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El món del transport sobre vies i per cable. Bloc de Jordi Casadevall

23 de juny de 2018
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De veritat és preferible un mal acord a un bon plet? (Procés constituent, i IV)

[Concloem la sèrie d’articles de Jorge Stratós sobre un procés constituent canari, publicats al setmanari digital canari Tamaimos]

Preferencias irracionales. La indefinición cultural canaria podría expresarse a partir del añejo refrán “Más vale un mal arreglo que un buen pleito”. Me lo decía hace no mucho un joven amigo (Edmundo Ventura se llama). Opinaba, con razón, que es un dicho profundamente interiorizado en las Islas, que solo se usa por corrección política y por conservadurismo, por calculada ambigüedad y por miedo… En el fondo —me decía con coraje— es un lema que arrastra una torpeza suicida, porque la actitud de consentir malos acuerdos no se pueda sostener a lo largo del tiempo, más allá de que sea inevitable en algunos momentos. Así es, no puedo estar más de acuerdo.

Los “malos arreglos” —tanto como los “malos pleitos”, claro está— traen de suyo consecuencias muy negativas de largo recorrido. La componenda de un sistema electoral cuya base sea continuar con la desproporción existente es un ejemplo de mal arreglo apoyado por la mayoría parlamentaria canaria*. La bronca entre elites insularistas para garantizarse prebendas es un ejemplo de mal pleito impulsado por poderes fácticos divisionistas. Ambos casos ilustran bien lo que siempre serán pactos desventajosos y pugnas dañinas, preferencias irracionales donde las haya.

En las Islas los malos arreglos están destinados —no nos engañemos— a bloquear la posibilidad del proceso constituyente e instituyente de la imprescindible soberanía democrática canaria. Están destinados al conformista y sumiso mantenimiento del statu quo impuesto por el bloque de poder hegemónico, esto es, están orientados a que —a cambio de unas pocas migajas y algunos platos de lentejas— no se pueda decidir en democracia, con cultura y libertad, según el interés del bienestar para las mayorías sociales isleñas.

La maldición de los malos arreglos. De ninguna manera dice verdad aquel refrán reaccionario que afirma que “no hay mal que por bien no venga”. Y tampoco su variante retrógrada que cree que “cuanto peor, mejor”. Lo malo es malo por definición (igual que lo peor es peor por lo mismo) y no hay dialéctica seudohegeliana que pueda “arreglar” que lo malo se convierta en bueno y lo peor en mejor. Estamos en plena ideología de la resignación, al estilo de esas insensatas bienaventuranzas que prometen toda clase de bienes a los que lloran, a los que pasan hambre y son pobres, a los que son perseguidos e injuriados, dicho sea al estilo de Lucas el Evangelista (que fue discípulo de Pablo de Tarso, mi “santo” preferido, no es por nada).

La injuria y la persecución, la pobreza y el hambre son males incuestionables que no se pueden convertir por arte de magia (humana o divina) en bienes, en “panes y peces”, por ejemplo. Así, la persona o el pueblo que libremente prefiere arreglos desventajosos, por costumbre o por cobardía, está poniendo su vida entera proa al marisco. De nada sirven los adormecedores cantos de sirenas, las falsas promesas políticas de los nuevos escribas conservadores y también progresistas, que presentan los malos arreglos como importantes avances. Saben que buscan objetivos —como los de la mal llamada “agenda canaria”— que resultan insuficientes e inocuos, máxime cuando los presentan como claves para “los próximos treinta años” nada menos.

¡Tres décadas más sin derecho a decidir sobre nuestro modelo de sociedad, de economía, de cultura y de territorio; sin un concierto económico fiscal y una hacienda propia; sin unas instituciones más democráticas, más pluralistas, más participativas; sin una ley electoral justa; sin unas prestaciones laborales, educativas y sanitarias adecuadas (sobre todo para la infancia, los jóvenes, los mayores y los dependientes)! En definitiva, otros treinta años sin soberanía democrática nacional ciudadana. Con esa irracional preferencia los portavoces de la insignificancia, con todos los instrumentos del poder a su disposición, están apostando por convertir a quienes les escuchan en seres dóciles y sumisos, dependientes y colonizados para el resto de sus vidas. Y fingen no saberlo.

El valor de los buenos pleitos. La pretensión de que sea preferible un “mal arreglo” antes que un “buen pleito” se convierte de esta manera en el colmo de la irracionalidad, que es el presupuesto básico de la interiorización de toda esclavitud, mental y física. De una parte, aceptar malos arreglos implica claudicar, asumir que la condición canaria está condenada a partir siempre en desventaja hacia un destino de injusticia. Pero de otra parte, rechazar buenos pleitos —que es la síntesis de la historia de Canarias resumida en tres palabras— conlleva el considerarse de entrada derrotados, tirando la toalla desde el primer momento, de modo que parezca que de nada sirve plantar cara y rebelarse.

Me gustaría que el lector y la lectora pensase por un instante en el antes y el después de la vida de esos mayores en lucha por sus pensiones y esas mujeres en lucha por sus demandas que, en un momento dado, después de la discriminación y humillación de toda una vida esforzada, han decidido reivindicar con dignidad sus pisoteados derechos. Pregunto: ¿se equivocan, acaso? ¿Deben volver a sus hogares, a rumiar sus penas con amargura? ¿O, al contrario, deben mantenerse a cualquier precio en el pleito por la dignidad? La respuesta parece obvia. Pero no lo es, sin embargo, para aquellos mansos a los que se promete (Mateo 5:5) que poseerán la tierra, en otro ejemplo bíblico de confluencia en las mentalidades mainstream del tradicionalismo religioso con el conformismo político.

No obstante, la preferencia por los “buenos pleitos” resulta ser una elección sensata y racional desde el punto de vista individual. Y una elección razonable y equitativa desde el punto de vista societal. Una opción de un gran valor poli(é)tico, no me cabe duda alguna. Un valor de justicia y de legitimidad, un valor de democratización y de autodeterminación de las personas y las comunidades. Porque un buen pleito no es más que una lucha (moral) obligada que se basa en una demanda (política) necesaria porque denuncia una situación (social) injusta. Por todo esto, el gran pleito que tenemos pendiente es precisamente el de la apertura contra viento y marea de un proceso constituyente democrático que reconozca la soberanía nacional a la ciudadanía canaria, su capacidad de decidir en todos los órdenes de la vida..

Para terminar sin acabar. Se trata de rebelarse hoy ante la injusticia terrenal, dejando al margen la promisoria justicia divina del mañana. Rebelarse contra los que se erigen en guardianes de esta oligárquica “jaula de hierro”, contra esos que protegen los privilegios de la minoría de poder y deciden en las instituciones siempre a favor de esa casta, contra aquellos que encubren sus engaños a la vez que les halagan… Planteémonos la siguiente cuestión: ¿por qué debemos apoyar sine die un statu quo de desigualdad e inequidad? ¿Por qué hemos de defender un modelo de sociedad que —por ejemplo— mantiene a una cuarta parte de la población sin ingresos suficientes para vivir más allá de un mes, con más del cuarenta por ciento de las personas en situación de pobreza, con el abandono sistemático de las personas dependientes? ¿Por qué, después de casi cuarenta años de régimen unionista autonómico?

Al término de esta serie de artículos sobre Canarias (que más pronto que tarde verán la luz como libro) queda abierta la cuestión de cómo avanzar desde lo inmediato hacia la articulación de un bloque de poder contrahegemónico y decolonial. Una Canarias democrática, pluralista e inclusiva habrá de contemplar la diversidad sociopoli(é)tica como normal, tanto en las esferas en movimiento del poder como en las de la ideología y la identidad. Y a partir de este supuesto, luchar por el “buen pleito” constituyente de convertir en hegemónico a un canarismo soberano y democrático que hoy no existe. Que desde el ejercicio del derecho a la autodeterminación no excluya ni al unionismo autonomista, ni al separacionismo independentista, y tampoco a cualesquiera otras formas histórico-políticas que la nación ciudadana canaria decida darse para sí, en “buenos arreglos” con los poderes intra e interestatales.

Tal vez haya otra ocasión para abordar esta compleja cuestión —la cuestión de cómo construir el núcleo hegemónico del imprescindible tercer relato de una Canarias menos dependiente e injusta— a partir de sus metafóricas y conceptuales coordenadas espaciales, es decir, desde la abscisa de la ideología (con su bipolaridad discursiva izquierda-derecha), desde la ordenada del poder (con su bipolaridad disposicional los de arriba-los de abajo) y desde la cota de la identidad (con su bipolaridad territorial islas-archipiélago), todo ello junto a la unidimensional coordenada temporal, esto es, desde la dimensión del movimiento (con su doble bipolaridad ahora-antes y ahora-después). Pero esto quedará para otro momento.

* En diferentes ocasiones he planteado que se defienda un sistema electoral menos injusto que el que proponen los partidos parlamentarios de Canarias. ¿Por qué no una circunscripción nacional que alcance al cincuenta por ciento de la Cámara canaria? ¿Por qué no una cuádruple paridad (por ejemplo, 30 o 35 diputados más otros 30 o 35 a distribuir entre Islas), con la flexibilidad y las correcciones que se hagan convenientes?

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