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El bloc personal de José Manuel Almerich

22 d'abril de 2008
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DIVINO MONSANTO


José Manuel Almerich
 

Divino Monsanto es un lugar enigmático. Su visión en la lejanía, encaramado en lo alto de un cerro, recortado en el horizonte y dominando el paisaje que lo envuelve, provoca por sí solo una inquietante y extraña sensación, mezcla de temor y de sorpresa, cargado de leyendas y cautivo de la historia.

 
 

Divino Monsanto es un lugar enigmático. Su visión en la lejanía, encaramado en lo alto de un cerro,  recortado en el horizonte y dominando el paisaje que lo envuelve, provoca por sí solo una inquietante y extraña sensación. Mezcla de temor y de sorpresa, cargado de leyendas y cautivo de la historia, Monsanto es un conjunto medieval donde se funde la roca con la aldea fortificada que parece incrustada en la oscuridad de la montaña.

 

Conocido como el asentamiento más antiguo de Portugal, en la misma frontera con Extremadura, Monsanto fue el último refugio de los templarios y sus extraños símbolos todavía son visibles grabados en las piedras recubiertas por el musgo. La vida en este lugar de estremecedora belleza, no ha cambiado desde hace siglos y en sus estrechas calles, atrapadas por el granito gris, se sientan los ancianos mientras los animales -cabras, ovejas y gallinas-  entran y salen de los cobertizos excavados en la misma pared de la montaña. Las costumbres no se ven alteradas por los curiosos que, como nosotros, ascendemos a lo largo del sinuoso sendero entre casas rupestres, encinas centenarias, grandes rocas de negra textura o promontorios a menudo coronados por cruces de piedra. Portadas manuelinas, escudos señoriales, fachadas enmohecidas y caminos empedrados nos llevan a lo alto de la fortaleza que parece ser una prolongación de la abrupta colina, la misma que se ve inquietante desde lejos.

 

En  1939 Monsanto fue elegido el pueblo más auténtico y tradicional de Portugal. Desde entonces ha estado a salvo de cualquier intento de modernización y su historia se ha quedado detenida. A medio camino entre el pueblo y el castillo, una angosta cueva, la gruta, es el lugar donde el “Barreto Vermello” se esconde durante el día y rapta a los incautos que salen de sus casas durante la noche. Cerca, hay una plaza donde se celebran extrañas danzas cada tres de mayo, la “festa de las cruzes” en la que se conmemora uno de los tantos asedios que soportó el pueblo durante la Edad Media en el que su habitantes, muertos de hambre, lanzaron la última ternera desde lo alto de las murallas para hacer creer al enemigo que les sobraba la comida. Justo al lado, restos de una iglesia románica desafían al tiempo con un campanario exento y cinco sepulcros de piedra tallados en la roca.

 

Visitamos Monsanto durante todos los Santos. Un momento poco propicio para pasear cerca de la gruta, creencia que sus habitantes se toman muy en serio y advierten del peligro: Barreto Vermello se esconde en la penumbra: es el mismo diablo que aparece y desaparece ante los conjuros de las queimadas y el desafío de los ignorantes que, como nosotros, nos acercamos a la cueva a la luz de las estrellas.

 

En esta ocasión volvimos a Portugal, pero esta vez a caminar. Recorrimos la calzada romana que une Penha García con Idanha a Velha pasando por Monsanto. Siete horas de travesía, por un tortuoso camino excavado en piedra seca, nos llevó ya caída la noche, a la antigua ciudad romana totalmente amurallada y con los templos intactos. Indaha a Velha es una aldea misteriosa con una historia extraordinaria. Conocida como Igaeditania, fue ocupada por los visigodos y conquistada a los musulmanes por los templarios. Ante semejantes ruinas no puedes menos que preguntarte por qué se abandonó la ciudad dejando, al igual que Pompeya, intactas sus casas: por las ratas. Una plaga de estos animales ahuyentó a sus habitantes que dejaron todo, incluidos sus depósitos de oro. Pasear por esta antigua ciudad es una experiencia mágica y no menos inquietante que Monsanto.

 

El resto del trayecto nos fuimos hacia Sintra. Atravesamos la pequeña sierra entre bosques de laurisilva y palacios decadentes, para dar punto y final al viaje en Mafra, un parque natural donde a pie y en silencio, se pueden todavía sorprender los últimos gamos acechados por los ojos invisibles de los lobos.

 

Un viaje a pie por los senderos de Portugal es una sugerencia a unas pequeñas vacaciones por un gran país. Un vecino cercano y amable que nos transmite la nostalgia de un pasado glorioso pero resignado a las vueltas del destino. Un lugar donde la melancolía tiene nombre; saudade, un lamento triste que se expresa con la música, y a la vez se recrea en la tristeza. Visitar Portugal por sus zonas menos frecuentadas es contribuir a equilibrar su riqueza, a  recuperar la cultura perdida, a saborear el bacalao al horno con vino y arroz en restaurantes honrados donde los camareros siguen siendo profesionales. Un país donde la educación es inseparable de su vida, donde al hombre se le llama senhor y a la mujer senhora dona. Un lugar donde la tierra acaba y el mar comienza, y palpita todavía -según reza una inscripción en el cabo da Roca- el espíritu de la fe y la aventura que llevó a las carabelas portuguesas a la búsqueda de nuevos mundos para el mundo.

José Manuel Almerich

Ver fotografías de este viaje

www.divinomonsanto.com.

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