José Manuel Almerich
La niebla es tan densa que perdemos de vista el vehículo apenas cerrada la puerta. Es una locura plantearse la ascensión con este tiempo, donde además el viento húmedo sopla con la fuerza de un tornado y te moja como la rociada de las olas. En la montaña hay que saber renunciar y dejar, para otra ocasión, el deseo de conocer esta pequeña parte del planeta que sobresale entre las nubes. Las brumas no paran de moverse y nos rodean casi por completo. Podrían cortarse a cuchillo y dejarnos pasar a través de ellas, para alcanzar la cumbre y desde allí, volver a ver la luz del sol sobre un inmenso mar de blancos algodones.
Durante varios días recorrimos a pie los caminos del agua, los estrechos senderos entre grandes bejucos y lianas de hojas enredadas que cubren las levadas, una red de acequias que llevan el agua del norte lluvioso al sur semidesértico. Un complejo entramado de acequias que alcanzan en su conjunto, más de mil cuatrocientos kilómetros en una isla de apenas 737 kms cuadrados. Una verdadera epopeya iniciada hace más de cinco siglos donde hombres valientes trabajaron suspendidos en cuerdas amarradas a los troncos de los árboles o a las rocas que se asomaban al vacío. Hombres que, metidos en cestas, perforaban la lava hasta abrir paso a los canales o construir acueductos para salvar arroyos y profundos barrancos. Sacos de arena y cemento eran llevados por estrechos senderos entre abismos escalofriantes hasta los lugares de trabajo mientras los agricultores construían pequeños rellanos en terrenos cultivables hasta edificar espectaculares paisajes humanizados que apuntaban al cielo. Y así hicieron fértiles tierras sin dueño hasta el punto de que la historia de Madeira es la historia de la lucha por atrapar el agua y sus acequias, su propia vida. Sin agua, los campos jamás se habrían creado, y sin ellos, los habitantes de la isla se habrían visto abocados la miseria. Al igual que en la huerta de Valencia, los sistemas de irrigación se rigen por un estricto tribunal que juzga y decide los turnos en virtud de una justa distribución del agua: los levadeiros.
Madeira es un fragmento de Portugal a la deriva en medio del océano, una seducción para los que aman la naturaleza y practican el deporte más natural que existe: caminar. Como el resto del país, es tierra de navegantes y poetas, no tanto de pescadores. Costas lazeradas por el Atlántico, largas playas de cantos rodados y acantilados sobrecogedores. Imponentes montañas barridas por los vientos o coronadas por las nubes, vestidas con un manto de flores que dan al archipiélago su perfume inconfundible. Puedo imaginarme la visión de los primeros exploradores cuando descubrieron esta isla en 1419: una extensión deshabitada y cubierta de bosques por lo que la llamaron la isla de la Madera. En poco tiempo los primeros colonos prendieron fuego a la espesa selva y se cuenta que el incendio duró siete años. Tras el desbroce los campesinos esculpieron las vertientes de las montañas para convertirlas en terrazas que dan a Madeira una fisonomía propia. Desde las partes bajas llevaban a sus espaldas las cestas con la tierra que les faltaba más arriba, porque los animales de tiro nunca se adaptaron a la isla. Hoy, los nuevos colonos van cargados con mochilas pero no para cargar tierra, sino para recorrer a pie los senderos y adentrarse como la sangre por las venas, en el corazón del bosque. Entre bananos, papayos, hortensias, geranios y buganvillas transcurren los caminos. Y los cultivos de guayabas, aguacates, mangos y chirimollas indican a los caminantes que algún pueblo queda cercano colgado en las vertientes.
Contemplamos las ballenas desde los mismos acantilados y recorrimos en solitario la Punta de San Lorenzo, uno de los paisajes más áridos y salvajes de la isla. Y a la noche, comimos bacalao a la brasa con verduras frescas, unas gotas de limón y aceite de oliva. El vino de Madeira también hace a la isla más mediterránea: porque en mitad del Atlántico son demasiadas coincidencias: viñedos en terrazas abiertas al mar, regueros de agua cristalina, huertas y barracas, como las valencianas, pero pintadas de azul y rojo. Es la lucha por dominar y controlar el agua lo que nos hace semejantes.
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