Es noche cerrada pero un inmenso resplandor se ve desde muy lejos. Cientos de hogueras aparecen dispersas y una multitud, apenas perceptible, ocupa la Mola del Tossal. Entre las sombras inquietas de las llamas, los peregrinos se retiran a dormir arropados en sus mantas
La Balma. Un lugar envuelto en el misterio
José Manuel Almerich
Es noche cerrada pero un inmenso resplandor se ve desde muy lejos. Cientos de hogueras aparecen dispersas y una multitud apenas perceptible ocupa la Mola del Tossal. Entre las sombras inquietas de las llamas, los peregrinos se retiran a dormir arropados en sus mantas. A la mañana siguiente esta multitud alcanzará las veinte mil personas.
Las campanas voltean y no cesarán hasta el ocaso. Con la luz del alba van llegando carruajes y mulos con alforjas, caballerías y algunos automóviles. Los animales que proveen la carne a los allí presentes son sacrificados a la vista de todos. En algunas paradas venden pan, turrones, dulces y porrats. También cirios y exvotos de cera que reproducen partes del cuerpo. De repente se hace un silencio sepulcral y la gente se aparta temerosa. Les Caspolines, mujeres de edad avanzada vestidas de negro, aparecen de repente. Son cosideradas brujas y sus danzas son el preludio para iniciar el exorcismo. Proceden en su mayoría de la ribera del Bergantes y del Guadalope, sobre todo de la población aragonesa de Caspe, de donde proviene su nombre. Con antelación habran elegido a la victima, alguna mujer jóven, enfermiza, de carácter endeble, sugestionable, quien entrará en extasis y la llevarán en volandas al interior del santuario. A la puerta de la Iglesia, les Caspolines pregonan sus virtudes sin verguenza, desafiando a la ciencia y a la medicina. Retan a los incrédulos a que expliquen los sucesos y realizan en público complejos rituales.
En el interior del Santuario, frente a la reja de hierro forjado, un grupo de mujeres arrodilladas piden a la virgen piedad. Junto a ellas, cientos de cirios se consumen mientras impregnan de humo las paredes de la iglesia y se mezclan con el olor de la multitud. La gente se hacina en el interior y espera, tras varios días de viaje, que les llegue su turno. Verán de cerca los exorcismos para después poder contarlo en las noches de invierno junto al fuego de sus casas.
Un extraño silencio contenido se apodera de la estancia y sólo queda roto por el sonido de las monedas al caer en el pozo de las ofrendas. Se acerca la primera endemoniada mientras los peregrinos le abren paso. Es una mujer dels Ivarsos, cuyos pies están en carne viva de andar descalza y los ojos desorbitados. No para de gritar obscenidades mientras un grupo de cinco hombres la sujeta con fuerza. Le rechinan los dientes. Les Caspelines, con sus danzas y conjuros, tratarán de extraerle el demonio de su cuerpo mientras invocan a la virgen. Agotada, la mujer se desmaya. Después pasará Josefa, una masovera de Teruel, luego una novia despechada de Sant Jordi y una criada de Tortosa. Todos piensan que el diablo está en su interior y esperan que la virgen de la Balma les libere de él. Todas son mujeres, y todas con signos de demencia. Curiosamente, no hay testimonios de ningún hombre endemoniado.
Esta sobrecojedora escena, propia del más oscuro cine de Berlanga, fue frecuente en el Santuario de la Balma entre los años 1873 y 1932. Poco después de la Guerra Civil también se dieron algunos casos, pero en 1949 el sacerdote Mossen Manuel Almela acabará con los exorcismos y las actuaciónes de les Caspolines. Desde entonces ya no se tendrá constancia de la práctica de estos rituales, cuyos actos serán vigilados incluso por la propia Guardia Civil. Durante unos años a la Iglesia se le fue de las manos, y después de los aquelarres, cuentan que en las noches siguientes, tenían lugar fiestas y orgias descontroladas junto las mismas hogueras que se extendían por la montaña.
Los hechos relatados los describen con todo detalle los cronistas y viajeros que se acercaron alguna vez a visitar este lugar. Médicos y científicos dan su explicación; todos coinciden en los hechos y todos atribuyen las reacciones de los enfermos a la fuerte sugestión a la que estaban sometidos. Los rituales de la Balma no eran más que la oscura estampa de una España rural, sórdida, de una sociedad ignorante e indefensa reflejo del atraso cultural y económico de un pais que apenas fue capaz de avanzar hasta bien entrados los años cincuenta. La epilepsia, las depresiones, la esquizofrenia o los transtornos mentales sólo tenían la fe como única esperanza y el exorcismo en lugares sagrados era su única terapia.
El Santuario de la Balma, construído en un abrigo natural de gran tamaño, sobre los meandros del rio Bergantes, es uno de los lugares más extraordinarios y misteriosos de las montañas valencianas. Con toda probabilidad ya fue una lugar de culto prerromano, un paraje sagrado donde sus habitantes ofrecían dádivas a los dioses vinculados a los fenómenos de la naturaleza. Desde la repisa caliza donde se encuentra el santuario, se observa la crudeza del paisaje dels Ports, tan sólo suavizado por las pequeñas huertas de Zorita hoy apenas cultivadas.
Traspasar la primera escalera que lleva a las dependencias y al largo corredor es como cruzar el límite del tiempo. La Iglesia, a la que llegamos casi agachados, con pórtico esculpido en la misma roca nos recuerda las ciudades pétreas de la antiguedad y en el interior, todo se convierte en un mundo de misterio y exorcismos, pero a su vez, transmite paz y sosigego como cualquier lugar sagrado. A fondo de la cueva se encuentra la sala dedicada a los exvotos: cirios, fotos, vestidos de novia, gorras de la vieja mili, sombreros, figuras de cera, textos implorando perdón o agradecimiento, trajes de soldado venidos de la guerra del golfo y cientos de fotografías son el testimonio de una sociedad vinculada tradicionalmente a las creencias de nuestros antepasados y del temor a Dios ante situaciones inesperadas.
La Balma es una isla de devoción y fe en un mundo de montañas, es la estampa de la vida rural y profunda que todavía mantiene vivas sus tradiciones aunque apenas queden masoveros. Todos los años se siguen reuniendo miles de peregrinos en las diversas romerías, pero la más importante es la del 8 de septiembre, fiesta mayor de la virgen de la Balma. Durante todo el día van llegando los romeros y tienen lugar las danzas cuyo origen se pierde en la memoria. Tres días durarán las fiestas cuyos actos se ven completados con toros, bailes, chocolatadas y otros actos profanos similares a las fiestas patronales de cualquier población. Durante muchos siglos, la Balma fue también el consuelo del hambre y la miseria de la vida en las masías dispersas y pueblos abandonados.
El vigilante nos observa silencioso mientras realizamos las últimas fotos del santuario. La luz natural que penetra por las ventanas entreabiertas es tenue pero suficiente. El ambiente enigmático y sereno, como anclado en la historia, es difícil de plasmar en las imágenes. Desde fuera, el aspecto es imponente y el paisaje soberbio. El rio Bergantes, a veces seco, a veces desbordado, crea alargados bosques de ribera como una gigantesca serpiente verde cuya piel brilla con el sol mientras los pequeños huertos adquieren poco a poco los matices del otoño.
Atrapado entre las paredes calizas de la cueva y el fuerte olor a incienso y cera, el santuario de la Balma seguirá durante muchos años impregnando de misterio el sobrio paisaje dels Ports de Morella.
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