4 de setembre de 2010
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en la mort del crític i professor d’art José Luis Brea

RECORD

Per una esquela volandera acab de saber la mort del crític i professor d’art José Luis Brea que vaig conèixer els anys setanta a Barcelona i del qual he seguit la seva obra en què es conjugaven el tractament dels temes més candents de l’art i una brillant escriptura de les idees amb una recerca avançada dins els teritoris més vius de la contemporaneïtat.

Com in memoriam copii un record que li dediquen els seus companys de L’IAC amb un text que alguns dies abans de morir va recuperar. Un text lúcid i savi: Los últimos dias.

ADIOS A JOSÉ LUIS BREA

Con enorme pesar comunicamos a los socios y amigos del IAC (Instituto de Arte Contemporáneo) el
fallecimiento de José Luis Brea, brillante crítico de arte que fue un
activo miembro de nuestra asociación. Profesor de Estética y Teoría de
Arte Contemporáneo de la Universidad de Carlos III de Madrid y director
de las revistas online ::salonKritik:: y Estudios Visuales, comisarió exposiciones de referencia y fue autor de numerosos ensayos entre los que destacan Las auras frías (1991, finalista del premio de ensayo Anagrama), Un ruido secreto, El arte en la era póstuma de la cultura (1996), La era posmedia (2002), El tercer umbral (2003), cultura_RAM. mutaciones de la cultura en la era de su distribución electrónica (2007) y Las tres eras de la imagen: imagen-materia, film, e-image,
publicado hace unos meses y centrado en uno de sus mayores intereses de
investigación: el análisis de modelos de producción, distribución y
recepción de imágenes.
Hace sólo dos días se despedía en ::salonKritik:: de sus muchos lectores, rescatando un texto antiguo titulado LOS ÚLTIMOS DÍAS.

¿Acaso no nos resulta intolerable ya ese encasquillamiento de una
cultura que se ha embobado de sí misma en la imaginación enfermiza de su
final, en la letánica intuición de su agonía?

Sin duda, sin duda. Pero entonces, nada de apocalipsis -ni apocalipsis-ahora,
ni apocalipsis futuro-, nada de -como certeramente ha reclamado
Derrida- moribundias. Ni plagas ni pestes, ni signos en los cielos o
presentimientos agónicos que -a baja intensidad- persigan electrizar
nuestra piel: negativa a todo discurso catastrofista o postrimero, a
todo expresionismo agorero de finales -perpetuamente aplazados.

En su lugar, sólo la proclamada pasión de un trastorno radical, la voluntad decidida de una transformación rotunda.

Nada de profecías -sino sólo una antiprofecía: los últimos días. Nada de diagnósticos -sino revolución ahora, apropiación de destino, ganancia definitiva de la vida y el mundo.

Activismo, ejercicio radical de la pasión de otredad, abandono
inmediato y decidido de un estado de la vida intolerable, improlongable,

Los últimos días: sólo la pasión del tránsito, del salto al
vacío, a un más alla sin dibujo … Y el adiós a promesas y consuelos, a
nostalgias y embadurnes, a bálsamos y tibiedades. La vida no habita más
la vida. Es pues preciso, todavía, decir: “nosotros los póstumos, nosotros los más efímeros”.

Pero sólo para trazar el rastro de nuestro paso fugaz. Nuestros son los últimos días
-pues sólo nosotros hemos aprendido a querer los finales, sólo en
nosotros ellos se quieren al mismo tiempo pasajeros y eternos, fugaces y
plenos. Allí donde la vida no consiente más ser estafada: los últimos días.

El tiempo-ahora.

Irreversiblemente, y para siempre.

#

Estremecedor. Estremecedor el trabajo que un siglo se ha tomado en el
experimento más radical que la humanidad ha conocido: el de su
superación -tal vez, el de su mero llegar a ser algo digno de ese
nombre.Aterradora la oscilación de los nombres que ese experimento ha
cobrado, en un vaivén de tentativas embriagador, insostenible. De un
extremo a otro, Occidente entregado a la fiebre exploradora de sus
límites -en todas direcciones. Sin solución de continuidad, un frenético
encabalgarse de experimentos contradictorios, incompatibles.

#

Todavía más terrorífico el rastro de sus abandonos, la estela de
residuos que de los sucesivos naufragios va quedando. Única y muda
memoria que, por contrafigura, hace subir la capacidad de olvido de un
pueblo que se entrega a sus aventuras con fervorosa vehemencia -pero con
no menor ligereza se desprende de ellas, como si nunca hubieran
sucedido, como si, ciertamente, “aquí no hubiera pasado nada”.Mudas
piedras derrumbadas, ciegas calles sin salida, dónde está la memoria
de aquel fragor de banderas, la efervescencia de aquellos entusiasmos
callejeros, la electricidad que cada grito de libertad exhalado por
millares de gargantas ha hecho correr, como la sangre, a raudales,
hacia ninguna parte.

Sueños desvanecidos, memorias vanas, qué queda ahora de aquellos
entusiasmos sino la más tibia conmiseración, el arrepentimiento más
lúgubre, la más penosa expiación quizás. Un torpe silencio enmudecido
que pareciera pretender hacerse perdonar el haber apostado a límite, el
haberlo intentado todo. Y la cínica entronización de la indiferencia,
de la medianía, de esta feroz nueva barbarie del “nuevo orden”, de la
tremenda pobreza que, además, soporta silenciada toda la sublevación que
en los corazones salvajes despertara otrora su contemplación.

Y ahora, esa tenue pátina equilibrada que borra todo horizonte de
riesgo, que liquida toda tentación transformadora en nombre de una
razonabilidad mermada, como si la oferta de lo que hay, del mundo
escindido, colmara toda expectativa legítima, como si de pronto lo
ilegítimo fuera reclamar algo más, un más allá, un final -y, en él, un
comienzo.

Y es entonces entre terrores entre lo que tenemos que elegir: el de
soñar contra el de aceptar la villanía de lo real en su insuficiencia,
el de experimentar en los límites contra el que nos produce el recuerdo
terrible de las formas totalitarias de consolidación edificante en que
la puesta en escena de tal soñar, tantas veces, ha desembocado.

Pero en esto se nota que amamos nuestro siglo, su profunda histeria:
antes nos entregamos al vértigo de la inagotabilidad de sus sueños
imposibles -explorándolos precisamente allí donde no se pretenden
resolutivos, salvíficos- que cederíamos a la tentación de contentarnos
con el tibio bienestar que de su renuncia y apartamiento se suceden.

Pues en ello, en estos últimos días, el silencioso fragor
del sufrimiento sigue golpeando nuestros oídos por debajo de la
conspiración de silencio que pretende cerrar el mundo en la modulación
de un orden aparente. Pues a ese orden le sabemos cruel, aún más
sanguinario y terrible en su implacable realidad que podría serlo
cualquier experimento en el legítimo ejercicio del intento de revocarlo.
De tal lado estamos. Y sí: mísero aquél proyecto que olvide que está
aún muy lejos el horizonte que le legitima. Aquél remoto horizonte en
que conoceríamos “la dicha que, semejante al sol de la tarde, hará
don incesante de su riqueza inagotable para verterla en el mar, y que,
como él, no se sentirá plenamente rico sino cuando el más pobre pescador
reme con remos de oro. Esa dicha divina se llamaría entonces:
humanidad
[1]

#

El arte, pues, contra la vida. Contra esa forma domesticada de vida
que repugna en su insuficiencia, en su escisión. Es decir: el arte a
favor de la vida, más allá de su separación: incluso contra el propio
arte, como separado de la vida. El arte, entonces, como verdadero
dispositivo político, antropológico -el arte como función
teológica.Inseparable de su origen sagrado, de su destino trágico -en su
ateismo radical, en su orfandad absoluta. Inseparable de la escena del
trastorno que habría de arrastrar en catarsis al sujeto hacia el
vértigo de la conciencia de su insuficiencia constitutiva, la de la
vida misma tal y como le es entregada -raptada: insuficiencia del
pensamiento reducido a la conciencia, del mundo de las cosas reducido a
su mercado, de la historia reducida al falsario inventario de las
ruines hazañas fabuladas por los presuntos vencedores.

Pero, sobre todo, insuficiencia del arte reducido a repertorio inocuo
de las formas y sus variaciones, insuficiencia de un arte que se
arrinconaría como forma depotenciada del pensamiento, desplazado a una
extraterritorialidad inefectiva. Desde ella, en el acontecimiento a bajo
nivel de la forma tecnológica de su desaparición simulada
–acontecimiento epocal que nos ocupa- nuestro arte light no
tiene otra fuerza que la de legitimar la luz crepuscular de lo real con
el esbozo de una zona de sombra –a cuyo vértigo verdadero ni siquiera
posee la fuerza de convocar.

Allí, el arte pierde toda fuerza de trastorno, al sólo servicio del
mercado -de la cohesión social en torno a su forma irrealizada, de
consolidación del consenso en los alrededores del más insulso nihilismo.
Los dioses abandonan, aburridos, el mundo, sí. Pero no es el arte la
espada flamígera que decreta su expulsión, para hacer de cada uno de
nosotros el ángel implacable que la ejecuta –reabsorbiendo los poderes
tanto tiempo expropiados-, sino el consuelo de un mundo ya evacuado de
toda expresión de fuerza, tan intrascendente y vano que -de no ser por
la suposición de profundidad con que la perpetuación del supuesto de
potenciales en que el arte nos entrampa todavía- cualquiera de nosotros,
en ejercicio de plena e impecable lucidez, sin duda preferiría
olímpicamente abandonar.

¿Habríamos de aceptar ese destino gris del arte en una especie de
“fin de la historia” en que toda su aventura quedara desarmada, bajo la
forma disminuida de su simulada desaparición, y reducida al mero juego
de las variaciones de la forma, que sólo adornan el farsante progreso
con que la técnica escribe su arrollador e insensato paso por el mundo
-en esta hora extendida de la pecaminosidad consumada?

Pero no: contra la ficción inmovilista del fin de la historia -contra
su anuncio de una perpetuidad pacificada de la crueldad liberal que
exime al mundo de toda aventura vinculada a la voluntad de su
transformación rotunda- la ficción potenciadora de los últimos días.
Como guillotina siempre elevada en el aire de la historia -hecha
naturaleza. Convirtiendo el más legítimo de los nihilismos no en
argumento de pasividad o conformismo, sino en resorte de la más fiera
querencia de transformación, venganza contra el adormecimiento que se
apropia, cada día, en cada palabra o gesto, de la más profunda riqueza
que debería alentar nuestro existir.

#

Imaginad ahora aquel febril experimentar del siglo en los terrenos
del arte. Sentid la encendida violencia de las cantinelas futuristas,
la precisión del dardo surreal sobre la inteligencia, la escalofriante
fiereza del Cabaret Voltaire contra la pacatería dominante, la
rotundidad mágica del descenso a lo inefable en las composiciones de
Cage o los poemas de Mallarmé, la cristalina precisión con que un plano
limpio de Mies consigue resquebrajar todo esquema previo de percepción
del espacio, la embriagadora complejidad con que la novia duchampiana
nos arrastra hacia aquellos espacios puros en los que el pensamiento
duerme -con ella- en vela, incluso la violencia con que el propio
pensamiento es enfrentado a su desnudez en el proyecto minimalista, la
perfección con que es arrojado contra la vida separada en las dianas del
pop, o la amargura con que se enfrenta a la irrealizabilidad de su
virtual verdad en la claudicación conceptual … ¿Se querría que en todo
ello no viéramos sino un sucederse de ejercicios formales, una
variancia caprichosa y errática por las interminables y gratuitas
posibilidades del decir?Nos negaremos siempre. Pues aun cuando no
podamos ya creer que el arte salve, menos aún podríamos asumir
la claudicación de aceptarle como mero cómplice-bálsamo que sólo
sirviera a revalidar a lo que nos secuestra y aparta de la verdadera
vida -ésa que algún demagógico populismo cínico, de última hora,
querría que confundiéramos (ocultándose y ocultándonos que ésta que en
él se predica está mutilada) en ecuación de identidad con esta engañifa
que se toma en él por verdadera, por suficiente.

¿O es que acaso sería preferible -sólo por pregonarse “para todos”,
por autoproclamarse “de y para” la “vida ordinaria”- un arte sin
efectos, un arte simplemente “consolador” -en su mistificador legitimar
la falsa conciencia de lo que hay (como incruento), en su ideológico
encubrimiento del efectivo estado de cosas que padecemos?

¿No es más seguro que un arte radical, trastornador, pondría de tal
forma frente a la vida que exigiría de ésta aquella alteración que
acabaría por requerir una devolución inmediata del sueño de una
experiencia plena al total de la humanidad -cuando, entonces sí, “hasta el último pescador reme con remos de oro”?

#

Desolación infinita de la historia. Ninguna promesa se ha de cumplir
nunca. No hay otra historia que el acumularse infinito de los fiascos,
del fracaso interminable que, en su esfuerzo por solventar el problema
de la vida, por resolver el cumplimiento pleno del sentido, deja la
cultura tras de sí como único y triste rastro.Ninguna promesa, nunca
más, nos concierne. No es nuestro, más, el problema de la verdad, el
del sentido. Las lenguas flotan livianas, liberadas de su obligación a
la representación, al dominio del mundo. El fantasmagórico ilusionismo
con que, desde el seno mismo del arte, el símbolo nos aseguraba
entregar -en sobre sellado, eso sí- la promesa inaccesible del sentido
pleno, deja de gravitar sobre nosotros. Ahora, la lengua flota a la
deriva dispersa en tonos locales, en desinencias dispersas, en
significados inagotables, en fragmentos: no se dice el sentido de una
vez ni para siempre -en ningún lugar. Al contrario, todo habla es
fragmento de un discurso inacabado, aplazamiento del sentido siempre
abierto a interminables reutilizaciones.

Donde un régimen promisorio del sueño de conquista de las virtudes -compacidad, plenitud, eternidad, presencia
del sentido- del símbolo asentaba sus artes de captura, nuestra diurna
certidumbre de su inviabilidad abre un territorio -entre sombras,
asumiendo el claroscuro con el que en él la vida se revela- roturado por
las quebradizas señas de la alegoría, del decir abierto y
fragmentario, siempre aplazado, en que el sentido de un texto no es más
-y no pretende ya ser- el fiel reflejo de La Idea o El Mundo: sino
siempre otro texto, otra fuga, cualquier deriva.

Así, escritura, el arte no invoca ya los poderes de lo eterno, de la
verdad o lo inmutable: sino la fulgurante puesta en evidencia de su
implenitud, de su abertura y aplazamiento, de su impresencia.

Y, sin embargo, es cierto que la forma de la promesa nos obliga, nos requiere. Pero -paradoja terminal para los últimos días
sólo hoy nos es pensable su ejercicio en la proclamación impenitente
de su imposibilidad. Así: nueva promesa de felicidad del arte -que no
hay más territorios para la promesa, que la organización que se
apropiara de la vida en aras de ella (el arte a su servicio) sería
estafa que ya a nada obligaría.

#

¿Es juego entonces el mundo, la vida, el hacer de los hombres, su
construir la historia? ¿O la ilusión del sentido se asentaría en una
forma de la vida que, ponderación misteriosa, podría alguna vez
resolverse -como pantografiada- en el decir de un enunciado, una
palabra, un gesto, una figura, una forma, un verbo nuevamente poseído de
las virtudes -de lo divino?Pero no: es juego el mundo, y la vida, y el
hacer de los hombres y su historia no es sino el agitarse
insignificante de una tentativa inútil.

Sobre la que eones de tiempo negro pasarán huracanados como un telón que barriera apenas briznas.

#

Estrategias de autocuestionamiento, de autonegación. Oscilación
ultrarápida entre el decir y el poner en cuestión la suficiencia del
lugar -y la forma, y el contenido mismo- desde el que se dice. Batería
de recursos enunciativos mediante los que negar el propio espacio en que
se enuncia -como tal espacio de la representación. Bucle
autorreflexivo por el que todo auténtico ejercicio contemporáneo de la
tarea del arte practica la autodenuncia de su insuficiencia, testimonia
la nueva falta de fe en aquellos dispositivos que, organizados para
hacer falsariamente creíbles sus potencias simbólicas, le otorgaban
lugar y pública función. Contraretórica por la que todo arte
comprometido -con la causa trágica de la expresión nihilista-
desenmascara la lógica de complicidades mediante la que un sistema
generalizado de encantamiento del mundo -capitalismo- se cobra como
rehenes al pensamiento y al ser. Pura expresión de fuerza emotiva que,
en su recurso a una tonalidad figural y abstracta, pone en juego el
mero apunte de un rastro de fulminante evidencia-al-pensamiento que no
adquiere la forma concluida de una pretensión de significado, sino el
mero esbozo virtual de una tensión de significancia, la anotación de su
apertura y aventurada entrega al espacio abismal de un frenesí
interpretativo, de una abierta posteridad hermenéutica: a una voluntad
-quebrada, como una voz partida- de decir, de hacer ver, de mostrar el
mundo.#

¿En qué lugar sería trasparente el mundo, en qué lenguaje podría su verdad decirse? ¿Sería él el arte, ese lugar convocado a la puesta en obra
de la verdad, a la -esencia de la poesía- dicción pura del
ser?Respondiendo, rotundamente: Ni hay ese lugar cristalino ni esa
lengua de los dioses que tuviera entre sus poderes el investir en su
movimiento el mundo, ni es él el arte -que sólo sería tensión de serlo y
al mismo tiempo fuerza de reconocer su incapacidad, su insuficiencia.

Así, territorio trágico y nostalgia de ser abrigo y capacidad de
convertir en cómoda casa del hombre el mundo. Y entonces oscilación
paradojal entre la expresión de esa nostalgia que le empuja a adquirir
la forma de la promesa que sobre sí proyecta -misión, inexcusable tarea-
el anhelo del hombre y la fuerza de la honradez que le obliga a
reconocer su insuficiencia, su incapacidad para contener la plenitud del
sentido en presencia, su inadecuación para responder del
tremendo encargo de traslucir el mundo, la verdad, de resolver en la
producción de la forma el problema del claroscuro de la vida.

Y sólo entonces se cumple el arte como auténtico en tanto enunciación
contradictoria, tensión aporética y alegoría de -incluso su propia,
hasta diciendo ello– la radical ilegibilidad última de todo
enunciar. Sólo en tanto lo que en él se enuncia es, precisamente, la
insuficiencia de todo decir, su abertura, el hecho de que lo que en lo
que se escribe habla es siempre otro, siempre algo otro es dicho.

Y acontece entonces que a la presión de su ocurrencia como testimonio puro de la ilegibilidad, “el mundo todo se enciende convertido en escritura apasionante[2],
en signo liberado a interminable errancia. En abierto y fatal enigma a
cuyo borde nuestra mirada se asomaría ahora, de su mano, cautiva y
pura.

Es sólo de esta forma que el arte es espejo del mundo -como espejo
negro, al que al asomarnos nos embriaga el vértigo de contemplar oscura
nada, negrura, en que la esperada imagen o el verbo falta, por siempre
ausente, sin esperanza … En él como en el mundo …

#
En esa imagen ciega, reposar.Reposar de un cansancio infinito, de una
voluntad de sentido secular, arrastrada como pecado original a través
de las generaciones. Puede intuirse el rostro del abuelo del abuelo del
abuelo del abuelo del abuelo … de todos nosotros en ella: el rostro
original del hombre -como ansia del sentido. Inclinado sobre ese espejo
negro -que es la fe única del balizador del desierto, cuando se asoma
al último pozo que puntúa la frontera- sus rasgos se distienden, su
rostro se abre, toda tensión se alivia y el corazón estalla en el
margen roto de una identidad difusa.

Espíritu de la música, un canto profundo se libera entonces en una no-palabra
primordial -que ya no aspira al sentido, que es pura forma en
movimiento (cántico y no ya palabra). Esa clase de pensamiento mudo,
ciego, que simplemente sigue la oscilación del aire, que se acomoda a
los dibujos aéreos de un espacio de tensiones aún sin forma, liviana
presencia apenas de la imagen virtual que todo envía sobre todo. Música
pura, imagen aérea y amorfa, en ese canto sin palabra el pensamiento
reposa lacio sobre sí: y cae, dulce facilidad, sin peso sobre las cosas.
Allí, la forma recorrida no es producto de voluntad de sentido alguna,
sino aparición -como en un frottage, como si el pensamiento
no fuera sino una nieve leve que al caer desvelaría trazos y huellas ya
dibujadas por el orden de la tierra- misteriosa del orden de las
relaciones.

Todo a todo, equiválese allí el pensamiento de los hombres al de las cosas, proyección de resistencias recíprocas, sistema mundi.
Y qué diferencia resta entonces -saber de la melancolía del mundo-
entre decir y no decir, entre la voluntad de vida y el instinto que la
reconoce más allá de todo límite.

#

Subjetividad dispersa, el pensamiento acontece allí como episodio laxo y distendido de recorridos arteriales -que la misma organización material
del mundo preordena. Todo se refleja en todo, obliga a todo, y el
pensamiento que se ejerce desde la limpia laxitud -que es tarea de la
liturgia ritual del arte encender- a que se accede al dejar atrás el
cansancio infinito de la interminable persecución del sentido, no es
sino expresión de tal vibración monadológica del mundo: el más poderoso
pensamiento que nunca la especie humana ha podido consentirse.Y allí el
tiempo se congela eterno, en un instante ilimitado -pues son los
nombres de las cosas los que a veces dejan de corresponder, pero en su
latido el mundo no cesa de expresarse pleno, sin grieta. La herida del
mundo, el hombre, cierra sobre sí su desaparición, su rebasamiento,
su superación. Sin esfuerzo, como una muerte cálida que no es sino un
reposar del ansia, un experimentar la no exigencia del sentido. El
mundo es pleno en su latido intemporal, y la forma del pensamiento
cumplida en ese anidamiento es, también, sin bache, sin fisura. Nada le
falta -sino, ahora sí, destino.

Cascada de ángeles, el mundo quieto, sin historia, en un
instante-ahora que se abre pleno, conteniendo en sí su temporalidad
entera, extendido en el tiempo y el espacio sin límite, en toda
dirección -incluso hacia dentro: a todas sus posibilidades. Todo escrito
y revelado en cada punto, eco de todo en cada recoveco, reverberación
eterna y sostenida del mundo en un pensamiento sin sujeto, en una
historia -no del hombre.

Él, pobre, se enfrenta al abismo de ese pensamiento demasiado
terrible, demasiado potente, aterrado, intranquilo, incapaz de
entregarse. Quién podría así atreverse al arte, sabiendo que él es
precisamente ése lugar en el que,

poseyéndolo todo
no tendríamos dónde ir[3]

¿O nos atreveríamos todavía a esa soledad -de la compañia absoluta-, a
esa extraña forma de abandono al mundo -que nombraríamos nihilismo
extremo, y que, de Rilke a Breton, todos los verdaderos poetas han
pregonado: “abandonadlo todo / partid por los caminos”?

#

¿Cómo podremos aceptar que los caminos de la revolución de lo social
-única en que se cumple una verdadera de la experiencia- y la de los
lenguajes (el arte) no hayan encontrado su punto de confluencia? ¿Acaso
no es indudable que este fracaso es el fracaso -el fracaso por
excelencia- del siglo, de nuestra cultura, de Occidente, la verdadera
crisis de la modernidad?¿O es que acaso no estamos secretamente seguros
de que, caso de haberse encontrado ese lugar de convergencia de los
programas revolucionarios en la esfera de lo social y en la de las
formas abstractas de la experiencia -sobre la que interviene el arte-
esa aventura se habría visto coronada por el éxito?

Y cómo entonces, sino con profunda e insuperable melancolía,
podríamos aceptar que ese fracaso de nuestro siglo sea irreversible,
inexorable. Cómo, sino con un nudo en la garganta, asumir una
irrealizabilidad -que contrasta con lo que a nuestro oído de últimos
náufragos susurra un dormido poso de fe: que si ese punto se alcanzara
el mundo entero se vería transfigurado en ligereza y luz, perfecta
laxitud del ser, reinado ininterrupto de la libertad.

Pues cuando menos sabemos que no cabe llamar arte a nada que no posea
los poderes de ese trastorno radical que expulsaría de la vida de los
hombres toda sumisión -de unos a otros-, toda alienación -de unos por
otros-, todo resto de oscuridad -en un reparto de las luces que no
llegara a alcanzar a la totalidad de los hombres, al total de los
lugares en que hace masa la conciencia del mundo.

#

Como sabemos que no cabe llamar revolución a nada que no suponga
trastorno radical de la forma de la experiencia del mundo, consagración
de una forma de saber sobre el ser plena de transparencia, posada sin
peso en él. Y sabemos entonces que si arte y revolución no han sabido
encontrarse, hasta ahora, es porque nunca han sido tales -sino por
fulguraciones-: y que sólo en ellas y en sus fortuitos encuentros cabe
cifrar la única esperanza obligada: la de apropiarnos, como hombres, de
nuestro destino, de nuestro lugar en el ser …Y si quizás el tiempo nos
ha hecho sabios en desesperanza, en desconfianza hacia toda expresión o
uso edificante de la cultura que pregonara poseer las fórmulas para
alcanzar tan altas cimas, habríamos aprendido cuando menos a recorrer
el filo negativo de sus promesas, desde la línea de sombra que
atraviesa el reverso, de ya largo aliento, de una tradición -de la que
no podríamos, honradamente, declararnos ajenos, sino hijos.

He aquí lo que ella nos dice: que donde el signo edificante de un
proyecto general del mundo se alza, allí no hace sino legitimarse la
recaída inmovilizadora en la penosa estabilidad de esa forma mermada de
la vida que conocemos -despótico imperio capitalista del mundo. Y, por
contra, que sólo allí donde toda esperanza está ya abandonada, aquél
mudo reposo que excusa toda tensión y todo ansia de alguna plenitud del
sentido que el arte mismo revela tarea inagotable, enciende sobre un
tenue claroscuro la vibración breve de una última posibilidad -como (etánt donnés …
¿el bien conocido eco de la linterna oscilante retenida contra el fondo
sobre el que una cascada de agua eterna vomita el retornar implacable
del mundo sobre sí mismo. Esto se llamaría: extraer las máximas
consecuencias de la idea de una “crisis de la modernidad” -como
hubiéramos dicho “extraer las máximas consecuencias del significado de
la “muerte de dios””.

Y se trata entonces de no volver a aceptar esas servidumbres
respectivas del arte a la revolución o de ésta a aquél -que a la postre
no ponían una y otro sino al servicio de un proyecto mermado que a
ambos reabsorbía-, sino de encarecer el hallazgo del lugar en que
únicamente ambos son posibles: allí donde son lo mismo, donde no podrían separadamente ni concebirse.

Obligada búsqueda, única que hace todavía de la vida humana una tarea
digna. Y de nuestros tiempos finales época todavía heroica …

#

Simetría inversa de dos ficciones abstractas, teologico-políticas: la del fin de la historia y ésta de los últimos días.
En ambas hace síntoma y conciencia la condición terminal de una
cultura que conoce su fracaso en términos de incapacidad de
representación plena del sentido, de viabilidad de un proyecto
emancipado de sujeto, de realizabilidad de una forma digna de
convivencia en lo social. Conciencia del fracaso del humanismo, se
llama -con su más doloroso nombre- esta certeza oscura que nos
concierne irreversiblemente.En la ficción conservadora del fin de la
historia, sin embargo, esa condición terminal se pronostica eterna,
inamovible, insuperable, perpetua -incluso ello se pregona deseable,
culminatorio: banderola del pandémico neocinismo liberal. Por el
contrario, la alegoría luctuosa de la caducidad contenida en nuestra
ficción de los últimos días anuncia y proclama la urgente
suspensión de ese estado tedioso, su insostenibilidad. Y perfila, en
una visión fulgurante, su heterotopía, la apertura inclausurable del
mundo mucho más allá del cansino terrorializarle mermado del hombre
herido, roto, rendido en su alienación.

Por no más que un instante, aunque sea, como le es propio a la verdad del pensamiento durar. Y no sólo porque, ciertamente, “en
los dominios que nos ocupan, el conocimiento sólo puede ser
fulgurante: el texto es un rayo cuyo trueno sólo se deja oír mucho
tiempo después
[4].
Sino, más allá, porque es ese territorio del instante el que se cobra
-como territorio puro, profundo, inextenso y al mismo tiempo eterno.
Como puerta en que se sella el burdel del historicismo, abriéndose el
mundo a una visión panorámica -como la del ángel nuevo- capaz de
reconocer, “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos,
una sola y única catástrofe que no cesa de acumular fragmento sobre
fragmento, ruina sobre ruina
[5].
Instante pleno de un tiempo-ahora sin fisuras que recorre la totalidad
de los lugares del espacio y los tiempos, devolviéndonos rescatados
por igual pasado y futuro, la memoria toda de lo que se ha ido y la de
lo que habrá de venir -y aún de lo que nunca será o fue- contenida en
una iluminación profana que se enciende a la presión pura del presente
fugitivo, del pleno abandono a la ley mayor que escribe la forma del
mundo: que todo pasa y en nada rige sino caducidad.

Quizás sea esa experiencia de la temporalidad en lo fugaz lo que la ficción de los últimos días
nombra, una experiencia que de alguna manera nos corresponde
epocalmente -asumir lo cual representa aceptar como fuerte el
pensamiento de la posmodernidad, reconocer en él algo no puramente
negativo, sino auroral: reconocerle como profecía y anuncio del
estallido de la era del tiempo-ahora (como tiempo-pleno) que palpita en
la imaginación de los últimos días.

Si ese presentimiento fuera cierto, al asomarnos a su figura veríamos
cumplida la condición que Benjamin interpuso para confiar en algún
saber. Parafraseándole, por última vez, “nunca creeríamos en forma alguna del arte que no permitiera explicar por qué en los posos del café puede leerse todo el futuro”.

Como en ellos, éste se escribe en Los Últimos Días. Y dice, ciertamente, “esperanza” -aunque “no para nosotros”. Pero, maldita sea, quién la necesita: ¿acaso no basta con que la haya?


Este texto sirvió de introducción a la exposición “Los
Últimos Días” organizada por el autor en las Salas de Exposiciones del
Teatro de la Maestranza, en Sevilla, presentada en 1992. Eran artistas
presentes en la expo: Ignasi Aballí, Pep Agut, Pedro Cabrita Reis,
Hanna Collins, Jordi Colomer, Pepe Espaliú, Robert Gober, Rodney
Graham, Cristina Iglesias, José Maldonado, Reinhard Mucha, Juan Muñoz,
Hirsch Perlman, Simeón Sainz Ruiz, Jan Vercruysse y Jeff Wall.


NOTAS

[1] Friedrich Nieztsche, La Gaya Ciencia, 1882.
[2] Walter Benjamin, Origen del Drama Barroco Alemán, 1928.
[3] Leonard Cohen. La energía de los esclavos. 1972.
[4] Walter Benjamin, Le Livre du Passages, 1934.
[5] Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, 1940.

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