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El bloc personal de José Manuel Almerich

23 de maig de 2010
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LA MEDINA DE FEZ

Fez es el emplazamiento medieval más antiguo del Islam, el paradigma por excelencia de la medina musulmana: un mundo abigarrado y denso, difícil de comprender y lleno de secretos. Un laberinto humano repleto de sensaciones donde cualquier rincón está lleno de vida, miseria e ilusiones

José Manuel Almerich

Imaginad un universo entero encerrado entre murallas. Imaginad una espiral de fuerza que te arrastra y te impacta de tal forma que jamás ninguna ciudad te volverá a parecer igual. Imaginad uno de los lugares más inquietantes del planeta, con diez mil calles y trescientas mil personas que no se ven pero te observan. Imaginad un laberinto humano repleto de sensaciones donde cualquier rincón está lleno de vida, miseria e ilusiones. Un mundo donde todo es posible y donde el olor de la piel curtida se mezcla con el aroma de la fruta fresca, el cilandro y la hierbabuena.

Fez es el emplazamiento medieval más antiguo del Islam, el paradigma por excelencia de la medina musulmana: un mundo abigarrado y denso, difícil de comprender y lleno de secretos. Una ciudad que en su origen fue la recreación del paraíso y donde se asentaron los conocimientos médicos y artísticos más avanzados de la cultura califal. Un lugar donde todo se mantiene igual que el mismo día de su fundación y donde la Alhambra sería aquí un palacio más o la mezquita de Córdoba una de tantas que quedan dispersas por la ciudad. Un lugar donde los callejones más mugrientos esconden, tras las puertas carcomidas, palacios inimaginables con paredes recubiertas de pan de oro y símbolos geométricos dibujados con piedras preciosas. Una urbe de lujo y opulencia, discretamente oculta cuya religión no permite la ostentosidad hacia fuera pero deja total libertad de puertas hacia dentro.

Fez es un paisaje donde el hombre es el único protagonista. Mendigos y comerciantes, alfareros, ebanistas, aguadores, charlatanes, dentistas en la calle, curanderos bereberes y contadores de historias que no te dejan dormir. Burros cargados hasta lo indecible de botellas de butano sucias y abolladas,  tiendas abarrotadas de aceitunas, dátiles, dulces de miel y mandarinas. Gatos que te siguen como dueños de la calle y animales vivos que esperan en las carnicerías su trágico destino. Carne fresca colgada en las jambas de las puertas y cabezas degolladas que no ofrecen dudas sobre su autenticidad. Artesanos, torneros, fabricantes de ataúdes y carrozas, latoneros, curtidores que se afanan en la urdimbre entre la pestilencia de los tintes y el insoportable olor a muerte. Muerte que se torna vida cuando, alguien te sonríe y te regala, poco antes de subir a la azotea para verles trabajar, una rama fresca de menta recién cortada.

Nada más atravesar la puerta esmaltada de Bab Boujeluod, una de las cuatro entradas a la Medina, un cúmulo de intensas sensaciones se apodera de ti. Su arco deja entrever el alminar de la mezquita de Sidi Lezzaz y la calle principal que se abre ante nosotros. Hay que tenerla siempre presente en la mente si te atreves a entrar. Orientarse no es fácil y esta calle puede ser la única referencia. Has cruzado la línea del tiempo, la estrecha raya que separa Oriente de Occidente, la modernidad de la Edad Media, los vehículos a motor de los mulos cargados con alforjas, las grandes avenidas de las estrechas y oscuras callejuelas de la mayor ciudad peatonal del planeta, declarada en 1981, Patrimonio de la Humanidad.

La medina de Fez esconde entre sus murallas oscuros secretos y antiguas tradiciones. Una amalgama extraña donde todos los sentidos a la vez y de repente, comienzan a funcionar. Una ciudad para oler, probar y tocar, para rendirse agotado ante las cientos de callejas sin salida y visitar, como algo imprescindible, la Medersa de Bou Inania, la única escuela coránica a la que se puede entrar sin ser musulmán. Cuando se acerca el crepúsculo nos retiramos al hammam, no sin antes contemplar la ciudad desde la terraza del Hotel Palais que fue en 1879, la residencia del Gran Visir de Jamaï. Desde aquí, las casas del color de la tierra, parecen apelmazadas y pegadas unas a otras sin apenas dejar pasar la luz. Coronadas por cientos de antenas parabólicas como aureolas de santidad, por ellas penetra el influjo de occidente en un mundo anclado en el medievo.

Apenas me queda fuerza en las manos para escribir estas letras tras haber llegado, no se como, al hotel. En los baños árabes, compartiendo el suelo con el resto de marroquíes, he estado demasiado tiempo en el caldarium, la zona más caliente donde surge el vapor al contacto del agua con el suelo. La temperatura es tan elevada que la tensión me ha caído de tal forma que apenas puedo levantarme. Me desplazo, casi a rastras, al tepidarium o sala templada. Allí me espera el masajista -no recordaba que lo había pagado con la entrada- quien sin muchas contemplaciones me tumba en el suelo boca abajo, al centro de la sala, y comienza el ritual convirtiendo mi cuerpo en un monigote de plastilina que moldea a su antojo. Con el rostro pegado al suelo, y aplastado por él,  me llega el agua sucia de todos los que me rodean, una mezcla espesa de sudor ajeno, jabón de aceite reciclado y restos de las exfoliaciones. Cierro los ojos y pienso, que si supero esto, quedaré inmunizado para el resto de mis días.

Os adjunto unas fotos

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