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El bloc personal de José Manuel Almerich

5 de juny de 2007
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ALAHUAR

Un hotel entre la montaña y el mar

José Manuel Almerich

 

 

 

  

 

 

 

              

 

 

La ventana de madera no ha parado de golpear durante toda la noche. Por eso, y por la compañía que me rodea con sus brazos, no he podido dormir. La habitación del hotel Alahuar es amplia y confortable, discretamente decorada y muy cálida, pero fuera el viento es frío y sopla con fuerza.

                Hemos llegado tarde. Es la primera noche que paso con ella, por eso estoy nervioso desde hace varios días. Al bajar el equipaje a escasos metros de la puerta del hotel nos hemos quedado totalmente helados. Le he dejado mi anorak y la he obligado a entrar de prisa. Es el segundo día de navidad y las luces que decoran los árboles del jardín parecen que vayan a salir volando de un momento a otro. Recogemos las llaves en recepción y nos dirigimos a la habitación que tenemos reservada. Una botella de Casta Diva junto con barritas de turrón de Jijona, es un detalle muy propio y familiar. Tras deshacer del equipaje tan sólo lo imprescindible bajamos a cenar. Un pequeño grupo ultima los postres, y la camarera muy amablemente nos trae la carta. Afortunadamente, pronto nos quedamos solos en el restaurante. Cabritillo al horno, vino tinto y unos entrantes nos hacen ver las cosas de otro color. Andrea tiene unos ojos radiantes y una sonrisa que me cautiva. Está realmente preciosa y la veo muy ilusionada. Nos hemos conocido hace muy poco y la he invitado a pasar un fin de semana en la Vall d’Ebo. El hotel Alahuar se encuentra en Benimaurell, un pequeño pueblo encaramado en la montaña al borde del barranc de l’Infern. Desde la ventana de la habitación se puede contemplar toda la línea de costa desde las playas de Oliva hasta el Montgó. Es un lugar ideal para pasar unos días aislado del mundo, pero sin dejar de ver el mar. Mañana subiremos a la Serrella por la intrincada senda que asciende entre els Frares, unas formaciones rocosas, erosionadas, de formas extrañamente humanas que semejan penitentes en procesión.

                Alargamos la cena sin que apenas parezca transcurrir el tiempo y le ofrezco un regalo a Andrea. Aunque en las primeras citas no es conveniente llevar ningún obsequio, en esta ocasión no he podido resistir la tentación.  

– Cuando la primavera pasada estuve en Irlanda -le cuento- hubo una etapa especialmente dura. Recorrimos en bici bajo la lluvia un antiguo camino que nos llevó, bordeando los acantilados a lo largo de la península de Dingle, hasta un pequeño pueblo de pescadores donde la mayoría de las mujeres eran morenas con ojos azules. Al llegar al hotel, completamente empapados, compré un regalo para alguien a quien jamás se lo entregué. Recuerdo aquel lugar como un rincón perdido en los confines del mundo y especialmente por el sobrehumano esfuerzo de haber recorrido ochenta millas soportando la lluvia. Después pude saber que aquel lugar era la base desde la cual marineros vascos partían para la captura de la ballena franca, actividad que practicaban desde el siglo XVI. Por eso las mujeres eran morenas y tenían los ojos irlandeses.  

  

La ballena franca desapareció de los fiordos de Dingle. La costumbre de no abandonar jamás a su pareja ni a sus crías hacía muy fácil las capturas por los pescadores vascos que clavaban el arpón  primero a la cría y tras ella, al resto del grupo. La ballena franca se extinguió, pero de aquellas largas temporadas de capturas, quedaron las hijas de los pescadores españoles. El regalo lo conservé desde entonces y al final decidí dárselo a alguien especial.

Esa persona eres tú.  

 

Y con delicadeza le ayudé a colocarse los pendientes de plata labrados a trazos finos con motivos gaélicos. Se emocionó como una niña y me dedicó, de nuevo, una de sus mejores sonrisas. Subimos a la habitación tras el postre y estuvimos charlando hasta muy tarde. Nos fundimos en un fuerte abrazo y la noche transcurrió entre el calor de su cuerpo y los golpes de la ventana contra el marco de madera.

                Nos levantamos tarde y salimos con retraso del hotel.  La estrecha pista asfaltada que nos llevo entre infinidad de curvas a la vall de Seta, se hundía entre las afiladas sierras del sistema bético alicantino. Por ello, y el mal estado en que se encontraba, el trayecto se hizo más largo de lo previsto. En Quatretondeta comenzamos tarde la excursión, y partimos de las afueras de la población junto a un depósito de agua, siguiendo las instrucciones que, nuestro buen amigo Rafael Cebrián, había publicado en uno de sus libros.

                La senda que asciende hacia els Frares y la cumbre del Pla de la Casa, visible frente a nosotros, es dura y técnicamente complicada. Al final, la senda se convierte en pedrera cuyo ascenso se hace difícil e incómodo. Protegidos del viento en el único lugar posible, reclinados junto a una de las agujas calizas,  comimos algo y abrimos una botella de vino. Hacía frío y pronto pude darme cuenta que Andrea estaba helada y muy cansada. Aún así seguimos un buen tramo pero poco antes de alcanzar la cumbre me pidió bajar. Había nieve en el suelo y el frío la mantenía congelada y resbaladiza.

Volvimos poco a poco por el mismo camino de subida. Ya en el pueblo nos acercamos a saludar a Brian, el inglés que gestiona el hotel els Frares desde hace muchos años. Tomamos el te con él junto al fuego y nos comenta sus proyectos y también sus temores; un inmenso parque eólico va a cubrir la sierra que separa la Vall de Seta del barranc de la Encantada y el cableado, las torres de alta tensión, las nuevas pistas de acceso y los tremendos molinos transformarán irremediablemente el paisaje.

                Pasar el umbral de este hotel es adentrarse en el corazón de Europa. La tranquilidad y el sosiego que transmite su ambiente no tienen nada que ver con los bares de los pueblos españoles, ruidosos, cargados de humo, con la televisión en marcha sin que nadie la vea. Brian nos habla de sus clientes. Son un grupo que conversan apaciblemente en un rincón de la pequeña sala de estar.  Han venido a España en una agencia de viajes inglesa, cuya única condición es que en ninguna de las excursiones, se pueda ver la costa.  Ofrecen al visitante la imagen de un interior todavía virgen donde andar por las montañas adquiera la fuerza de la soledad que ya no ofrece apenas ningún lugar de Europa. Sus crestas y afiladas carenas son el techo de este pequeño pedazo de nuestro país, donde la sensación de naturaleza se conserva dura y salvaje, desierta y descarnada, sin nada que nos recuerde, salvo sus neveras y abrevaderos, la presencia humana. Las sendas de herradura junto con los preciosos pueblos todavía no alterados por el turismo de masas, son los principales alicientes. Para ello, y para mantener esta calidad, Brian nos confiesa que recoge a sus clientes en el aeropuerto de Valencia. No quieren de ninguna manera que se les relacione con Benidorm ni Alicante, ni con las playas, ni el maltrecho y destruido paisaje de la costa. El aeropuerto de Valencia es más elegante, nos cuenta, tiene una clase y distinción que hace que los pasajeros se sientan bien a su llegada. Que su primera imagen de España no sean bermudas a flores o chanclas de colores es fundamental. Desde el aeropuerto de Manises, Brian los trae hacia el sur, y siempre por el interior, los lleva directamente a su hotel. Al día siguiente comenzará la travesía; los turistas comunitarios, de nacionalidad inglesa,  holandesa o alemana, ascenderán por el viejo camino de la Serrella hacia el Pla de la Casa y la Mallà del Llop. Por toda la carena, joven y descarnada, casi alpina, alcanzarán el collado que separa la Xortà de la Serrella, no sin antes contemplar admirados la ubicación del castillo, verdadero nido de Águilas, junto al Coll del Pouet. Los ingleses temblarán, quizás, cuando desde el reducido espacio del castillo, contemplen, rodeado de vertiginosos precipicios de caída en vertical, un espectáculo visual fascinante, un control total sobre el inmenso territorio de perfiles afilados y difíciles pasos de montaña: los valles de Guadalest y Laguar, la Safor y el Benicadell, Aitana, el Puig Campana y la personal silueta de la Serrella, con el barranco de la Canal que la surca como una profunda cicatriz. Desde allí, quizás y también puedan ver el mar, pero no el pequeño Manhatan que tras el Ponoch se esconde. La inmensa mole del León Dormido  evitará su visión desde lo alto de un castillo que defendió, bajo el dominio de Al Azraq, la vida que durante siglos había transcurrido en paz. Bajarán a la vall de Seta a dormir, en cualquiera de las casas rurales concertadas que tendrán en Facheca, Famorca o Castell de Castells y donde, puntualmente, su equipaje habrá llegado ya. A la mañana siguiente remontarán de nuevo las duras y empinadas cuestas para conquistar la Xortà, Bernia y el fuerte que, construido en secreto por Antonelli gracias a la antaño abundante madera de estos montes, sofocó las revueltas de los moriscos que, valencianos también, eran los verdaderos y legítimos dueños de las casas, los campos y las piedras.

El resto de los días, nuestros turistas accidentales, probablemente asciendan al León Dormido sin despertarlo y, los más atrevidos, recorrerán los confines dels Avençs de Partagat o incluso, se decidan por escalar el Puig Campana, la montaña de las montañas, la que jamás ningún valenciano debería renunciar a subir alguna vez en su vida. Al final creo que sí verán el mar, aunque Brian nos lo siga negando. No creo que se marchen de España sin tomar una cerveza a buen precio en la playa de Poniente, frente a la isla que en definitiva no es más que una porción de la montaña caída al mar por efecto de la fuerza de Roldán, ni cenar entre velas cuyas llamas danzan movidas por la brisa mediterránea en cualquiera de los restaurantes de Altea. Puede también, que visiten el mercado de Jalón y que se lleven a su tierra el dulce moscatel de la Marina. Pero el mayor recuerdo serán las cumbres desde donde a lo lejos, se vislumbraban los perfiles de Itaca. Las cumbres cuyos nombres quizás no recuerden nunca, Serrella, Xortà, Aitana, Bernia o Puig Campana, pero cuya soberbia estampa quedará grabada en su memoria. Una imagen muy distinta del país que nadie conoce, que muy pocos valencianos sabrían indicar sobre un mapa, ni siquiera la situación aproximada, de las montañas que fueron sagradas para nuestros antepasados. Y mientras tanto, ignorantes de la realidad de nuestro propio territorio,  nos burlamos de los eurodiputados que vienen a comprobar la irreversible y suicida destrucción de nuestras costas.  

José Manuel Almerich

  • Andrea falleció diez meses después de esta excursión en un accidente de tráfico. Era profesora interina de primaria en un pequeño pueblo del interior de Alicante. Tuvo una distracción al volante al volver el viernes por la tarde a su casa en Valencia. Este relato es un homenaje a su recuerdo y al poco tiempo que tuve ocasión de compartir con ella.  Este invierno volví de nuevo a la Serrella. Hacía mucho frío y a causa de una lesión tampoco pude alcanzar la cumbre. Junto a la aguja donde decidimos regresar el viento me recordó su voz y volví, por unos momentos, a sentir muy cerca su presencia.

 

www.almerich.net

 

 

 

 

 

 

 

 

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