2 de setembre de 2010
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Escric sobre MB

Prepar un catàleg sobre Miquel Barceló. M’he llegit un fotimer de llibres, catàlegs, entrevistes, crítiques et caetera.
Avui trec aquesta antiga interviú (té més de deu anys) d’Elena Pita on hi trob una visió molt singular de MB captada amb finor i profunditat per una periodista que sap fer dir al pintor moltes de coses que el siluetegen, moltes de màscares que el mostren. Gràcies Elena Pita!

MB per Elena Pita

SE HA COMPRADO UN cuaderno y un rotulador y llega al tejar
cargado de propósitos como un niño de escuela para el verano. Trae también una
bolsa del súper con trapos y modelos animales: gorila, león, asno, cangrejo y
cabeza de pez muerto, en plástico y en formol. No empieza el verano: la luz
inaugura el otoño, pero Miquel Barceló, el mismo niño de todos los años, ha
llegado al fin a su isla, Mallorca. Sin nostalgia, habita desde hace 42 años un
tiempo indistinto. Lleva, eso sí, una prisa febril por hacer. Pulsión o
angustia que arrastra desde la isla negra de Lanzarote donde ha pasado el mes
de agosto inventando aguafuertes. Ideas como hormigas horadando en su cabeza,
sosiega la espera del momento con un libro abierto. Cuando nos vayamos, Miquel
Barceló correrá sobre la arcilla a derramar sus vómitos.

Va a hacer tres años que su hacer recala en esta
tejería de Jeroni Murtò, dos siglos sin pausa: las mismas tejas, idénticas
vasijas, platos hondos de la matanza que Barceló rompe y luego devuelve a la
realidad. Animales muertos cuelgan por los muros del caos. La muerte es un
tránsito a la vida sobre la arcilla. Hay un agujero junto a los campos de sus
padres labriegos, en Felanitx, que conduce al centro de la tierra: es el hueco
que deja la arcilla cuando la extraen.

Traen la arcilla hasta la taulera, en Artà, lugar
de tiempo indecible. Siguiendo la costa desde el pueblo, se llega a cabo
Farrutx, donde las pulsiones del artista comparten granja con 12 burros, 10
vacas, 100 ovejas, tantas gallinas y pavos, y perros, perros muchos. La casa,
dos montes y al pie, la barca. Sólo los cerdos, cautivos, aguardan el
sacrificio. No es un paraíso animal, es la infancia del de Felanitx: un yo
entre sus otros muchos.

Pregunta.-¡En
qué se parece la locura a lo que usted hace?

Respuesta.-No
creo que se diferencie en nada. Supongo que en la locura hay momentos de mucha
lucidez también. Debe de ser muy parecido, pero como hago eso todo el día nunca
tengo la suficiente perspectiva. La locura da miedo y el arte angustia mucho.
Conozco de cerca el miedo a la locura, es difícil hablar de estas cosas.

P.-Es
decir, que se parece sobre todo en la lucidez extrema.

R.-Sí, la
lucidez en medio del caos: es necesaria. Me cuesta hablar de esto, se me cierra
la boca.

P.-A lo
mejor no le interesa desentrañarlo.

R.-No,
por la misma razón que no me hago un psicoanálisis: prefiero cultivar mis
fantasmas, como crío y mimo a mis burros.

P.-De tal
forma que primero sucede la obra, casi inconsciente, y luego viene el sentido,
¡no es así?

R.-Siempre,
en mi caso. Claro que no todo es un accidente incontrolable, hay mucho de
voluntad y de tenacidad. Los cuadros deben producir ideas, no tienen que ser
producto de ellas, aunque en el fondo todos lo sean. Pero lo fascinante de un
cuadro es que nunca acabamos de entenderlo: ésa es la medida de su intensidad.

P.-O sea
que tampoco nunca la obra está acabada.

R.-Entender
y definir no forma parte del arte, es una necesidad de los occidentales de este
fin de milenio. El arte tiene otro poder que no es necesariamente racional. A
mí me gustan las cosas indecibles, el arte del que poco se puede decir, de ahí
esos nombres literales: melón y cuchillo.

P.-¡La
palabra pervierte?

R.-El
arte no tiene que ser nombrable. El artista es como un medium, ni siquiera es
consciente de sus hallazgos: el arte va más allá de lo que uno puede controlar,
es un estado de desesperación, un milagro que nunca se repite: no hay sistema.

P.-¡Qué
sentido pueden tener por ejemplo las cerámicas que ahora se exponen en la Juan
March?

R.-Es
arcilla, material esencial con el que Dios moldeó al hombre. ¡Quién fue
primero, Eva o Adán? Nunca me acuerdo. Es como un encefalograma finísimo, la
arcilla puede cambiar 20 veces de forma en un segundo, me gusta su
maleabilidad. Todo el proceso es muy elemental: arcilla, agua, fuego y si acaso
tierra negra y blanca. No representan nada más que mis asnos, los cerdos, las
mujeres, la muerte, claro, y todo lo que está a mi alrededor. Es un
autorretrato, no hay nada muy exótico.

P.-Da
ganas de tocarlas. Los niños las tocan cuando el vigilante del museo no mira.

R.-No me
extraña, está hecho con las manos, para tocarse. Surgen de formas utilitarias,
jarras, aceiteras… del plato de sangre para la matanza nace la misma cabeza
del cerdo. No hay nada posmoderno, aquí nunca se han dejado de fabricar estas
formas tradicionales, no hay recuperación; ha sobrevivido de forma natural: por
pura resistencia.

 

“Hacer exposiciones es
un lujo, un placer, lo que no es agradable es la bronca que conllevan”

 

 

P.-Habla
como si fuera la arcilla u otro ser ajeno quien creara. ¡Sucede en este proceso
como en el viaje, que el lugar no te descubre sino lo que ya llevas dentro?

R.-Eso lo
dice Kavafis en Ítaca: los monstruos no aparecen si uno no los lleva dentro. Yo
al principio venía aquí con proyectos, dibujos y así, pero me di cuenta de que
no servían para nada. Todo empieza a funcionar cuando consigues una intimidad
con el material, pero para eso hay que destruir cientos de cosas: después de
muchísimos fracasos cada grieta va cogiendo sentido. Por cada pieza que consigo
hacer he tirado cien, porque las llevo al límite de la resistencia física, las
veo derrumbarse delante de mis ojos, montañas de piezas rotas que luego vamos
reciclando. Es un proceso de dar sentido al caos y eso sólo se consigue con una
enorme intimidad: hay que convertirse uno mismo en arcilla, o en pintura.

P.-¡Y ese
sentido que se consigue, es siempre el diálogo entre la vida y la muerte o hay
algo más que interese?

R.-Es el
tema universal que está en el fondo de todo. Fatalmente es así: todo se va
reduciendo a ello, pero no es una elección deliberada. Yo me di cuenta de que
cogía barro y enseguida me salía una calavera del tamaño de mi cabeza. Son
cosas que ocurren y que te las explicas después.

P.-Picasso
decía que creaba y catalogaba sus piezas para ayudar a la ciencia a entender al
hombre. ¡Usted para qué pinta?

R.-No sé
por qué hago las cosas, la verdad. Seguramente por muchas razones distintas, no
hay una sola que me mueva. Es producto de la necesidad, eso está claro; supongo
que con el tiempo llegaré a saberlo.

P.-¡Cuando
dice necesidad quiere decir angustia?

R.-Sí,
claro, la angustia es el motor: no sé de dónde viene. Todos tenemos angustias.
Yo la utilizo para mi trabajo; utilizo todo lo que me rodea. También está la
curiosidad.

P.-¡A qué
edad empezó a sentir esa angustia?

R.-De
niño.

P.-¡Y qué
fue lo que hizo?

R.-Empecé
a pintar cuando era muy pequeño. Como mi madre pintaba y en casa había óleos y
pinceles y telas y libros, enseguida congenié con el espesor de la pintura. No
me acuerdo de no estar pintando.

P.-Eso
que contaba de Kavafis…

R.-No, lo
contabas tú.

P.-No, eso
lo dijo usted cuando llegó a África: uno sólo encuentra lo que lleva dentro.

R.-Cuando
fui a África no sabía nada del lugar a donde iba. En el desierto reconocí el
mundo de mi infancia, me fascinó.

P.-¡Miquel
Barceló sigue siendo idéntico a ese niño?

R.-Sí,
son los otros quienes ven que uno envejece. Todos los días me alegro muchísimo
de no tener que ir a la escuela.

P.-En las
cerámicas se intuye bastante de ese olor a infancia: peces muertos en el fondo
de una vasija.

R.-Sigue
siendo mi vida, no es algo que recuerde con nostalgia, son cosas que vivo y
ahora comparto con mis hijos. No son recuerdos de una infancia idílica, que
además no lo fue: mi infancia fue más bien difícil. No hay ningún paraíso
perdido: sigo pescando muchos pulpos.

P.-Ya
sabe que las biografías abrevian y cuentan las vidas como cuentos. La suya por
ejemplo parece una madeja de azares: y de repente sobrevino el éxito.

R.-El
éxito es siempre una visión exterior. En el taller, lo normal es el fracaso,
pero eso no se ve. Éxito se considera vender un cuadro por no sé cuántos
millones, pero realmente eso es sólo una cuestión de mercado, no es mérito mío,
aunque espero que tenga algo que ver con la calidad de la obra.

P.-¡El
azar es determinante?

R.-En
cada momento. Hay que saber reconocer en la vida diaria los hallazgos
inesperados, hay que tener el ojo entrenado. Las cosas ocurren cuando uno está
atento. Es como reconocer en un cuadro una mancha desencadenante del sentido,
pero si uno no está ahí pintando, no sucede nada. Yo quiero pensar que las
cosas siguen sucediendo incluso cuando no estoy, mi problema es no tener varios
yos, uno que viva en Malí, otro en París, otro aquí: tengo la sensación de que
cuando llegue a Malí encontraré que mis cuadros se han ido pintando. Ésa es mi ilusión,
aunque es un poco esquizo. Siempre he admirado a Pessoa, me parece tentador
tener heterónimos. Ahora asocio esos yos con mis talleres.

P.-¡Siempre
hay un viaje?

R.-Sí,
que descubre otros heterónimos, pero por ahora prefiero no saber demasiado de esto.
Piensa que el artista trabaja con su propia vida. El guión se va inventando, no
hay proyecto.

P.-Para
que ese azar o ese viaje se produzca, ¡es necesaria la crisis?, ¡el orden es
estéril?

R.-Soy
especialista en vivir en crisis permanente (se ríe); joder. A veces envidio las
vidas tranquilas, a esos que riegan las plantas (vuelve a reírse).

P.-¡Qué
crisis le trajo aquí, a la alfarería?

R.-Cada
20 de noviembre matamos un cerdo. Hace tres años invité a Jerony, porque había
pensado en trabajar con la arcilla de Mallorca y alguien me había hablado de
esta alfarería. Al día siguiente empezamos a trabajar, en medio de un frío
tremendo.

P.-Los
críticos se preguntan qué sentido tiene este regreso a la tierra en esa
progresión suya hacia lo orgánico y los orígenes.

R.-Estoy
en los orígenes, no los estoy buscando. Pensar que el arte ha avanzado mucho
desde Altamira a Cézanne es una pretensión occidental, vana: la pulsión, la
necesidad del artista es casi la misma. El formato no tiene mucho interés, lo
importante es la intensidad de la obra, el resultado. La modernidad está en el
interior, no en el pellejo.

P.-¡Cómo
es su relación con la naturaleza cuando está aquí?

R.-Ya
ves, vivo en contacto con ella. También en París vivo muy cerca de la
naturaleza urbana, tengo una relación fuerte con las cosas que me rodean. Pinto
lo que como, todo es muy próximo. Me parece una pulsión muy sensual ver un
melón abierto.

P.-¡Cree
que la ciudad despersonaliza?

R.-Depende
de la actitud de cada uno. A mí me gustan mucho las ciudades grandes, supongo
que será porque he nacido en el campo. Me gustan las librerías, los cines, los
bares, los coches, la gente. En el campo vivo muy solo, en la ciudad veo más
gente, aunque todo sucede en un día y luego me encierro durante meses para
trabajar.

P.-¡Su
trabajo en el taller de París no es demasiado fácil, frente a lo que sucede
aquí o en Malí?

R.-¡Cómo
fácil? No, nunca es fácil. Pintar siempre me resulta difícil. Si las cosas
salen fácilmente no funcionan. Hombre, es distinto, en París hay taxis y en
África voy andando; pero las mayores dificultades ocurren en el cuadro. Yo creo
mucho en la necesidad de esfuerzo para lograr algo, y que luego parezca que se
ha hecho solo. Aspiro a la ligereza.

P.-¡Incluso
en París consigue mantenerse al margen de la presión del mercado, tan
competitivo?

R.-No me
lleva ningún trabajo, no sufro presiones: cuando tengo algo que quiero enseñar
es una suerte poder elegir el lugar. No tengo que cumplir ningún expediente: si
dejara de trabajar no expondría.

P.-Por
ahí dicen que no le gusta exponer, pero se ve que no es así.

R.-Hacer
exposiciones es un lujo, un placer, lo que no es muy agradable es la bronca que
conllevan. A las inauguraciones voy por cortesía, y porque el plan Salinger,
del que ni tan siquiera hay fotografías, me parece muy trabajoso. No soy Isabel
Preysler, más o menos voy pasando, nadie me persigue por la calle.

P.-A la
retrospectiva del Reina Sofía le han llamado antológica, ¡eso no suena a
homenaje, a muerto?

R.-Un
poco, pero ¡qué diferencia hay? Nunca he entendido bien cómo funciona esta
terminología. Son 300 dibujos en papel, desde el 79 al 89, desde los 17 años
hasta hoy, y aunque contar por décadas me parece muy profesoral, evidentemente
tiene una ambición en el tiempo, es un privilegio. El papel no me parece menor
que la pintura sobre tela, yo no hago jerarquías de valor.

P.-¡Qué
pasaría si un día perdiera la vergüenza frente a sus obras?

R.-Sería
raro, me parece tan lejano. Supongo que habría dejado de interesarme
completamente. No sé lo que haría porque no tengo alternativas, no estoy muy
seguro de nada.

LA OBRA DE UN SOLITARIO

Miquel Barceló es el más
cotizado y exportable de nuestros pintores jóvenes.

Hasta hace bien poco un gran número de jóvenes
españoles soñaban con llegar a ser un día como el pintor mallorquín Miquel
Barceló. La euforia aún reinaba entre los vendedores de arte y los
especuladores habían conseguido hinchar las cotizaciones de las obras de los
jóvenes artistas. Se creía en la irreversible ascensión de los precios y que
habría dulces para todos y para siempre.

El ejemplo de Barceló, de su carrera meteórica
que en escaso pero contundente tiempo le había concedido no sólo amplia riqueza
y fama (algo fundamental para el narcisismo neoliberal del fin de siglo) sino también
una suerte de rocambolesca leyenda romántica de viajero en África (un
ingrediente adicional que condimenta siempre el áureo confort de cualquier
triunfador), fascinó por igual a los aspirantes al éxito como a los asombrados
espectadores del fenómeno. Era la primera vez que un artista español muy joven
obtenía un fulgurante reconocimiento internacional y era lanzado como una
verdadera estrella del rock al centro mismo de los mercados artísticos, ávidos
de novedad y necesitados de productivas inversiones.

En la obra de Barceló se condensaba esa frescura
centelleante del sur, esa luz mediterránea que transmitían los grandes maestros
españoles: Pablo Picasso y Joan Miró. Pero además no era para nada impermeable
a la vigorosa tradición neoexpresionista que heredamos de la mejor pintura de
Alemania, unido todo a un sentimiento hedonista hacia la naturaleza y el gozo
del hombre, una combinación bastante perfecta como para conformar el híbrido
gusto europeo del momento y con muy buenas posibilidades de exportarla a los
coleccionistas de Estados Unidos, sobresaturados ya de tanta gélida instalación
posmoderna y neodadaísmo pretencioso.

Nacido en el pueblo artesano de Felanitx en 1957,
nuestro héroe estudió apenas durante dos años en la Escuela de Artes Decorativas
de Palma y sólo uno en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona. Pronto
comenzaría a exponer en el Museo de Palma y en galerías comerciales
mallorquinas, para dar enseguida el gran salto a Barcelona y Madrid en los
primeros años de la década del 80, y al calor de una nueva
“reinvención” de la pintura. Al cumplir los 25 años consigue exponer
con éxito en París (en una galería de la importancia de Yvon Lambert) y un año
después recibe la bendición del galerista suizo Bruno Bischofberger, que será
su auténtico descubridor en Europa. En 1986 tendrá en el legendario Leo
Castelli, fallecido este verano en Nueva York, su gran embajador al otro lado
del océano. Su galerista madrileña, a partir de esta década, será siempre
Soledad Lorenzo, y su vida y su trabajo se repartirá entre sus casas y talleres
de Mallorca, París y Malí.

¡Cuál es el secreto de ese éxito tan rotundo? Una
pregunta de respuestas múltiples y contradictorias. Está el azar de encontrarse
con un joven talentoso que estaba en el lugar adecuado en el momento preciso y
está también la necesidad de descubrir una pintura que sea reconocible por el
gran público y a la vez tenga una calidad suficiente para que permita su
aceptación por los llamados “expertos”.

Barceló no sale evidentemente de la nada. Tiene
unos maestros cercanos como el pintor alemán Anselm Kiefer -que es 12 años
mayor que él y al que le une ciertos tics técnicos aunque difieren
temáticamente-, y juega con maestría las cartas de la autorreferencia y la
autoalimentación. “Su pasión por la literatura” es usada como una
exégesis de su obra y él mismo es autor de dietarios que a veces usa de
prólogos a sus catálogos, en los que suele eludir los clásicos artículos
didácticos de los críticos. Ha cultivado una imagen de hombre solitario, que no
llega nunca al atormentado ni al malditismo, modelos pasados de moda, pero sí a
cierto misterio alrededor de una vida en la que hay riesgo y aventura.

Ahora el Museo Reina Sofía de Madrid abre las
puertas de una exposición en la que se mostrará una selección de su obra sobre
papel, una forma de darle esa confirmación que todo artista triunfador quiere
recibir en su tierra, aunque tenga ya muchas pruebas de estima en otros países
como la individual que en 1996 le dedicó el Jeu de Paume y el Museo Georges Pompidou
de París.

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