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El bloc personal de José Manuel Almerich

9 de juny de 2006
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KATRINE

Katrine

José Manuel Almerich

“Las islas se dejan abrazar por el mar, y el mar se deja envolver por las montañas. Una fina lluvia empapa mi cuerpo y el frío viento me acaricia el rostro, recordándome, que el paisaje escocés no es un sueño.Entre bosques, valles y lagos, mis recuerdos me llevan a tí.”

 

Isla de Skye.

Primavera de 2004

 

 

                El barco hacia la isla de Mull estaba a punto de partir. Pude subir con el tiempo justo y llegué al centro del mismo sin bajarme de la bici. Las ruedas se deslizaron lateralmente a causa del salobre y estuve a punto de caer sobre el suelo de metal. Tras entregar el billete al encargado, dejé la bicicleta apoyada sobre la pared tantas veces repintada. La sujeté con unas cortas amarras y subí con cuidado por las escaleras. 

                A Katrine la conocí al llegar a la terraza de popa. El viento helado impedía estar a gusto contemplando el paisaje de los fiordos, por lo que opté por guarecerme en la parte posterior, más soleada y resguardada. Me miró con curiosidad, como siempre suele ocurrir cuando llegas por primera vez a un lugar y vas cargado de equipaje, con las manos ocupadas y ese aspecto de inútil despistado que no sabe muy bien donde sentarse. Me sonrió y le devolví la sonrisa agradecido. Este tipo de gestos tan frecuentes en Escocia me habían llamado la atención desde el primer momento de mi viaje. Ya en la estación, las dependientas de los puestos de flores te sonreían, la encargada de la limpieza, las empleadas del andén y cualquier mujer a la que mirases discretamente, te respondía con una sonrisa. En España miramos con frecuencia. A veces nuestro radar de localización funciona con sorprendente efectividad, pero las mujeres no sonríen salvo contadas excepciones.                  Aprovechando la incipiente simpatía me acerqué a ella. Deposité el casco y la mochila, junto con parte del equipaje en el asiento libre. Me quité el gore y los guantes, y observé con detenimiento el resto del recinto. Había pocos viajeros; una pareja mayor que no dejaba de mirarme, un escocés con una gorra a cuadros cargado con una enorme maleta y una familia compuesta por el padre y sus dos hijos que también recorrían las Hébridas en bici. Pensé en la satisfacción que debe ser para un padre que le acompañen sus hijos en este tipo de viajes tan poco convencionales. Mientras estaba abstraído en estos pensamientos, Katrine se acercó a mí y me preguntó algo sobre un mapa desplegado.

                 – I’m sorry. -le dije- Speak slowly please. I don’t speak english very well. Where are you from?

                 Katrine era americana aunque su nombre era de origen escocés. Viajaba sola y pensaba pasar varios meses en Escocia. Eso explicaba la enorme carga que portaba en las alforjas. Además de las traseras, llevaba también alforjas delanteras y una enorme mochila a la espalda. Demasiado peso para una bici, pensé, y mucho más todavía si lo tiene que arrastrar una mujer.

                 Mientras hablamos pude fijarme en ella. Aunque a simple vista Katrine no era demasiado guapa, tenía cierto atractivo y un largo y fino cabello rubio. Sus piernas eran esbeltas y proporcionadas a su estatura, pero estaban marcadas por el esfuerzo y los golpes de los pedales automáticos. Me di cuenta que algunas de sus pequeñas varices habían producido derrames a causa de la fuerza que tenía que hacer para pedalear. Los brazos, largos y finos, estaban bronceados por el sol aunque los tenía marcados por infinidad de picaduras de mosquitos, una verdadera pesadilla que acompaña a los viajeros en esta época del año.

                 Suelo enamorarme muy rápidamente, especialmente si la aspirante es rubia y de ojos claros, el tipo de mujer que siempre me ha gustado y que parece que desde mi infancia ha ocupado parte de mi mente. Es como si me recordase los cuentos de princesas. Katrine me pareció interesante, y me mostré con ella, mucho más amable que de costumbre.

                 Le conté mi proyecto de viaje y el itinerario que tenía previsto. Quería llegar hasta las islas Òrcadas, la parte más solitaria y despoblada de Gran Bretaña. Allí todavía se conserva en esencia la cultura celta mas primitiva y es posible visitar restos prehistóricos de gran interés arqueológico. La costa atlàntica, estriada por largas rías de origen glaciar junto con la influencia escandinava, hacen que tanto las Òrcadas como Shetland tengan un ambiente cultural y paisajístico muy distinto al resto de Escocia.  Para ello tenía previsto combinar tren y barco para posteriormente volver hacia el sur, desde Thurso hasta Inverness atravesando las Highlands. Desde Inverness, siguiendo en parte el Great Glen Way llegaría a Fort William donde descansaría un dia entero de la bici e intentaría ascender al Ben Nevis. Desde Fort William continuaría hasta Killin y por el Highland Trail, un carril bici que atraviesa toda Escocia, y  llegar hasta Altskeith, uno de los lugares más hermosos del planeta. El punto final de mi viaje sería Edimburgo donde si no me fallaban los cálculos, podría disponer de un par de dias visitando la ciudad.

                 Los planes de Katrine eran muy distintos; ella pensaba adentrarse en las Hébridas exteriores y desplazarse hacia el oeste. Tenía idea de recorrer estas islas por sus caminos más recónditos, en realidad pistas de tierra abiertas para la explotación forestal, y después llegar hasta la península de Gairloch donde pasaría dos meses en una granja trabajando. Supongo que para recoger algo de dinero y poder seguir su viaje de vuelta a Estados Unidos. Estuvimos viendo el itinerario con detenimiento pues era el que mayores dudas y problemas planteaba, ya que en su mapa no aparecían con detalle los caminos sin asfaltar. Mi mapa, traído de España y editado por Michelín, era mucho más completo. Sobre su mapa marcamos la ruta a seguir ya que no quiso aceptar el mío de regalo.

                 Hice coincidir mi trayecto con el suyo un par de etapas. Así podría viajar con ella y conocerla mejor. Katrine se mostró encantada y decidimos seguir juntos. Desembarcamos en Craignure una hora después y recorrimos toda la vertiente noreste bordeando la línea de costa. Descansamos un rato al comienzo de una larga y solitaria playa de arena negra. Algo alejadas, un grupo de focas sesteaban al sol sobre un islote en el centro del fiordo. Tomamos café en un bar de mal aspecto donde los personajes, las fotos colgadas y el color de las paredes eran de una cutrez memorable. Llegamos, atravesando un alto y solitario páramo, a Tobermory, donde volvimos a embarcar en el ferry para cruzar a una de las penínsulas de la costa de Argyll. Tobermory es un encantador pueblo gaélico, con las casas pintadas de colores alineadas a lo largo de la bahía. La luz era magnífica y resaltaba la belleza del pequeño puerto pesquero donde fue hundido, en 1588, el galeón español Florida, uno de los componentes de la Armada Invencible.

                 Embarcamos y pasamos a la península. Al descender del Ferry preparamos las bicis y continuamos el viaje. Debía llevar mas de treinta kilos sobre su Specialized, una buena máquina bien adaptada a este tipo de travesías. Estaba fuerte, me costaba seguirla y me costaba mucho más entender lo que me decía. No paraba de hablar, incluso en las pendientes más pronunciadas, y ella sola se reía de sus comentarios. Yo también me reía, por no quedar mal, aunque no entendía absolutamente nada. Se la veía feliz y contenta, pero sabía que era más por el espléndido paisaje que por mi compañía. Aquel día salió soleado, el primero realmente bueno, desde que estaba en Escocia. La preciosa carretera asfaltada que comunicaba Kilchoan con Glenborrodale y Salen ascendía y descendía colinas tapizadas de turberas, siguiendo el trazado de un antiguo camino celta. Su estrechez no permitía el paso de dos vehículos a la vez pero esta situación no se daba con frecuencia. La carretera estaba tan integrada en el entorno que apenas se notaba su trazado. Ascendimos un pequeño puerto sin apenas darnos cuenta. Katrine demostró estar en perfecta forma física y según me confesó, solía participar en campeonatos de descenso de BTT en Norteamérica. Esto explicaba su alto nivel. Tras el collado, el camino descendía de nuevo al mar. El sol nos acompañó durante toda la mañana y el viento, aunque suave, nos era favorable. Desde Salen continuamos hasta Ardmolich y paramos a comer en un lugar paradisiaco. Este fiordo adquiere, con la marea baja, unos tonos grises que brillaban con fuerza a la luz del sol. Los reflejos plateados quedaban a menudo rotos por las aves que volaban a ras de la superficie. Dormimos una pequeña siesta y tuvimos que recurrir al agua de un arroyo cercano puesto que no encontramos agua potable durante todo el recorrido. Tras el descanso, remontamos de nuevo un pequeño puerto para descender otra vez al mar por la vertiente opuesta a la entrada del fiordo. Junto a Lochaillort había una pequeña estación y optamos por coger el tren. Según el mapa, los cincuenta kilómetros que nos quedaban hasta Malloig eran de carretera nacional, poco atractiva y muy transitada. Una vez más, Katrine me demostró su fuerza  al ser capaz de levantar con una sola mano la bicicleta cargada cuando a mí me resultaba imposible moverla con ambas.

                 El trayecto hasta Mallaig en tren fue muy agradable. Katrine agradeció haberme conocido y destacó mi capacidad de organizar el viaje y tomar decisiones rápidas. Ella seguramente hubiese seguido al pie de la letra la ruta prevista de antemano, con el riesgo y el cansancio que suponía circular por una carretera treinta y cinco millas más. El tiempo del tren nos permitió hablar mas tranquilamente.  La sensación relajada y serena después de un dia gratificante, con intensa actividad deportiva integrada en la naturaleza, es uno de los mayores placeres que puede experimentar el ser humano. El trayecto en ferrocarril, las piernas estiradas, las imágenes que se suceden desde la ventanilla del vagón y el suave y constante movimiento del tren sobre las vías, convirtieron el viaje en una verdadera delicia, aderezada con la presencia de Katrine.

                 En Mallaig ella tenía reservada plaza para dormir en el Young Hostel. Yo no tenía nada previsto pero en absoluto quise forzar la situación y decidí buscar un buen hotel o algún bed and breakfast con vistas al puerto. Tampoco quería parecer ostentoso, pero debía ser honesto conmigo mismo y seguir la misma filosofía de viaje que había previsto desde el principio. Dormir bien, cómodamente, en pequeños hoteles o casas particulares con habitaciones con baño. La bicicleta te exige mayores esfuerzos que cualquier otro medio de transporte, y descansar en condiciones dignas se convierte en una necesidad fundamental,  al igual que una buena cena que para mí siempre era la principal comida del día.

                Llovía al llegar a la estación y hacía frio,  por lo que tuve mayores motivos para buscar un buen alojamiento. Me despedí de Katrine a las puertas del albergue que  estaba justo frente a la estación. Le dije que podíamos vernos después, o mejor aún, cenar juntos. La idea pareció gustarle y aceptó. Nos veremos aquí mismo dentro de una hora y media -le dije-, lo suficiente para ducharse, descansar y lavar algo de ropa.

                 A las ocho menos cuarto estaba, afeitado, limpio y elegante como un cromo, frente al albergue. Katrine salió a los pocos minutos y nos dimos un beso. Su estilo distaba bastante del mío. Parecía como si ambos quisiéramos demostrar al otro nuestra forma de entender la vida. Katrine llevaba una estrecha y larga falda azul de tela fina que le llegaba hasta los pies, los cuales apenas quedaban cubiertos con unas sandalias de piel. La blusa estampada y al estilo hippie era casi transparente a pesar de los dibujos de flores, lo que permitía adivinar la sugestiva forma de sus pechos, pequeños y estilizados. Ella no pareció fijarse en mi ropa en absoluto y directamente me propuso ir a tomar una cerveza. Acepté encantado pues la cerveza, sobre todo en estos viajes es una de mis debilidades. A las propiedades que se le atribuyen según las modas o los intereses puntuales de las compañías cerveceras, hay que añadir otras muchas más que nadie necesita explicarnos: la hidratación después de un día de esfuerzo y la capacidad con que te recuperas, el sabor ligeramente suave y amargo a la vez, la espuma sobre los labios, la proporción justa  pero suficiente de alcohol  para animarte, y el ritual que supone tomártela tranquilamente sentado en un pub escocés donde un grupo de músicos entonan baladas irlandesas. Estuvimos allí hasta que los músicos dejaron de tocar. Le propuse ir a cenar a un restaurante algo alejado de la bahía  sobre el cual me había informado previamente. Tenía intención de invitarla, por lo que no me importaba que el sitio fuese caro. Me apetecía además comer pescado y probar el marisco de Mallaig que, según todas las guías, era del mejor de Escocia.

                 Durante la cena tomamos vino tinto de Sudáfrica y probamos, en cumplidas raciones, todo lo que la camarera quiso ofrecernos. Efectivamente las espectativas respondieron a lo previsto, éste es otro de los placeres del ser humano, y Katrine pelaba las gambas y las cigalas frescas con una habilidad que me llegó a sorprender y, al igual que en la bici, me costaba seguirla. De postre nos conformamos con un helado a pesar de que fuera seguía lloviendo. Tras la cena, el encargado del restaurante nos invitó a un whisky de malta destilado en Oban. Después, Katrine pidió una copa de Drambui, un licor dulzón elaborado con  whisky añejo de quince años, finas hierbas y miel de brezo. Jamás había probado esta deliciosa bebida, aunque como luego pude comprobar, también era posible encontrarla en España. Lo saboree lentamente mientras leía la etiqueta, aunque mi mente estaba más pendiente de lo que podría ocurrir después de cenar que de las características organoelépticas del Drambui. Proponerle a Katrine que pasara la noche conmigo me parecía precipitado, pero por otro lado era consciente que probablemente mañana no la volvería a ver más, y el pensamiento de lo que pudo haber sido y no fue me perseguiría toda la vida. No sé lo que pasaría por la mente de Katrine que me miraba fijamente mientras yo fingía leer atentamente la etiqueta de la botella, pero al final opté por dejarme llevar, no tomar ninguna iniciativa ni hacer ningún comentario atolondrado. Disimular mi ansiedad era en esos momentos prioridad absoluta. No duró mucho esta situación porque fue ella la que se despidió rápidamente. Estoy muy cansada, me dijo, tengo que dormir porque mañana también nos espera un día duro y el barco hacia la isla de Skye zarpa temprano.  O.K. -le contesté resignado-. La acompañé y  nos despedimos con un par de besos frente al Young Hostel.

                 Volví paseando hacia mi hotel, mientras la brisa marina me acariciaba la cara. Resultaba agradable esta sensación después de la cena, el vino sudafricano, el whisky y el Drambui con miel de brezo. Poco antes de llegar a la casa me acerqué al muelle. La noche se había vuelto, después de la lluvia, como un largo anochecer pues todavía lejanas luces hacia el norte se mantenían vivas. El cielo también se iba despejando y las estrellas comenzaban a asomarse por encima de las colinas. Me sentí  feliz y libre, tremendamente libre. Junto al embarcadero del ferry me encendí el último cigarrillo del día. Al estar con Katrine me había controlado y delante de ella evite fumar. Cada vez me daba más vergüenza ser fumador, especialmente en un país donde apenas nadie fuma y en casi ningún lugar te permiten hacerlo. Desde hacía un par de días me había planteado dejarlo, y tan solo se trataba de buscar el momento y el lugar. Que sea un lugar especial -me planteé a mi mismo-  y si puede ser, con alguien también especial. Así, si volvía a caer sería como traicionar esos recuerdos, como romper una promesa hecha a alguien a quien quieres, o lo que es peor, romperla contigo mismo.

                 Esa noche dormí profundamente. Abrí los ojos antes de que sonara la alarma del móvil, por la luz que entraba por la ventana. Me levanté y me asomé al puerto. Hacia buen día, pero nubes amenazadoras se podían ver hacia el norte. Tras la ducha me vestí rápidamente. Bajé a desayunar al comedor donde la señora de la casa ya había preparado la mesa. Cuando me vio entrar salió de la cocina a darme los buenos días.

 

Scotland

breakfast or Continental breakfast?

                Me daba igual porque todo sabía igual. Scotland breakfast please -le respondí- Aunque mejor sería denominar los desayunos anglosajones como Colesterol’s breakfast. Lo mismo de todos los días, aunque aquí las salchichas eran de un tamaño considerable. Además había, como novedad, unas croquetas fritas con la misma mantequilla por supuesto, que sabían a pescado. Los huevos, el bacon, las alubias y el pan de sandwiches frito estaban igual de apetitosos de buena mañana como lo pueden estar unos Donuts con Coca Cola..

                 Cumplí, a pesar de todo, con el desayuno. Menos mal -pensé- que la bici todo lo quema. Me despedí de la Mildred y tras pagar las veinte libras de la estancia, monté las alforjas sobre el portaequipajes de la bici. Sin ser caras, las verdad es que las Vaude me había respondido muy bien en todos mis viajes. Las compré en el año 94 para realizar el camino de Santiago y desde entonces las llevaba utilizando sin problemas, incluso las había prestado un par de veces. Se montaban y desmontaban con facilidad y tenían la capacidad justa para largos viajes. Pensé en Katrine, y la excesiva carga que llevaba. Era una barbaridad.

                 Nos vimos a la puerta del Young Hostel. Ella estaba acabando de desayunar en la terraza exterior de la cafetería, acompañada de un inglés. Nada más verme se despidió de su nuevo amigo y vino hacia mí. Le ayudé a bajar la bici y nos fuimos hacia el puerto. Embarcamos y partimos hacia la isla de Skye. El Ferry llevaba más pasajeros de lo habitual, quizás porque era sábado y la isla de Skye era uno de los destinos turísticos más conocidos de Escocia. Desembarcamos los primeros y seguimos nuestro viaje hacia el norte. Confieso que la isla no me gustó. Estaban en obras de ampliación de la carretera, probablemente para que los autobuses de turistas pudiesen circular con mayor rapidez, pero estoy seguro que también influyó mi estado de ánimo.

                El día se fue complicando poco a poco. Las nubes que había visto amenazadoras desde la ventana de mi habitación en Mallaig, iban tomando consistencia. El cielo había pasado de un azul intenso a un gris cada vez mas oscuro. La lluvia parecía inevitable y nosotros íbamos hacia ella. Katrine no dijo nada durante todo el recorrido. Aceleramos la marcha aprovechando esa extraña calma que precede a las tormentas. El paisaje fue cambiando a medida que nos acercábamos a la costa norte. Las colinas cubiertas de helechos dejaban paso a los fiordos que se abrían como grandes cicatrices entre las montañas. Avanzamos un buen tramo por un estrecho camino que atravesaba la parte más alta de la isla hasta que cambiamos de vertiente. Tras un rápido descenso, alcanzamos de nuevo la orilla del mar. Aquí el agua tenía un tono violáceo, reflejo de un cielo cada vez más cubierto. Minutos después comenzó la lluvia. Nos cubrimos rápidamente con el impermeable y continuamos la marcha. Ninguno de los dos planteo la posibilidad de parar, incluso pienso que ni se nos pasó por la cabeza. Había un interés compartido en avanzar lo más rápidamente posible, no sé muy bien por qué.

La lluvia se hizo cada vez más intensa y el viento soplaba con fuerza. Apenas se veía nada ni apenas podíamos avanzar, de manera que se hizo inevitable parar. Tuvimos la suerte de encontrar una especie de pub irlandés aislado en mitad de la nada donde también preparaban comidas. Allí nos despojamos de los impermeables y dejamos las bicis al resguardo de un pequeño porche en la misma puerta de entrada. Antes de pasar, Katrine me cogió la mano, y sin mediar palabra, me abrazó. Noté su cuerpo delgado y frágil. Nuestros rostros se empaparon del agua que resbalaba de su cabello, y pude sentir como temblaba.

 – Tengo frío -me dijo- y sin soltar mi mano entramos al interior. El camarero, al vernos llegar nos indicó muy amablemente que nos sentáramos junto al fuego y nos sirvió un café con leche muy caliente.

                 No paraba de llover y el día se había oscurecido casi por completo. Había que tomar una decisión porque la tormenta, según las predicciones, podría durar hasta bien entrada la noche. El desvío que Katrine tenía que seguir estaba a diez millas pero el lugar donde pensaba dormir quedaba bastante más lejos. Además, desde el cruce comenzaba la complicada pista forestal, con varios desvíos y caminos secundarios abiertos para la explotación maderera, que en estas condiciones y con el suelo convertido en un barrizal, era muy imprudente adentrarse en el bosque. Desplegué el mapa sobre  la mesa y estudié las posibilidades. No estaba dispuesto, y así se lo dije, a dejar a Katrine sola en esas condiciones. Además, la zona en la que se pensaba adentrar era la más solitaria y despoblada de la isla. No sé muy bien si eran lágrimas o todavía el agua de lluvia que le resbalaba por el rostro, pero Katrine me miró fijamente y me apretó de nuevo la mano. Sobre el mapa pude ver una posibilidad: desviarnos unas millas hacia el oeste de nuestra ruta e intentar buscar alojamiento en algún lugar cercano al Loch Ard Road. Comprobé en la guía Lonely Planet las posibilidades de hospedarse y pude leer que era una zona especialmente montañosa, y por tanto, interesante. Salí al exterior y entré en la cabina roja para llamar por teléfono a uno de los números que aparecían recomendados, guiado en parte, por la intuición. Me confirmaron la reserva sin problemas. No quería sorpresas en una tarde como aquella, y sobre todo porque a Katrine la vi agotada y desmoralizada. – No contabas con la lluvia, le dije. Venir a Escocia en bici, tiene estos inconvenientes.

 – No es sólo eso, me respondió.

                 Salimos del pub y continuamos, lloviendo, hacia Portree. Encontré sin dificultad el desvío a pesar de la poca visibilidad, y nos adentramos en una zona que poco o nada tenía que ver con el resto de la isla. La dulce costa de Skye dio paso casi inmediatamente a abruptas montañas cubiertas de pino escocés, en su mayor parte de repoblación,  y estos su vez, pasaron a convertirse en extensas praderas de helechos alternados con brezos. Matorral bajo, pensé, consecuencia de la deforestación y de las talas abusivas. La lluvia no nos dio tregua hasta llegar al comienzo de un lago que me sorprendió por su excepcional belleza. Casi al final, pude ver una casa: una antigua mansión de estilo inglés levantada en mitad del lago. A ella se accedía por un estrecho puente de madera, por lo que tanto la casa como las inmensas hayas y servales que rodeaban la mansión se encontraban en una pequeña isla. El lago a su vez, quedaba envuelto por montañas y bosques de abetos que llegaban hasta su misma orilla.

                Quedé impresionado ante lo que tenía frente a mí. Era sin lugar a dudas uno de los lugares más hermosos que había visto jamás. Dejamos las bicis en la puerta y entré mientras Katrine esperó fuera. No estaba seguro si era el lugar donde había reservado para dormir o una casa particular, puesto que nada indicaba que fuese un hotel. El sitio me parecía demasiado perfecto. Una alfombra roja se extendía en el suelo de lo que parecía ser la recepción, y al fondo, una escalera de nogal daba acceso a las dependencias superiores. No había nadie, por lo que me adentré en una acogedora sala de estar y un comedor pequeño, íntimo, decorado con buen gusto. Las ventanas daban al lago y las cortinas blancas caídas a los lados le daban un aire refinado y elegante. La calefacción estaba en marcha por lo que hice pasar a Katrine mientras yo buscaba a alguien a quien preguntar.

 – No sé si es éste el lugar que he reservado, le dije a Katrine mientras le ayudaba a quitarse el goretex, pero lo que sí tengo claro es que pasaremos la noche aquí. El paraje, la casa y la serenidad del entorno me habían hechizado de tal manera que no vacilé  ni un momento. Una discreta nota en inglés, junto a la puerta de entrada, me sacó de dudas: “este es un lugar donde los parejas han venido sin sus hijos. Padres o no, los que aquí se hospedan buscan pasar unos días de sosiego y tranquilidad, es por este motivo por el que no se admiten niños”  Quedé admirado ante la franqueza y claridad del mensaje, algo impensable en mi país -pensé-. Con la cantidad de problemas de pareja que podrían solucionarse con lugares como éste.

                 Una joven pelirroja, cargada con un cesto de flores, falda corta y botas de montaña bajó las escaleras. Nos saludó con simpatía. Un momento por favor -dijo dirigiéndose a Katrine-. Hizo una llamada de teléfono y a los pocos minutos apareció un joven, rubio, de mediana estatura y bien parecido. Paul, que así se llamaba, era el dueño de la mansión. Había heredado éste patrimonio familiar -nos contò-, y tras llegar a un acuerdo con sus hermanos, se quedó la casa y la convirtió en hotel. Un hotel distinguido, diferente y con una filosofía de negocio clarísima desde el primer momento. Un lugar especial donde ir con alguien especial. Un lugar -pensé- donde volveré cuando encuentre la persona de mi vida.

                 Paul comprobó la reserva y nos entregó las llaves de la habitación. Katrine, apartó con una mano las suyas y se las devolvió. Paul, al que no hizo falta darle ninguna explicación, las recogió del mostrador y las volvió a colocar en su casilla.

 – Quiero dormir contigo -murmuró en voz baja-

                 Había parado de llover y una tímida luz grisácea asomaba entre las nubes. Desde la ventana de la habitación se veía el lago en toda su extensión y daba la impresión, de estar flotando entre sus aguas. Las ramas de los arces se movían suavemente por efecto del viento, y las barcas del pequeño embarcadero se mecían al son de una danza invisible. Un grupo de cisnes salvajes cruzaron el lago y fueron a buscar comida en la orilla opuesta. Parecía que el tiempo se hubiese detenido y todos los elementos del paisaje estuviesen en perfecta armonía para hacer de este atardecer un momento infinito. Jamás había visto, ni había sentido, nada igual. Creo que compañía de Katrine había influido en mi estado de ánimo y todo lo veía de una forma diferente.

 El ruido de la puerta del baño al abrirse me despertó de la ensoñación. Katrine se acercó a la ventana y sunsurró. 

 – What a wonderful place!

                 Bajamos a cenar. Buscamos una mesa cerca de la ventana. La joven de las flores nos trajo la carta y nos sugirió pescado en salsa de almendras. No pusimos ninguna objeción y pedimos también la carta de vinos. Aunque no tenía ni idea, elegí una botella al azar cuyo precio estaba dentro de los límites razonables. A Katrine pareció divertirle el gesto y le expliqué que en España, el sistema de los que se hacían pasar por entendidos en vino que suele ser la gran mayoría, era elegir el más caro por dos motivos: porque seguro que no te equivocas, y porque se paga entre todos. Todo esto, con el gesto atento de observar la copa y ver no se qué en el cristal.

                La cena fue muy agradable y también, tengo que reconocer, muy romántica. A Katrine le había dejado la mejor vista del lago y estaba entusiasmada.  El agua del loch había adquirido un tono gris plateado, como de cristal,  mientras el cielo cambiante abarcaba todas las tonalidades del rojo. Las nubes dispersas y los limbos parecían pinceladas sobre un cuadro impresionista. El perfil de las colinas se reflejaba en el agua y el ambiente era como de un largo atardecer. Al centro, una familia de nutrias jugaban a placer formando círculos concéntricos en la superficie cuyas ondulaciones llegaban dóciles a la orilla del embarcadero. Recordé las puestas de sol en la Albufera de Valencia, cuando mucho más joven y aficionado a la fotografía, recorría en moto los caminos sin salida mientras los campos de arroz permanecían inundados de agua. El cielo adquiría una fuerza intensa y se cubría de cientos y cientos de anátidas que buscaban refugio en la Devesa. Mientras el sol, como de un bermellón violento, se iba escondiendo tras los montes de Buñol. No pude evitar cierta nostalgia y los sentimientos me jugaron una mala pasada, volviendo a mi mente el recuerdo de quien, seis meses antes, me había dejado. Katrine me había hecho olvidar muchas cosas, pero a veces, sin poder evitarlo, mi mente me traicionaba.

 – Estas preciosa – le dije a Katrine mirándola fijamente a los ojos, en un intento de borrar de mi mente recuerdos que me asaltaban.

 – Gracias -me contestó-

 Sin pensarlo, me incorporé de la silla y la besé en los labios. El rostro de Katrine se iluminó y me sonrío.

 -Cuidado, me dijo, vas a tirar el vino. Con lo que te ha costado de elegir.

                 El postre estuvo exquisito, como el resto de la cena. Probamos varios tipos de queso y también, distintos tipos de miel. Tomamos café y saludamos a Yoko Ono, la que fue mujer de John Lennon que estaba en la mesa contigua, acompañada de una señora de su misma edad. Durante toda la cena nos habíamos preguntado si sería ella, hasta que nuestra indiscreción nos llevó a preguntárselo directamente a Paul. El resto del restaurante estaba ocupado tan sólo por otra pareja joven que hacía rato habían acabado de cenar.

                 Dimos un corto paseo por el lago. Lo que podían haber sido unos momentos deliciosos, se nos fueron al traste por las nubes de mosquitos que no nos dejaban en paz. Hacía además frío y aunque el entorno era de una belleza arrebatadora, optamos por volver al hotel. En el salón de estar nos tomamos unas copas. Charlamos un rato con la joven pareja que estaba en la cena junto a nosotros y nos fuimos a la habitación todavía con el sabor del Drambui en la boca.

                 Katrine se dio una ducha rápida. Salió del baño con un albornoz blanco. Vino hacia a mí y dejó que la abrazase. Aún tuve tiempo de pensar, en mitad de mi turbación, como podía Katrine llevar un albornoz en las alforjas.

                La besé y la acaricié lentamente. El albornoz acabó en el suelo y juntos nos recostamos en la cama , amplia y espaciosa de estilo alemán. Mis manos moldearon una y otra vez su cuerpo frágil, como un escultor frente a su obra. Su piel era tersa y suave, el pelo largo y rubio quedaba esparcido por las sábanas y cubría parcialmente sus hombros. Recorrí su cuerpo con mi boca y pinté sus largos brazos con mis labios. Sus músculos estaban tensos por la excitación y su vientre, liso y uniforme, se movía con dilación. Tenía una estrecha cintura, unos pies perfectos y una sensibilidad a flor de piel que la hacía vibrar con cada una de mis caricias. Sus pechos, pequeños y preciosos, sabían a miel de brezo.

                La habitación era amplia y con grandes ventanales. Por ellos entraba la luz de la luna que quedaba reflejada en su rostro. Desnuda, con el pelo suelto y los ojos cerrados, Katrine me pareció la mujer más hermosa de la tierra. Entré en su cuerpo lentamente, despacito -me susurró al oído- y noté como temblaba entre mis brazos. Tocamos el cielo juntos y seguimos abrazados mucho tiempo. El lago, en calma, seguía ofreciendo mil tonalidades de plata y la luna aparecía y desaparecía entre las nubes. Por un momento, pude ver que Katrine me miraba y sonreía. Me dormí abrazado a ella con los dedos de mis manos entrelazados en sus cabellos.

                 Por la mañana volvimos a hacer el amor. Katrine ya no se mostró tan reservada y sus caricias me volvieron loco. Se sentó frente a mi y pude sentirla tan cerca que parecía formar parte de mí cuerpo. Mientras estaba dentro de Katrine, sus besos fueron más intensos que nunca y sus manos se aferraron con fuerza a mi espalda. Sus piernas me envolvían por la cintura y durante un largo instante llegamos a enloquecer.

 – No podré olvidarte nunca

                 El canto de cientos de aves nos despertaron. Bajamos a desayunar y con la luz del día su rostro estaba más radiante que nunca. La belleza que poco a poco había ido descubriendo, me había cautivado y no podía dejar de mirarla mientras bebía los últimos sorbos del café.

 – ¿Que vas a hacer? Le pregunté.

 – Lo que tenía previsto. ¿y tú?

 – Lo mismo. Es mejor así ¿no?

 – No. Pero no puedo hacer otra cosa.

 – ¿Me escribirás?

 – Por supuesto que sí.

                 No insistí más, ni tan siquiera le propuse acompañarla hasta el final de mi viaje, aunque lo llegué a pensar. Fuimos juntos hasta el cruce.

 – No nos hemos hecho ninguna foto juntos -le dije-

 – Cuando nos volvamos a ver.

– Para octubre tengo previsto hacer la ruta del Cid con un grupo de amigos. Un viaje que cruza España de oeste a este y pasa por tal cantidad de paisajes y ecosistemas distintos que parece que estés cambiando continuamente de país. ¿Te gustaría venir?

No entré en más detalles porque explicarle a una norteamericana las distintas regiones de la Península Ibérica, el  país más variado y diverso de Europa, era absurdo. Con que supiera situar España en un mapa del mundo me conformaba.

 – Si quieres, puedes quedarte en mi casa y después te vienes con nosotros. Te aseguro que te encantará.

 – Lo intentaré. Te lo prometo.

 Nos fundimos en un abrazo  y le volví a acariciar el pelo.

 – Cuídate. 

                 No me contestó. Se limitó a sonreír y se marcho. La vi alejarse con la vitalidad que la caracterizaba y se levantó de la bici para coger fuerza. Volví hacia atrás y seguí mi camino. Pasé de nuevo por los lugares que el día anterior habíamos cruzado bajo la lluvia, por lo que pude darme cuenta de la medida humana del paisaje escocés. El día no estaba claro, pero evolucionaba a mejor.

 – Tanto por mí, como por Katrine, espero que al menos hoy, no vuelva a llover.

                Crucé el puente que une la isla de Sky con Kyle of Lochalsh y desde allí opté por seguir en tren hasta Inverness. Tenía que recuperar el tiempo perdido, incluso me plantee acortar el viaje y dejar las Orcadas para otra ocasión. El tiempo, como luego se demostró, me podría volver a retrasar y obligar a cambiar de planes. Las imágenes desde el tren se sucedían con rapidez. Me recreaba en mis pensamientos mientras miraba por la ventanilla en una sucesión de paisajes, recuerdos y sentimientos. Comencé a echar de menos a Katrine.

                 Me desperté en Alcalalí, en la casa rural que mi buen amigo Angel acababa de inaugurar. Katrine vino a mi mente de nuevo y me acordé que todavía estaría en Escocia, mientras yo disfrutaba del sol mediterráneo y de los últimos días del verano. Me hubiera gustado conocerla en otras circunstancias, es tan difícil encontrar una mujer que le guste verdaderamente la bicicleta de montaña y tenga la suficiente fuerza de voluntad para acompañarte.

                Sentado frente a la alberca de la casa, revisé las fotos del viaje. Luego pasé a limpio mi diario y me di un baño en la piscina hasta que nos fuimos a comer a Denia. Por la noche cenamos en la terraza junto al jardín. A la luz de las velas de Ikea, alguien me ofreció un cigarrillo pero lo rechacé.

 – Ya lo dejé. En Escocia, en un lugar muy especial, con alguien muy especial.

                 Estuve con mis amigos charlando hasta muy tarde. Me serví una copa de Drambui con hielo. El sabor del dulce licor de whisky me recordó la piel de Katrine. Entre el aroma de jazmín y la luna de Alcalalí, mi mente voló de nuevo al Loch Ard Road, a las mil tonalidades de sus aguas, a los largos atardeceres y a la lluvia que nos llevó a pasar la noche allí. Leí una vez más la etiqueta:

                 Una generosa medida de Drambui sobre abundante hielo, saborear la fuerza intensa del mejor whisky escocés complementado por un toque de hierbas, especias y miel de brezo.

                 Traté de pensar en otra cosa pero mi mente se negaba a obedecer.

  Ver fotografías de este viaje

 

José Manuel Almerich

www.almerich.net

 

 

 

 

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