21 de novembre de 2008
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L’ART ÉS SUBJECTIU, PERSONAL I INTRANSFERIBLE

Un quadre el miren dos subjectes, dues persones, dos humans.
El subjecte A el troba magnífic.
El subjecte B el troba horrorós.
Qui té raó?
El dos.
L’art i la literatura i la música no són ciències ni tecnologies. La ciència i la tecnologia ha de ser objectiva, i si una llei serveix a Mallorca ha de servir a Honolulú.
Per això l’art de Barceló té amadors i odiadors.
Com que som un amant del debat vet aquí un article de Xavier Antich publicat el proppassat 19 de novembre a La Vanguardia que diu la seva sobre la cúpula ginebrina i sobre l’obra barceloniana.
DE QUE HABLAMOS-XAVIER ANTICH

Originalmente en La Vanguardia

Tal vez sea uno de los títulos más citados de la literatura
norteamericana reciente: De qué hablamos cuando hablamos de amor.
Raymond Carver encerró a cuatro tipos en la cocina y allí los dejó,
bebiendo ginebra y charlando de amor. Bueno, de lo que cada uno de
ellos entendía por eso que llamamos amor. Terri habló del hombre con el
que había vivido y que, parece, la quería tanto que había intentado
matarla. Mel, su actual compañero, no tenía dudas al respecto: “No me
interesa ese tipo de amor. Si para ti eso es amor, allá tú”.

La escena me ha venido a la memoria estos días, cuando, a propósito
de la pomposa cúpula de Ginebra pintada por Miquel Barceló, se está
diciendo de todo. Bueno, casi de todo. Porque de lo que más se está
hablando es de la millonada que ha costado y, sobre todo, de esos miles
de euros desviados, por lo que parece, de mejores objetivos. La
conversación ginebrina de Carver acaso permita mirar la polémica desde
otro sitio. Se ha hablado de la grandeza de la obra por sus 1.400
metros cuadrados. Y se ha calificado de titánico el procedimiento
chorreado del pintor, que estaría combatiendo como un nuevo Ícaro
contra la fuerza de la gravedad. Y se ha equiparado su trabajo con las
cúpulas de Miguel Ángel o de Chagall.

Pero, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de arte? En todas las
épocas de la historia encontramos ejemplos de eso que, durante el siglo
XIX, se denominaba arte pompier y que ha pasado a ser el emblema de un
arte resultón, grandilocuente, complacido y complaciente. Un arte que,
sin embargo, la historia ha relegado como insignificante a pesar de su
efímero brillo. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos celebrados pintores
que obtuvieron, durante todo el siglo XIX, los méritos y elogios de los
salones oficiales de París, mientras artistas de la estirpe de Courbet,
Manet o Cézanne pasaban, entonces, casi desapercibidos? Algo así, me
temo, sucede con Barceló. A nadie que sepa de qué va el arte de nuestro
tiempo le puede pasar por alto que el suyo es un arte irrelevante.
Gigantescamente irrelevante, si se quiere, pero irrelevante al cabo.
Tanto como el de muchos de aquellos otros artistas que un extraño
mercado ha erigido como los más cotizados entre los vivos, un ranking
que encabeza el ínclito Damien Hirst. Es cierto que todos ellos dan que
hablar. Pero lo que dan a ver, por el contrario, es más bien poco. Pues
poco tienen que ver con el conocimiento. Su territorio es el de lo
ornamental, la categoría central, en el mundo del arte, para la cultura
del entretenimiento. No nos engañemos. El arte nos enseña a ver, a
mirar de otro modo. A veces incluso nos llena los ojos de cristales
rotos y así, además, duele. No complace, ni nos deja tranquilos. Nos
inquieta. Lo demás tiene más bien que ver con los fuegos artificiales.
Una actividad dignísima. Pero cuando hablamos de arte, no estamos
hablando de eso. Ni hartos de ginebra.

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