, que ell volia una tele, que quina merda d’avió, que s’avorria, ha començat a anar passadís amunt i avall. La mare, com qui sent ploure. Les hostesses han intentat donar-li unes pintures perquè s’entretingués. Els ho ha despreciat. Tot en volum dolby sorround.
I això només el que hi havia al meu voltant. D’altres punts dels avions arribàven ecos de situacions semblants. Per això, si els que han triat tindre els fills i pujar-los a un avió de llarga distància ja saben que ho han de patir, que els ajunten a tots i així evitaran, també, que la resta ens tregam del cap la idea de procrear en una bona temporada.
Potser no eren nens de debò, sinó sofisticats dispositius d’alarma antiterrorista dissimulats entre els passatgers, que poden fer-se servir per desestabilitzar els possibles pirates aeris i les blocaires desficioses… Coses més estranyes s’han vist!
LOS CALAMARES DEL NIÑO. PÉREZ-REVERTE. EL SEMANAL 4/10-6-2006
Hay criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que serán de mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza, y los ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en ellos la inevitable maruja de sobremesa televisiva –ayer vi reconciliarse a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota– o la viril mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen la culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean, y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle tiempo a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la tenemos todos. Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los pasos y rituales que se tienen que cumplir.
El zagal que veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno, grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa. Sobre todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de Paulina Rubio y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y en la parla. La familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al gran ventanal de un restaurante popular de Calpe, situado junto al puerto. Y al niño acaban de traerle calamares a la romana. De no ser porque su cháchara maleducada, chillona e interminable, a la que asisto impotente desde hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso, la manera en que ahora maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El pequeño cabrón –nueve o diez años, insisto– agarra el cubierto al revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes sonoros sobre el plato, como si los apuñalara. Observo discretamente al padre: mastica impasible, bovino, observando satisfecho el buen apetito de su hijo. Luego observo a la madre: tiene la nariz hundida en el plato, perdida en sus pensamientos. Tampoco sería difícil, me digo, con la edad que tiene ya su puto vástago, enseñarle a manejar cuchara, cuchillo y tenedor. Pero, tras un vistazo detenido al careto del progenitor, comprendo que, para hacer que un hijo maneje correctamente los cubiertos, primero es necesario creer en la necesidad de manejar correctamente los cubiertos. Y por la expresión cenutria del fulano, por su manera de estar, de mirar alrededor y de dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no debe de hallarse entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a la madre, cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el padre o el vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente un huevo.
Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto familiar –después de reír, eso sí, el papi parece amonestarlo en voz baja, a lo que la criatura responde sacando la lengua y poniendo ojos bizcos– llega la paella. Y, tras deleitar al respetable con el uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su virtuosismo en el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano exactamente junto a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros del vaso de cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la mesa con los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y así continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en esa deliciosa escena española de fin de semana, una familia más, media, entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado en la puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he terminado, pido mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que ojalá caiga un rayo y los parta a los tres, y les socarre la paella. Y ustedes dirán: vaya con el gruñón del Reverte, a ver qué le importará a él que el niño se coma los calamares así o asá, peazo malaje. A él qué le va ni le viene. Pero es que no estoy pensando en la paella, ni en el restaurante, ni en los golpes del tenedor sobre los calamares. Aunque también. Lo que pienso, lo que me temo, es que dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la nación murciana; y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa, cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo. Por eso hoy me cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En defensa propia.
A mi a la vida ja moltes coses que em molesten, per